“Con San Fernando perdí la inocencia por mi país”: Marcela Turati

Sep 30 • Conexiones, destacamos, principales • 2336 Views • No hay comentarios en “Con San Fernando perdí la inocencia por mi país”: Marcela Turati

 

La periodista habla sobre su libro que documenta la violencia en esta localidad de Tamaulipas a inicios de la década pasada, cuando Los Zetas reinaban

 

POR SILVIA ISABEL GÁMEZ
La escena se volvió familiar para los pobladores de San Fernando. Cada mañana, los pasajeros que llegaban a la terminal de autobuses eran bajados por comandos armados y llevados en camionetas y patrullas de la policía municipal rumbo a brechas de las que ya no volvían. Los Zetas habían tomado esta población de Tamaulipas y la consigna era “que no entrara la contra”, sus enemigos, el Cártel del Golfo.

 

La mayoría de los viajeros eran hombres jóvenes, migrantes centroamericanos o jornaleros mexicanos que se dirigían a Estados Unidos. Cada uno era “investigado” por los delincuentes; las pruebas condenatorias podían ser desde su lugar de origen hasta un número o un mensaje en el celular que les resultara sospechoso. Si venían de Michoacán, seguro los mandaba La Familia; si tenían registrado un teléfono de Reynosa, por fuerza eran golfos. Otras veces los mataban porque estaban aburridos, por sadismo, porque el crimen estaba “autorizado”, como narra la periodista Marcela Turati en San Fernando: Última parada (Aguilar).

 

“Se utilizaba el marro, con el que se les golpeaba en la cabeza, generalmente de uno a tres golpes y ya quedaban muertos”, declaró un jefe regional zeta. Luego eran arrojados a fosas. Desaparecidos. Desde marzo de 2010, cuando los criminales entraron “a sangre y fuego” en la población, hasta abril de 2011, la fecha en que el Ejército comenzó a exhumar los cuerpos, ninguna autoridad intervino. Y San Fernando, afirma Turati, se convirtió en un “sitio de exterminio”.

 

“Yo sostengo que son más de 600 víctimas, solo de esos años, 2010, 2011, eso decía la gente de allá”, señala en entrevista. “Hay historias de que movieron muchos cuerpos, a otros los deshicieron“ —guisados en diésel—. De las fosas se recuperaron 196 cuerpos, ahí se paró la cuenta oficial, pero las buscadoras, con el tiempo, han seguido desenterrando restos de pozos clandestinos, tanto en parajes cercanos como en el panteón local.

 

“San Fernando”, asegura, “es uno de los lugares que va a marcar la historia de México”. En agosto de 2010, el asesinato de 72 migrantes en el rancho El Huizache, a media hora de la población, conmocionó al país, pero nadie pareció enterarse de que sus asesinos, Los Zetas, tenían sojuzgados a los habitantes del lugar. Algo que muestra en su libro la periodista, mediante un relato coral, es cómo vivieron los pobladores esa dictadura de terror. “Para mí fue impactante porque todo el mundo sabía (lo que pasaba), pero tenían que normalizarlo, tratar de no pensar en eso, porque todos estaban sufriendo debido a que no había una autoridad, un Estado, que los protegiera”.

 

Las voces anónimas cuentan que hubo estudiantes que amenazaron a sus maestros con levantarlos si no los pasaban de año, y muchachas que, si “te las quedabas viendo”, te acusaban con los delincuentes. También se dieron actos heroicos, intentos mediante mensajes escritos o una cuenta de correo falsa de denunciar lo que pasaba. “Con lo único que te puedo ayudar es con mis oraciones”, le contestó el presidente municipal a una persona que le pidió intervenir. Hubo habitantes que subían el volumen de la televisión para no oír el “gritadero” de las víctimas, que cerraban sus casas para escapar a las miradas suplicantes. Unos enfermaron, otros aún sufren el trauma, víctimas también del miedo y la impotencia: “Todos sospechábamos”, le dijeron a la periodista, “pero no podíamos hacer nada”.

 

 

Leer lo ocurrido en San Fernando es un preludio del México actual: organizaciones criminales que luchan por el control del territorio, poblaciones silenciadas, desapariciones, asesinatos, crisis forense, omisión de las autoridades, impunidad. “Al libro se le puede quitar el nombre del municipio y ponerle otro de Zacatecas, de Veracruz, de Guerrero, de Jalisco, y lo que se repite es lo mismo”. Porque la historia, lamenta, no ha evolucionado.

 

En su libro, ganador del Premio de Periodismo Javier Valdez Cárdenas 2021, Turati quiso partir de “lo micro para entender lo macro”, mostrar “cómo opera el sistema”, por qué se permiten y se repiten “atrocidades” como la de San Fernando. Y advierte: “En un territorio disputado, los criminales siempre trabajan de la mano de actores del gobierno, si no es que son el mismo gobierno”.

 

“(Con San Fernando) perdí la inocencia sobre mi país, y entendí muchas cosas, como el ocultamiento de cuerpos, eso es un patrón. Cuando intervienen los servicios periciales, trabajan políticamente. No es la ciencia para identificar, sino para ayudar a ocultar, según el fiscal, la intención política de turno”, dice la cofundadora de Quinto Elemento Lab y de la Red Periodistas de a Pie, y coordinadora del portal A dónde van los desaparecidos. “O la SEIDO (Subprocuraduría Especializada en Investigación de Delincuencia Organizada, hoy Fiscalía Especializada en Materia de Delincuencia Organizada), a la que solo le importa investigar a los culpables, quiénes mataron, y al crimen organizado, pero no que los cuerpos lleguen a sus familias, son como un estorbo, y aunque vengan con una identificación en el pantalón dan la orden de volverlos a enterrar”.

 

San Fernando: Última parada evidencia cómo ni la presidencia municipal, ni los gobiernos estatal o federal intervinieron para combatir a Los Zetas. Entrevistado por Turati, el alcalde de ese entonces, Tomás Gloria Requena, afirma “nunca los vi”, aunque los criminales operaban a plena luz del día. Ninguna autoridad se hace responsable de los crímenes porque “dicen que no les tocaba”, en una cadena de omisiones que incluye a las compañías de autobuses, que no suspendieron las rutas ni lanzaron alertas a pesar de los reportes de desapariciones.

 

“Seguimos en esta espiral, y volvemos a vivir lo mismo, como si no hubiéramos tenido experiencias de nada, y eso es lo frustrante”, afirma la también autora de Fuego cruzado. “Se sigue sin alertas, sin prevención, hay tanta gente que reclutan forzadamente, no podríamos ya haber hecho una campaña, haber educado en las escuelas, ver cómo cuidar a las chicas, a los jóvenes, pero ves que la historia se repite y se repite”.

 

Doce años después nadie ha sido condenado por los asesinatos. Las sentencias son por delincuencia organizada y uso de armas exclusivas del Ejército. “Nunca nadie paga por estos crímenes, y para las familias la historia nunca se acaba. No solo les mataron a su hijo sino que tuvieron que nadar en un mar de mentiras, tratando de pedir justicia; las revictimizaron, las despreciaron, las quisieron enloquecer, asustar, y al final siguen sin saber que pasó, sin saber quién mató a sus hijos, sin justicia y sin reparación. A todos los centroamericanos no les ha llegado ningún tipo de reparación ni de disculpa pública”.

 

Castigar a quien investiga

 

En 2013, un desconocido hizo llegar a Turati un USB con los expedientes de los 120 cadáveres que fueron trasladados desde Tamaulipas a la Ciudad de México tras ser exhumados de las fosas en un intento por volver a ocultarlos, ahora en el Panteón Civil de Dolores. Otros habían sido destinados a cementerios de Ciudad Victoria y San Fernando. La periodista escribe que 112 fichas eran de hombres jóvenes con “un mismo sello: el cráneo roto”. Los registros ofrecían datos para identificar algunos cuerpos: documentos de identidad, tatuajes; aun así, fueron condenados a la fosa común.

 

“Al no haber cuerpo del delito tú no puedes sumarlo (como asesinato) y no puedes decir que está fracasando un gobierno; entonces, hay una intencion política por desaparecer a los desaparecidos, por que no se sepa, por no regresar los cuerpos, que las familias no digan nada”, explica. “Hay un esfuerzo importante por ocultar los asesinatos, quitar el cuerpo de la escena pública, que nadie lo vea; por eso tanta fosa”.

 

Desde que en abril de 2011 cubrió en la morgue de Matamoros la llegada de los cuerpos exhumados de las fosas, la periodista investigó sobre el tema; visitó los lugares de donde habían partido los migrantes, en México y Centroamérica, y habló con sus familias; revisó pilas de documentos; localizó a través de redes sociales a pobladores de San Fernando o fue a buscarlos cuando venían a la Ciudad de México a participar en marchas. Acompañó también a la caravana de sacerdotes que, cada 23 de agosto, conmemoraba con una misa la masacre de los 72 migrantes en el rancho donde ocurrió; una vez que terminaba, se quedaba en la población con gente que conocía, recopilando testimonios.

 

“Me detuve muchos años (para escribir el libro) por el tema de la seguridad; supuestamente ya no estaban Los Zetas (en San Fernando), pero cuando volví en 2019 me dijeron aquí siguen, se reciclaron. Llegó un momento en que pensé cómo lo puedo contar anonimizando a muchos para que no los reconozcan, y fue cuando dije tiene que ser un relato coral; lo que escucha una reportera que cubre desapariciones afuera de una fosa, de una morgue, cuando habla con los pobladores. Y con las familias buscadoras, lo que les pasa, porque las extorsionan, las maltratan, pierden los cuerpos, en las fiscalías no les dan informacion”.

 

El volumen está salpicado de plecas negras para proteger identidades. Solo aparecen los nombres de los funcionarios o los militares que tenían cargos de responsabilidad; también decidió dejar únicamente los alias de los presuntos Zetas, salvo cuando son delincuentes de mayor jerarquía. “Quité los nombres porque tenemos que pensar que los oficios, los testimonios, las declaraciones ministeriales, generalmente tienen una intención política, hasta de eso tenemos que cuidarnos. Hay que dudar de las cosas construidas incluso por el gobierno, por la fiscalía, porque son para su propaganda, para sustentar sus hechos, porque entre los patrones que encuentro es que construyen siempre verdades históricas”.

 

Lo ocurrido con Ayotzinapa, tras la desaparición de los 43 normalistas, afirma, no fue la excepción, sino la regla. “Verdades históricas” para cerrar una investigación. “Hay que ver quiénes están trabajando en las fiscalías, quién los puso, a quién responden, en los gobiernos estatales y el federal, y cómo usan la ciencia y los servicios periciales para cuadrar y cerrar (un caso)”.

 

En 2021, Turati supo que sus reportajes sobre San Fernando provocaron que la Procuraduría General de la República le abriera una investigación por “secuestro y delincuencia organizada”. Su expediente, junto con el de Mercedes Doretti, fundadora del Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAF), y Ana Lorena Delgadillo, directora de la Fundación para la Justicia y el Estado Democrático de Derecho, están incluidos en el tomo 221 de la averiguación previa sobre los asesinatos. La antigua PGR es hoy la Fiscalía General de la República, el gobierno cambió, pero los ministerios públicos y los funcionarios que avalaron la acusación “ahí siguen”. El caso permanece abierto. Para su protección, la periodista cuenta con la asistencia legal de Artículo 19.

 

“Ese es otro de mis aprendizajes”, dice. “La fuerza no se pone en buscar a quienes desaparecen, sino en castigar a quien investiga, y eso es brutal: a las madres buscadoras, a los defensores de derechos humanos, a los periodistas. Para eso sí se usan todos los recursos, para castigar y que no investiguen, que no le muevan, que no digan qué hay detrás”.

 

Hacer público que desde febrero de 2015 hasta abril de 2016 revisaron sus llamadas telefónicas para seguir sus pasos y descubrir sus contactos, y que también en 2015 fue espiada con el malware Pegasus, temió que afectara su trabajo, al saber sus fuentes que la estaban vigilando.

 

“Antes tenía informantes de adentro del gobierno, ahora es muy difícil que me contacten. Me da risa porque, digo, si supieran (en el gobierno) toda la gente de adentro que está en contra de lo que hacen y que pasa información, como si solo de otros lados viniera, de los que creen opositores. No me ha afectado con las víctimas, porque las víctimas dicen no tengo nada que perder, ya perdí todo cuando desaparecieron a mi familiar, yo necesito encontrar su cuerpo, no me importa si me matan o no”.

 

La periodista advierte en el libro que la historia de San Fernando está incompleta, y una de las razones es que existe “una intención de las autoridades de ocultar la verdad”. Una duda es si las fosas fueron descubiertas a causa de la desaparición del soldado José Antonio Huarache, quien tras no llegar a su base en Reynosa disparó las alertas, o debido al secuestro de ciudadanos estadounidenses. La cifra real de personas desaparecidas o asesinadas también se desconoce, al igual que cuánto sabía el gobierno de Estados Unidos de lo que ocurría a dos horas de su frontera.

 

“No creo que tengamos la verdad absoluta nunca, son como fragmentos, porque se inventan verdades históricas, porque tienes negados los expedientes; yo no soy ministerio público, no puedo interrogar a los perpetradores, no puedo entrar a la cárcel. Tengo muchas restricciones como periodista, pero puedo ir juntando piezas que te puedan dar un poco de luz de qué pasó, y también lo que es parte de mi método, entrevistar a los extras de la película, a los que no están en el foco público, pero que vieron, y que te pueden contar algo que no pasó por la versión oficial”.

 

San Fernando: Última parada también tiene una parte luminosa, sanadora, para que quienes lean esta historia de terror sepan que el destino de una persona asesinada no es permanecer olvidada en una fosa. El libro narra el compromiso de Doretti, de Delgadillo, para terminar con errores como la entrega equivocada de cuerpos, la incineración de restos sin autorización de las familias, o el no tomar en cuenta documentos que permitían identificar a las víctimas, lo que se logró con la creación en 2013 de la Comisión Forense, en la que participan el gobierno, el EAAF, y más de una decena de organizaciones independientes, la mitad centroamericanas. Turati incluye la lucha de familiares como la salvadoreña Bertila Parada, que durante años peleó incansable hasta conseguir el expediente de su hijo Carlos Alberto Osorio y que sus restos descansaran en una tumba donde pudiera ir a rezarle; o el guatemalteco Baudilio Castillo, que considera “un milagro” haber podido recuperar el cuerpo de su hijo Baudilio. Hasta el pasado marzo, se habían identificado 73 de 131 víctimas.

 

“La segunda parte (del libro) traté de que fuera una grieta de luz de lo que sí es posible, mostrar la fuerza y la energía de las madres, de las familias buscadoras. Si ya les hicimos todo esto, ya a sus hijos los mataron de la peor manera, los sacaron de una fosa, los metieron a otra, los incineraron, que puedan tener la posibilidad de reencontrarse con su familiar, de tocarlo, de hacer una restitución digna. Todavía está pendiente la reparación, la justicia, pero tener un poco de acceso a la verdad, tener su expediente en la mano, cambia un poco las cosas, comparado a ser alguien que no sabe nada, que se queda solo en la angustia, la búsqueda eterna, que nunca pasa; no podemos condenarlas a eso”.

 

 

 

FOTO: La señora Belén, mamá de Misael Castro, migrante hondureño que fue asesinado en San Fernando por el crimen organizado, muestra una foto de su hijo, en 2011.  Crédito de imagen: Jorge Serratos /Archivo EL UNIVERSAL

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