Cosecha de mujeres. Una conversación que no termina: Marcela del Río Reyes
Este texto está dedicado a la memoria de la escritora Marcela del Río Reyes, estudiosa de las mujeres que fueron pioneras en la literatura mexicana, impulsora de la cultura y un ejemplo de superación después de la tragedia
POR ETHEL KRAUZE
Nos daba la noche y la madrugada y no sentíamos el tiempo, porque hablar con ella era entrar en la dimensión de la intensidad, un filo de inteligencia apasionada repasando memorias, analizando un solo resquicio, descubriendo otro oleaje al cual arrojarse sin miedo en el pensamiento.
La sonrisa cruzada por una serena melancolía en su hermosísimo rostro que atravesó por las edades sin disminuirse, unos días antes de cumplir los 90 años, hace apenas unos meses, se fue planeando su cumpleaños, dando entrevistas, en un abrir y cerrar de ojos, literalmente. El INBAL le rindió en junio un homenaje póstumo. Y hago lo propio en esta cosecha de mujeres que escriben y transforman a quienes las leemos.
Por allá en los tempranos 80, el querido poeta y editor Eduardo Mosches me invitó a conformar una colección, me parece que en Siglo XXI Editores, la cual titulamos tentativa y provocativamente, “¿Tiene sexo la literatura?”, pues yo acababa de publicar mi primer libro, Intermedio para mujeres, que daba pie al tema en una contraportada muy incisiva y un tanto estridente, respondiendo a la pregunta.
Para armar el asunto, convoqué en mi departamento de la colonia Condesa, en la Ciudad de México, una reunión con las escritoras que estaban en ese momento publicando, muchas de las cuales ya conocía en diferentes encuentros y mesas redondas. No las cito, porque la lista es larga, llegaron alrededor de 30. Ahí la vi por primera vez, con traje sastre color perla, parecía frágil, un tanto ajena, se sentó calladamente en una orilla. Cuando tocó la ronda de presentarnos todas ante las demás para dar inicio al tema, ella simplemente dijo, sin mencionar su propio nombre, que estaba dedicada a recuperarse de la muerte de su esposo, a quien tampoco nombró. Nos conmovió, silenció nuestra algarabía por unos momentos. Al tiempo en que me levanté a la cocina para servir café, ella me siguió:
—No sé qué estoy haciendo aquí, perdóname por favor, es la primera salida que hago, llevo ocho meses en cama, por la depresión. Tengo que irme, despídeme, de las demás, no te ofendas, por favor.
Un par de años después el destino nos volvió a reunir, en un Encuentro de escritores en la Universidad de San Diego. Ella daría una ponencia en una mesa sobre el papel de las mujeres pioneras en la literatura mexicana. Una voz de actriz, que lo era, y una prosa de excelente factura, más la figura de la que hablaba, nos hechizó. Se le quebraba el corazón rindiendo homenaje a esa pionera fundadora de la revista Féminas, y nos mantuvo en vilo hasta el final, cuando dijo su nombre: “firmaba como Arlette, se llamaba María Aurelia Reyes. Arlette era mi madre”. Aplausos a rabiar, llorábamos. Me acerqué a abrazarla. Nuestra conversación pasó del restaurante del hotel al bar del hotel durante los tres días del Encuentro y aterrizando en la Ciudad de México, retomamos en su casa los intensos intercambios. Ahí me mostró su tremenda computadora personal que abarcaba un cuarto completo; ella fue, si no me equivoco, la primera escritora mexicana en experimentar esta nueva tecnología, mucho antes de que se hiciera común.
Nos sentamos ante el gran retrato de Hermilo Novelo, muerto en un terrible, confuso, oscuro accidente en carretera rumbo al concierto con el que inauguraría su regreso al país. Me contó la desgracia y cómo lo había increpado una larga noche, preguntándole qué quería él que hiciera ella ahora que se había quedado sola, porque la muerte la miraba por todas partes.
—Me dijo: vive, vive, vive… —sonó la voz de Marcela en mis oídos. Las copas de vino destellaron un atisbo como de fuego.
A los 53 años de edad se propuso, y lo logró, en poco tiempo, revalidar la secundaria, que no tenía el aval de la SEP, acreditar la preparatoria en un examen, cursar la licenciatura en Lengua y Literaturas Hispánicas en la UNAM en exámenes extraordinarios para poder salir del país porque no podía estar en el mismo suelo de su desgracia, simplemente no podía respirar ahí. Postuló para un posgrado en la Universidad de Irvine, California en Estados Unidos, dando clases para pagar su matrícula.
Marcela culminó como profesora emérita en el año 2000, cuando se jubiló. Regresó a su país, pero no a la Ciudad de México, pues la asociaba con la furia, la injusticia y la desgracia que vivió en torno a la muerte de Hermilo.
Un día vi anunciada en la librería Gandhi de Cuernavaca, donde vivo desde hace más de 20 años, la presentación de una nueva novela de Marcela del Río Reyes, La utopía de María. Nos retomamos con alegría. Descubrí a la Marcela pintora, extraordinaria, sus grandes lienzos, “yo pinto poemas y escribo imágenes”. Me recibía en su casa. Me mostró el diario de su madre, Arlette, una joya de escritos y fotografías y recortes que es un documento histórico invaluable, y toda la fonoteca de Hermilo.
Siempre estuvo escribiendo, ininterrumpidamente, hasta el final de sus días. Ella creó una Fundación, daba talleres, promovía la lectura, y finalmente donó todos sus acervos a Morelos, a través de la Secretaría de Turismo y Cultura del Estado, hay una biblioteca con su nombre en uno de los espacios de la emblemática catedral de Cuernavaca, es como una reproducción de su hermosa casa.
La obra de Marcela, que primero firmaba sólo como Del Río, para no colgarse de su tío abuelo, el gran Alfonso Reyes, aunque más adelante decidió incluir el apellido materno para reivindicar la presencia femenina, es no sólo múltiple por la variedad de temas que trata, sino también porque atiende prácticamente todos los géneros literarios, lo mismo hay ensayo, dramaturgia, novela, poesía, cuento, crónica, periodismo, radio… Yo diría que, además de esta cualidad de escritora total, como ya no se estila, su obra, en su conjunto, se caracteriza por el ímpetu experimental con el cual la autora se expresa, con audacia y eficacia, y la capacidad que tiene para explorar tanto el drama, como la épica, la ciencia ficción, la lírica, y las formas del diario, el monólogo.
Cito, por ejemplo, El proceso a Faubritten, (1976), una especie de utopía/distopía en la que la humanidad logra vivir eternamente, y sus consecuencias. Una obra que se lee casi sin respirar. También La utopía de María (2003), una novela/teatro/coral que la autora categoriza como bionovela, mucho antes de que se hablara en el medio académico, de conceptos como autoficción, bioficción o pacto ambiguo. Mencionaré también De camino al concierto (1984), memoria/monólogo sobre el músico rumbo a la muerte. Como en feria (2009), crónica/novela donde expone su vida y la de Hermilo en la época de López Portillo y los torbellinos en los que se vieron envueltos. La cripta en el espejo (1988), una novela intimista, casi de misterio, casi mágica, casi esquizofrénica, en la Praga soviética, con una hondura extraordinaria. Recordemos que, entre otras muchas cosas, Marcela fue agregada cultural en las embajadas de Bélgica y de la antigua Checoeslovaquia.
Su última obra, Una mujer de tantas, un día de no tantos (2020), es, como la autora la ha nombrado, una novela-collar, cada capítulo es una historia redonda con una protagonista, que será personaje secundario en la siguiente, y así sucesivamente, para formar un collar en la que todas las mujeres convergen cruzándose entre los sucesos que han cambiado el rumbo de la Ciudad de México acogidos en un medallón por una voz ancestral, mítica, Zinantlali, diosa de tierra y agua. Esta obra recoge mucho de los movimientos sociales que le tocó vivir, como Tlatelolco en el 68 y el terremoto del 85, al mismo tiempo que abreva en la mitología mesoamericana.
Cierro este breve homenaje entre la melancolía que enmarcaba su sonrisa, y el violín de Hermilo Novelo, con este poema inédito que le escribí y aquí comparto:
Hay una historia de amor
que no termina
77777777(¿escuchas, amor?
777777777la cuerda suena)
se ha quedado parada
en una nota de violín
7777777y ni los pájaros enloquecidos
logran
con sus picos
bajar el ataúd
a donde corresponde.
Hay una historia de amor
que no ha ocurrido,
que está ocurriendo a medias
o en una tierra paralela
donde tú y yo
tomamos un buen vino,
contemplando esta tragedia
que no nos pertenece.
Amor,
es una historia que se vuelve vieja
a fuerza de insistir
en ella,
de contarla rizando las palabras,
sonriendo
como si ya no se sintiera nada,
mientras la música se disuelve
77777777en la taza de café
como dulce veneno al paladar
y la daga de tus dedos en las cuerdas
hiende los nervios
de mi cuerpo,
los enciende
7777777aquí y ahora,
la tarde es leve,
el tulipán se ha abierto:
hace veinticinco años que haz muerto, amor.
¿No te da risa este feliz encuentro?
Nuestra cita es un hecho,
porque hay historias así,
que ruedan
y regresan
y se pierden
y reviven
y comienzan de nuevo,
un día cualquiera,
sin preguntar.
(¿Recuerdas cómo dormíamos
montados en la cuerda?)
La daga, amor, ya viene cabalgando
por nosotros,
viene cruzando mares
y montañas
desde Bélgica a Querétaro,
y se ha instalado
en un punto febril
888889que lleva hacia la nada.
No podemos verla,
sólo sentimos el fuego de su encantamiento,
el milagro que nos hizo
manteniéndonos en este estado:
somos tú y yo, amor, por fin,
un dije de oro
7777777771ensangrentado.
FOTO: La escritora Marcela del Río/ Arturo López/ SECRETARIA DE CULTURA.
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