Crecer dibujando monstruos

Mar 3 • destacamos, principales, Reflexiones • 4392 Views • No hay comentarios en Crecer dibujando monstruos

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Con diez largometrajes en su filmografía, en la que se manifiesta una gran variedad de tradiciones narrativas, desde la vampírica al suspense y la ciencia ficción, Guillermo del Toro persiste en la contradicción de la fantasía con la realidad, historias en las que sus personajes, muchas veces terroríficos, se muestran demasiado humanos

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POR HUGO HERNÁNDEZ VALDIVIA

Desde su temprana infancia, Guillermo del Toro dibujaba monstruos. La inspiración surgía lo mismo de la biología que de mitología o la literatura clásica. A menudo lo hacía en papel; a veces hacía esculturas. No es raro que en su filmografía tengan un rol fundamental. Pero a diferencia de lo que hace el terror adocenado –como el que por lo general vemos en la actualidad– para el cineasta tapatío son mucho más que una fuente de miedo: son el medio para abordar y comprender el fenómeno humano, como sucede con directores (Dario Argento) o escritores (H. P. Lovecraft) que lo han inspirado. No es raro, así, que más de un monstruo sea humano, demasiado humano.

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Asimismo, desde sus primeros cortometrajes el tapatío dejó ver una solvencia técnica notable. Con emplazamientos sorprendentes –cuyo origen es posible rastrear en el cómic– la cámara, en constante movimiento, se convierte en una herramienta provechosa para involucrar al espectador. La cámara “nos lleva”, nos conduce, dosifica la información, revela. Ahí inicia la maravilla narrativa. Ahí es posible observar, además, una buena asimilación del cine de ese genio de la técnica que fue Alfred Hitchcock, cuya filmografía Del Toro revisó con detenimiento para la redacción del libro que dedicó al realizador inglés. Como él, además, propone obras que siguen las prerrogativas de un género determinado (terror, suspense) para ir más allá. Conciben así películas que ofrecen más de un nivel de lectura, que pueden atrapar a un público numeroso que busca primordialmente entretenimiento sin renunciar a vehicular los temas –a veces de difícil asimilación y que a menudo dan miedo– que los apasionan.

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Cronos (1993), su ópera prima, se nutre de la tradición de los vampiros, y en ella ya es posible apreciar las virtudes de su estilo. Tiende un puente con el cine serie B –al que Del Toro respeta y admira–, pero si éste se caracteriza por ser o parecer “chafa”, el tapatío deja ver una calidad artesanal de cine A (de hecho, actualmente es reconocido porque sabe sacar jugo al presupuesto). En Cronos se manifiesta una gran imaginación y se perfila un autor que sabe valerse del género del terror sin reproducir sus clichés. Así lo confirmaron dos propuestas habladas en español y producidas en España: El espinazo del diablo (2001), que se ubica en la época de la Guerra Civil, registra las apariciones de un fantasma en un orfanato y da cuenta de la pérdida de la inocencia; y El laberinto del fauno (2006), una de las obras maestras del realizador, que participó en la sección oficial de Cannes, un festival que rara vez da espacio al cine fantástico. Aquí regresa al mismo periodo histórico y condensa temas centrales en su filmografía previa, como los sinsabores del crecimiento, que se multiplican por hacerlo sin el cobijo de los padres. También supone otra pérdida de la inocencia: la fantasía es vencida en su encontronazo con la realidad.

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En Mimic (1997), Blade II (2002) y Titanes del Pacífico (2013), que no surgen de historias suyas, cabría ubicar los puntos bajos de su filmografía. La primera tiene un pie en la entomología, reproduce elementos del cine científico y es una exploración no muy osada de la vida conyugal. En la segunda vuelve al universo de los vampiros y no consigue ir mucho más allá del terror y la acción más rancios. La tercera se inscribe en los terrenos de la fantasía y la ciencia ficción, y es más espectacular que fantástica. En todas ellas, sin embargo, es posible observar un crecimiento en el terreno artesanal (cada cinta presenta retos nuevos, equipos más grandes, más sofisticación en el manejo de efectos especiales) y es posible rastrear algunas constantes temáticas que aparecen en sus mejores películas, como las vicisitudes de la paternidad y la vida conyugal, o el amor en circunstancias adversas.

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Hellboy (2004) y Hellboy II: El ejército dorado (Hellboy II: The Golden Army, 2008) se ubican a medio camino entre el espectáculo que caracteriza al cine de acción y la propuesta autoral. Tampoco surgen de su inspiración (el origen está en las novelas gráficas de Mike Mignola), pero Del Toro hace suyo el destino y el humor del inmaduro protagonista que vino del infierno. Sus aventuras son pertinentes para explorar el funcionamiento de una familia atípica (que es lo típico en el cine del realizador); asimismo, vuelve sobre el asunto del crecimiento y las contrariedades que supone la vida en pareja.

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A lo largo de su filmografía Del Toro ha materializado universos cada vez más fantásticos, y cada nueva película crece en complejidad; actualmente luces, escenografías, vestuarios y maquillajes son de una riqueza asombrosa. Es lo que podemos apreciar en La cumbre escarlata (Crimson Peak, 2015), en la que entrega una puesta en escena que invita a la hipérbole: es exquisita, primorosa, majestuosa. Es un fondo provechoso, inspirado en la cultura victoriana –por la que confiesa estar obsesionado– para ubicar una historia que tiene como referencia las películas de la productora británica Hammer y la novela gótica, y que contrapone el amor con aires de ingenuidad de una norteamericana con la experiencia tortuosa de dos hermanos británicos. La forma del agua (The Shape of Water, 2017), su décimo y más reciente largometraje es una especie de summa. La historia se ubica en los años sesenta en Estados Unidos y la puesta en escena es memorable (la Academia norteamericana la tuvo presente en las categorías de cinefotografía, vestuario y diseño de producción); no sólo porque hace una recreación de época verosímil, sino porque lo mismo matiza que subraya rasgos de los personajes, o da significado y emotividad a la historia. El tapatío corre riesgos plausibles –como su trato de la sexualidad, asunto en el que había sido hasta cierto punto pudoroso– y propone con inteligencia una definición del amor que se ubica entre la fantasía y la cursilería, y que resulta tan convincente como emocionante. Del festival de Venecia salió con el máximo galardón, el León de oro.

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Del Toro sigue dibujando monstruos y con ellos sigue reflexionando sobre la realidad humana. Conserva una frescura casi infantil, pero su cine deja ver rasgos de madurez. Hoy es una marca registrada, reconocida y celebrada, porque tiene una gran imaginación y, creatividad proporcional mediante, maneja con solvencia las herramientas técnicas para llevarla a la pantalla.

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Foto: El laberinto del fauno (2006), una de las mejores películas del realizador, participó en la sección oficial de Cannes, festival que rara vez da espacio al cine fantástico. / Especial

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