Sincronías

Feb 9 • destacamos, Ficciones, principales • 2690 Views • No hay comentarios en Sincronías

Tres amigas se reúnen en un departamento al sur de la Ciudad de México para compartir recuerdos y experiencias de su juventud precaria, rasgo que comparten con las protagonistas de Señoritas, fábula moralizante del cine mexicano y reflejo de sus desmoronadas ilusiones

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POR ÁLVARO SÁNCHEZ ORTIZ 

19 de septiembre de 2017, 1:14 pm
Era una fiesta nini. La mecánica es sencilla: se hace de día para no tener que pagar taxi o Uber al salir; en casa de alguno de los participantes, porque todo afuera sale más caro; y más que botanas o guisados se degustan recuerdos, al fin que de esos todos tenemos muchos y son gratis; a lo mejor cuestan un poco de dolor, de esa nostalgia que se mete entre las costillas, pica el corazón y le saca un fluido azul, pero cuando se es nini una punzada más no importa.

 

Tres invitadas: Ilse, con su título recién sacado de la universidad, como pan horneado o coche nuevecito (no es lo mismo un coche nuevo que un coche nuevecito), el cual le producía tanto orgullo como incomodidad le causaba su sobrepeso; Sandra, cuya sinuosa figura acanelada no le causaba ninguna incomodidad, y a quien parecía que le habían insertado unos lentes de contacto de color rosa al nacer, pues todo lo veía con optimismo; y Daniela, la mayor por unos años, y quien ya comenzaba a delatar en el rostro el esfuerzo interminable de tratar de conjuntar todas las piezas de su vida, que nunca llegaban a armar una figura armónica.

 

Las tres ninis: Ilse porque todavía no buscaba, Sandra porque la habían corrido y Daniela porque llevaba seis meses sin encontrar.

 

Quedaron de verse a las diez en una estación del tren ligero; Sandra, para variar, llegó tarde. De allí se fueron al departamento de Daniela, y las golpeó el contraste.

 

Cuando la familia de Daniela regresó a provincia, ella había hecho una fiesta. En ese entonces andaba muy clavada leyendo sobre el viaje del héroe y se la pasó todo el festejo diciendo que estaba cruzando el umbral y que era hora de matar a los dragones y que confiaba en la espada mágica de sus capacidades y otros rollos por el estilo. Había arreglado el departamento conforme a dos premisas: mucha luz y mucho aire.

 

Ahora parecía otro lugar. Tratando de reducir gastos, había sustituido las hermosas lámparas que había comprado (y que ahora estaban empeñadas) por los focos más ahorradores que había podido encontrar. Las llaves del lavabo y la tarja estaban ajustadas para dar un hilo mínimo de agua. El aire se sentía denso de angustia, y el polvo acumulado en los rincones delataba que ya algunas veces Daniela había pasado por el viacrucis de ocupar toda una mañana en quedarse inmóvil en el sofá, pensando cómo era que su vida había llegado a ese punto muerto.

 

Sandra ofreció a la anfitriona venirse un día en fachas y pasar toda la jornada ayudándole a limpiar, para que se sintiera mejor. Ilse sólo pensaba que si viviera sola gozaría cada segundo lejos del ala a la vez protectora y asfixiante de sus padres.

 

Lo más importante en una fiesta nini es la conversación. Y la de esta ocasión no acababa de encauzarse. Avanzaba a trompicones entre las estridencias melosas de Sandra, las lúgubres frases de Daniela y los silencios de Ilse. Cuando sonó la alerta sísmica para el simulacro, por la mente de las invitadas cruzó la idea de aprovechar el incidente para irse a su casa y esperar mejor ocasión para convivir.

 

No hicieron caso del simulacro. Ilse prendió el televisor con la esperanza de que, aun contando sólo con televisión abierta (porque Daniela había cancelado el cable el mes pasado), hubiera algo digno de verse. Ya platicarían después.

 

Lo menos peor que encontraron fue una película vieja cuyo título era Señoritas. Daniela no estaba de humor para ver fábulas moralizantes de finales de los cincuenta, pero Sandra y Daniela comenzaron a payasear con que ellas eran “señoritas del siglo XXI”.

 

Lo primero que vieron fue a la despampanante Christiane Martel jugando tenis en un club de lujo y diciendo con su indisimulable acento francés: “Ya soy mayor de edad.” La chiquilla del grupo era Ilse, y por tanto era ella para quien ser mayor de edad todavía resultaba una novedad, pero sintió que se le calentaba el rostro al comparar su obesa figura con la de quien fue Miss Francia, así que se adelantó al comentario que supuso iba a hacer Sandra y le dijo: “Esa eres tú, sólo que tostada.” Ambas rieron.

 

Daniela se puso un poco pesada cuando en la película se habló de maniobras chuecas para conseguir contratos de obra pública y cuando el jefe de una oficina presionaba a su secretaria para que fueran “amigos”. Rabiaba contra el machismo y la corrupción. Y aunque se daba cuenta de que su mal humor arruinaba la fiesta, la falta de trabajo ya le había roído el alma y no podía disimular.

 

La fiesta nini habría fracasado prematuramente de no ser porque el personaje de Ana Bertha Lepe vivía en el mismo multifamiliar de la avenida Tlalpan en el que ellas, ahora, casi cincuenta años exactos después, tenían su reunión. Entre discutir si sí era o no era, cuánto había cambiado y cuán diferente se arreglaba un departamento entonces y ahora, se les fue el tiempo, la plática se animó y el festejo tomó vuelo.

 

Discutieron si, al igual que el personaje de Sonia Furió, se acostarían con alguien con la capacidad de manipular al jurado para ganar un concurso de belleza; debatieron si para los cánones modernos Ana Bertha Lepe estaría gorda (aunque pronto Ilse cambió el tema); se asombraron de que el Ratón Macías efectivamente fuera muy chaparro; se deleitaron con la inigualable moda de gala de finales de los cincuenta; y se rieron de buena gana con ironía posmoderna del melodrama lacrimoso de que Mapy Cortés quisiera ser monja, cuando su madre regenteaba una “casa mala” (término usado en el guión para no decir “burdel”).

 

Como quien dice, hablaron un poco de todo y mucho de nada, olvidaron sus problemas y fueron bucólicamente felices. Vivieron, al mediodía, un mediodía del alma que a las tres les hacía mucha falta.

 

Cuando el personaje de Ana Bertha Lepe se resignó a ser la querida de su jefe para poder pagar una cirugía urgente para su papá, el mediodía terminó y los nubarrones volvieron. Daniela caviló si era lo suficientemente atractiva para prostituirse con disimulo a cambio de su manutención (le repugnaba venderse, pero no quería alcanzar a su familia en provincia y declararse derrotada); Ilse despreció su gordura por octava vez en el día (su promedio estaba entre la docena y la veintena a cada vuelta del sol); y Sandra se preguntó si el vicepresidente corporativo de donde trabajaba se refería a lo mismo cuando le dijo que quería ser su “amigo” y que como tal podía interceder para que no la despidieran.

 

No quería estar de grinch, así que Daniela tomó uno de los libros que había estado leyendo —la lectura era su vicio, su deleite y su evasión, todo en uno— en lo que la película pasaba a otra cosa. Era de Carl Jung, y tenía más de un mes que lo había soltado por hallarlo demasiado denso. Brincó ante sus ojos el concepto de sincronía: “Es la coincidencia temporal entre estados subjetivos y hechos objetivos que no tienen relaciones de causalidad recíproca y están vinculados por un significado idéntico o similar.”

 

Le llamó la atención. Le pareció una “sincronía” que justo encontrara esa definición cuando entre la película y ellas podían encontrarse varios ejemplos: tres protagonistas, tres participantes en la fiesta nini; los problemas económicos del personaje de Ana Bertha Lepe, tan agobiantes como los suyos; la hermosura de Christiane Martel, de la que la de Sandra parecía un reverso perfecto; la ingenuidad, optimismo o pendejez —como quisiera verse— del personaje de Mapy Cortés, parecido a la mirada en rosa y buena onda de Sandra. Sobre todo, el multifamiliar que aparecía una y otra vez en la pantalla, y que era el mismo en el que había vivido desde que sus padres vinieron a la capital cuando ella era niña.

 

Compartió sus observaciones con sus contertulias. Ellas lo tomaron a broma, como una especie de horóscopo rebuscado. Era divertido.

 

Y sin embargo, cuando se acercaba el clímax de la película y Ana Bertha Lepe acudía a la cueva de galán otoñal de su jefe, lista para venderse por el bienestar de su familia, Daniela se estremeció. Y lo mismo le ocurrió a Sandra cuando la Martel fue en la noche con una abortera clandestina para deshacerse del hijo que la obligaría a ser una esposa atenta y dejar de ser una frívola socialité, porque ella también se había hecho un legrado cuando tenía quince años para no dejar de gozar la primavera de la vida (eso no se lo había dicho a nadie, y cuando lo recordaba ni el tsunami rosa de su optimismo impedía que se le enturbiara la mirada). Y cuando Sonia Furió pagaba sus inmoralidades quedando con el rostro deforme, después de haber sido reina de belleza, Ilse tenía ganas de beber del mismo arsénico que el personaje de la película, pues se sentía igual de monstruosa.

 

En ese momento comenzó en el filme el terremoto que, a su manera brutal, acomodaba en su correcto lugar la vida de las protagonistas: Sonia Furió se casaba con un hombre tan feo como bueno; Ana Bertha Lepe preservaba su virtud en el último momento y, en premio, el Cielo le concedía el dinero necesario por vía de su cuñado; y Christiane Martel, todavía con el hijo en sus entrañas, partía como buena esposa al desierto de Sonora para apoyar a su marido.

 

Pero todo eso no lo vieron las tres amigas de la fiesta nini, porque entonces se manifestó la mayor sincronía de todas: el maldito dragón volvió treinta y dos años después, el mismo día y con el mismo terror.

 

ILUSTRACIÓN: EKo

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