Democracia. Un espíritu aristocrático

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En tiempos de incertidumbre, a causa de los discursos de odio, los valores democráticos y las enseñanzas de los autores clásicos del pensamiento liberal son esenciales. Así lo plantea el pensador holandés Rob Riemen: la libertad política no es suficiente sin la educación en la nobleza del espíritu; como lo predijo en su libro Para combatir esta era

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POR ROB RIEMEN
Fundador y presidente del Instituto Nexus

I

“La letra mata, mas el espíritu vivifica”. La conclusión de San Pablo en su Segunda Carta a los Corintios, tan simple como sabia, explica por qué en nuestra época tantas grandes palabras han sido despojadas de significado al grado que no tenemos idea alguna de lo que se refieren, o por mero hábito continuamos creyendo en cosas que en realidad se reducen a nada, porque las letras ocultan el hecho de que el espíritu ha menguado. “Democracia” es una de esas palabras descoloridas y vacías en una trágica lista que se hace cada vez más extensa: universidad, libertad, aprendizaje, calidad, valentía, verdad, valor, humanidad. No es de extrañar. En una época en la que existe una obsesión con la tecnología, la ciencia, los datos, la cantidad, la innovación, la opinión pública, el kitsch y el conformismo, un analfabetismo en masa es inevitable y en consecuencia las palabras perderán todo significado.

 

Nada de esto habría sorprendido a Alexis de Tocqueville. Si se le concediera un segundo advenimiento y decidiera retomar su viaje de 1831 a 1832 por los Estados Unidos con otro por el Occidente democrático libre, Alexis de Tocqueville vería con sus propios ojos cómo en casi toda la sociedad occidental, el precioso manto de la democracia se deshilacha y que pronto será destruido por los venenos con los que se está extinguiendo: nacionalismo, xenofobia, ansiedad social, neoliberalismo y fascismo. El aristócrata francés no dudaría en señalar sobriamente: “Je t’avais dit!” y al percatarse que ya nadie habla francés repetiría “¡se los dije!”.

 

En los dos extensos libros que Tocqueville publicó en 1835 y 1840 titulados De la démocratie en Amérique (La democracia en América), dice a sus lectores cómo él, un hombre de ascendencia noble concluyó tempranamente en su vida que la Revolución Francesa había terminado con la era de la aristocracia feudal —y no sólo en Francia. Tocqueville predice que el futuro es el de una sociedad democrática, debido a que el desarrollo de la igualdad de clases es un fenómeno universal y duradero. En Francia, escribe, la revolución democrática destruyó rápidamente a la vieja sociedad aristocrática y de entre los escombros surge un nuevo orden del que espera poco beneficio ya que la nueva libertad aún carece de marco moral:

 

 

“El prestigio del poder regio se ha desvanecido, sin haber sido reemplazado por la majestad de las leyes. En nuestros días, el pueblo menosprecia la autoridad; pero la teme, y el miedo logra de él más de lo que proporcionaban antaño el respeto y el amor.

 

[…]

 

El pobre ha conservado la mayor parte de los prejuicios de sus padres, sin sus creencias; su ignorancia, sin sus virtudes; admitió como regla de sus actos, la doctrina del interés, sin conocer sus secretos y su egoísmo se halla tan desprovisto de luces como lo estaba antes su abnegación”.

 

 

Continúa:

 

 

“Muy cerca veo a otros que, en nombre del progreso y esforzándose en materializar al hombre, quieren encontrar lo útil sin preocuparse de lo justo, la ciencia lejos de las creencias, y el bienestar separado de la virtud. Se llaman a sí mismos los campeones de la civilización moderna, y se ponen insolentemente a la cabeza, usurpando un lugar que se les presta y del que los rechaza su indignidad”.

 

 

En esta falla de la historia europea, sin embargo, un nuevo mundo emergía al otro lado del Océano Atlántico, un mundo sin el agobio de siglos de historia, ni de la anarquía que corría desenfrenada entre las ruinas del viejo orden. De ahí que Alexis de Tocqueville decidiera viajar a Estados Unidos en 1831, para ver con sus propios ojos cómo funcionaba una sociedad verdaderamente democrática. “Quise encontrar en ella enseñanzas que pudiésemos aprovechar”.

 

 

Durante su viaje por el inmenso continente, Tocqueville vio un mundo social diferente, uno ciertamente menos magnífico que la vieja Europa, un lugar en donde la erudición práctica era mucho más valorada que la filosofía (“creo que no hay otro país en el mundo civilizado que se ocupe menos de la filosofía que los Estados Unidos”), una sociedad que era materialista e individualista y al mismo tiempo tan religiosa que, sin embargo, tenía un poderoso sentido de comunidad. El aristócrata francés llegó a la conclusión de que la democratización del mundo no sólo era imposible de detener, sino que la democracia misma podía hacer florecer una civilización que apreciara más el valor de cada individuo que el mundo feudal y aristocrático en el que él había crecido. Podía, porque había percibido una amenaza mayor en esa misma democratización. Hacia el final del relato de sus viajes, Tocqueville lo expresa así:

 

 

“Creo entonces que la especie de opresión por la cual se amenazan las naciones democráticas es diferente a cualquier cosa que haya existido antes del mundo: nuestros contemporáneos no encontrarán ningún prototipo en sus recuerdos.

 

Estoy intentando elegir una expresión que transmita con precisión toda la idea que he formado en ella pero en vano; las viejas palabras ‘despotismo’ y ‘tiranía’ son inapropiadas: la cosa misma es nueva; y como no puedo nombrarlo, debo intentar definirlo”.

 

Entonces, tan anticipadamente como lo fue en 1840, Tocqueville describió una distopía al explicar cómo una democracia se puede degenerar en una democracia de masas en la que la personalidad deja de existir y un sinnúmero de individuos forman una masa amorfa cual montón de hormigas. Una masa así está demasiado dispuesta a renunciar a su libertad y a someterse voluntariamente a un poder autoritario mientras ese poder la proteja, piense por ella y se asegure de que nada se interponga en el camino de una vida agradable. De Tocqueville fue el primero en prever una sociedad reducida a una colección de animales de rebaño descerebrados. Después nos topamos con esa misma imagen en las obras de Nietzsche, en El gran inquisidor de Dostoyevski; en Nosotros de Zamiatin; La rebelión de las masas de Ortega y Gasset y en Un mundo feliz de Aldous Huxley.

 

 

Debido a una profunda preocupación por el peligro que acecha dentro de cada forma democrática de gobierno, Tocqueville formula en la introducción de su libro el siguiente deber para la nueva élite:

 

 

“Instruir a la democracia, reanimar si se puede sus creencias, purificar sus costumbres, reglamentar sus movimientos, sustituir poco a poco con la ciencia de los negocios públicos su inexperiencia y por el conocimiento de sus verdaderos intereses a los ciegos instintos; adaptar su gobierno a los tiempos y lugares; modificado según las circunstancias y los hombres: tal es el primero de los deberes impuestos en nuestros días a aquellos que dirigen la sociedad”.

 

 

II

El 4 de julio de 1776, cuando se ratificó la Declaración de Independencia redactada por Thomas Jefferson, sus signatarios estaban conscientes de lo que su nuevo mundo podría llegar a ser y lo que debería ser. En febrero de ese año, en su panfleto El sentido común, Thomas Paine había pedido que los Estados Unidos se independizara de la tiranía de la monarquía británica, y entre sus argumentos estaba el siguiente: “En nosotros está el poder de comenzar el mundo nuevamente”. En esa oración los Padres Fundadores de los Estados Unidos expresaron su fe en la nación, una fe compartida por todos aquellos que querían comenzar una nueva vida en el nuevo mundo. Aquellos que emigraron a los Estados Unidos para escapar la persecución religiosa, como los Cuáqueros, lo vieron y lo elogiaron como el país donde una nueva Jerusalén, una ciudad sobre la colina, sería construida para la humanidad, para cumplir la visión bíblica de una sociedad temerosa de Dios y amante de la paz. Los propios fundadores, casi todos ellos representantes de los ideales de la Ilustración europea, no necesitaban de la Biblia ni de Dios para definir exactamente qué tipo de nuevo mundo tenían en mente: una visión moral con la libertad como concepto clave. Personas de todo el mundo serían bienvenidas allí a formar juntos una sociedad libre. En las palabras de un futuro presidente de los Estados Unidos, Franklin Roosevelt, habría al menos cuatro libertades: libertad de expresión, libertad de religión, libertad de miedo, libres de pobreza.

 

Esa es la razón por la que los Estados Unidos necesitaba ser una democracia. Sólo una democracia respeta la creencia de que “todos los hombres son creados iguales” y protege la libertad del individuo.

 

Esa es también la razón por la que la Guerra Civil que estalló en 1861 fue inevitable. Había un abismo demasiado ancho entre la visión moral de la Declaración de Independencia y la horrible realidad de una sociedad esclavista con su creencia profundamente arraigada, particularmente en los estados sureños, de que las personas de color nunca podrían ser iguales a los blancos. El presidente Lincoln no tenía opción. Si quería salvar el espíritu democrático manteniendo la armonía en la Unión y al mismo tiempo poner fin a la esclavitud —incompatible como era con todo lo que los Estados Unidos debía ser de acuerdo con su Declaración de Independencia y su Constitución— tendría que declararle la guerra a los estados del sur que se negaban a permitir la igualdad y la libertad para todos.

 

Más de ochocientos mil hombres perdieron sus vidas en cuatro años de Guerra Civil. Después de la Batalla de Gettysburg en julio de 1863, en la que miles de jóvenes murieron, se decidió consagrar parte del campo de batalla como cementerio nacional. El presidente fue invitado a decir unas palabras para conmemorar la ocasión. Era el 19 de noviembre y una multitud de cinco mil se concentró a experimentar un momento extraordinario.

 

Lincoln no dijo mucho. Fue uno de los discursos más cortos en la historia política. Pero cada palabra que pronunció estaba tan cargada de significado que su discurso del 19 de noviembre de 1863 continuará reverberando a lo largo de los siglos. Él logró restaurar el significado moral del concepto de la democracia haciendo que cada palabra llegara al corazón.

 

 

Hace ochenta y siete años nuestros padres crearon en este continente una nueva nación, concebida bajo el signo de la libertad y consagrada a la premisa de que todos los hombres nacen iguales.

 

Hoy nos hallamos embarcados en una vasta guerra civil que pone a prueba la capacidad de esta nación, o de cualquier otra así́ concebida y así dedicada, para subsistir por largo tiempo. Nos hemos reunido en el escenario donde se libró una de las grandes batallas de esta guerra. Vinimos a consagrar parte de este campo de batalla al reposo final de quienes han entregado su vida por la nación. Es plenamente adecuado y justo que así lo hagamos.

 

Sin embargo, en un sentido más amplio, no podemos dedicar, no podemos consagrar, no podemos glorificar este suelo. Los valientes hombres que aquí combatieron, vivos y muertos, lo han consagrado muy por encima de nuestro escaso poder de sumar o restar méritos. El mundo apenas advertirá, y no recordará por mucho tiempo lo que aquí se diga, mas no olvidaraá jamás lo que ellos han hecho. Nos corresponde a los que estamos vivos, en cambio, completar la obra inconclusa que tan noblemente han adelantado aquellos que aquí combatieron. Nos corresponde ocuparnos de la gran tarea que nos aguarda: inspirarnos en estos venerados muertos para aumentar nuestra devoción por la causa a la cual ellos ofrendaron todo su fervor; declarar aquí solemnemente que quienes han perecido no lo han hecho en vano; que esta nación, bajo la guía de Dios, vea renacer la libertad, y que el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo no desaparezca de la faz de la tierra.

 

 

III

En la mañana del 15 de abril de 1865, los periódicos neoyorquinos reportaron que le habían disparado al presidente la noche anterior y había muerto a causa de las heridas en las primeras horas. El poeta Walt Whitman leyó los reportes desde su casa en Brooklyn y se sintió destrozado. Ya no podía comer, no podía pensar y caminaba aturdido a través de una ciudad sumida en el duelo. Las tiendas estaban cerradas; las calles estaban en silencio. En su juventud, Whitman se había ganado la vida trabajando como periodista y desde entonces había tenido una opinión baja respecto al mundo de la política. Frustrado por la incompetencia y la corrupción de la clase política que en su opinión había pervertido el ideal democrático de los Padres Fundadores, en 1856 escribió un panfleto llamado ¡La decimoctava presidencia! en la que bajo el título “¿Quiénes son ellos personalmente?” describió a la élite política como “funcionarios, ladrones, proxenetas, conspiradores, cazadores de esclavos, ladrones de cadáveres, espantagustos, ciegos, sordos, escoria y nacidos vendedores de la libertad de la tierra…”. Sin embargo, Abraham Lincoln no era como ellos. En Lincoln, Whitman vio la encarnación de su propio ideal democrático, como ya se describía en la Declaración de Independencia y en la Constitución, y en su elogio a los Estados Unidos en su colección de poemas Hojas de Hierba:

 

 

Cómo su vida ha pasado al robusto heredero que se aproxima,
El cual también será el más proporcionado a su época. […]
Cuando América ejecute lo prometido, […]
Cuando recorran estos Estados cien millones de personas espléndidas, […]
Anuncio a la justicia triunfante,
Anuncio intransigentes igualdades y
libertades,
Anuncio la justificación de la sinceridad y la
justificación del orgullo. […]
Anuncio majestades y esplendores que harán palidecer a todas las políticas de la tierra.

 

 

Después de la muerte de Lincoln, Whitman vio el rápido descenso de los Estados Unidos a un país que era una democracia en papel pero donde el espíritu había menguado. Ciertamente todas las instituciones políticas todavía existían, pero Whitman sabía que eran insuficientes para la preservación de la democracia. Se vio forzado a concluir que el espíritu democrático había sido hecho a un lado para hacer espacio al materialismo, egotismo y racismo desvergonzados, a la estupidez, vulgaridad, conformismo y la falta de solidaridad. Esa es la razón por la que en 1871 Whitman publicó sus Perspectivas democráticas. El libro es tanto una acusación de los abusos de los Estados Unidos como un llamado apasionada para nunca olvidar que “el propósito de la democracia es que la máxima libertad debe convertirse en ley […] y la bondad y la virtud seguirán a la libertad”.

 

Exactamente veinte años antes, su mentor y amigo paternal Ralph Emerson había dado un brillante discurso en respuesta a la aprobación de la controversial Ley de Esclavos Fugitivos. Whitman subrayó las siguientes líneas de ese discurso y las memorizó:

 

 

“La libertad nunca es barata. Se hace difícil, porque la libertad es el logro y la perfección del hombre. Es un hombre acabado; ganando y otorgando el bien; igual ante el mundo; se siente bienvenido en la Naturaleza y lo dignifica; el sol no ve nada más noble y no tiene nada que enseñarle. Por lo tanto, se deben superar montañas de dificultades, se debe hacer frente a pruebas severas, se deben remediar con una cuarentena de calamidades las artimañas de seducción, los peligros, para medir su fuerza antes de que se atreva a decir: soy libre”.

 

 

Sabiendo que la libertad política por sí sola nunca es suficiente para preservar la democracia, Whitman creía que un clima mental diferente tendría que venir, una época en la que —con la ayuda de la literatura y la poesía— las palabras tendrían significado conferido en ellas de nuevo, Estados Unidos recuperaría su verdadero espíritu y las masas de individuos irreflexivos, mediante un ejercicio de nobleza de espíritu, se transformarían en la comunidad de personalidades libres y conscientes de la que Emerson había hablado tan elocuentemente. Entonces, y sólo entonces, Estados Unidos podría ser, en palabras de Lincoln, “la última y mejor esperanza de la tierra”. Entonces, y sólo entonces, podría haber un mundo que fuese democrático y seguir siéndolo.

 

 

IV

Tras sólo una semana de su llegada a Nueva York el 21 de febrero de 1938, a bordo del Queen Mary, Thomas Mann viajó en tren a Chicago el primero de marzo para impartir su conferencia titulada La victoriosa llegada de la democracia ante un público de más de cuatrocientas personas. Le dijo al público estadounidense que desde principios de la década de 1920, en Múnich, su ciudad natal, él había sido testigo del ascenso de Hitler, viendo de primera mano un movimiento fascista que llegaba al poder en Europa. Basado en esta experiencia, quería advertirle a los estadounidenses y quería recordarles lo que Walt Whitman le había enseñado desde que comenzó a leer la obra del poeta en 1922.

 

 

“De acuerdo con su definición literal, la democracia es una cuestión de las instituciones, de la libertad de voto, de la libertad de expresión, de la voluntad del pueblo. […] Pero esa no es la esencia de la democracia. Su esencia es un ideal espiritual y moral. La verdadera democracia es una forma de gobierno y de sociedad que se inspira más que cualquier otra en el sentido y la conciencia de la dignidad de la humanidad. La democracia auténtica exige una conciencia social; necesita ser una socialdemocracia si quiere luchar contra los excesos del capitalismo y del liberalismo amoral, contra la desigualdad social y la injusticia. Una democracia así cultivará la grandeza del hombre al encontrar su expresión en el arte y la ciencia, en la pasión por la verdad, la creación de la belleza y la idea de justicia. Donde el espíritu de la democracia está ausente, donde existe sólo de nombre, eventualmente sucederá lo mismo que ha sucedido en la Europa fascista: se convertirá en una democracia de masas”.

 

 

Mann había visto al espíritu de la democracia desaparecer en una sociedad de masas en la que la estupidez, el kitsch, la vulgaridad y el más bajo de los instintos humanos dominaban, donde demagogos eran bienvenidos junto con sus mentiras y sus políticas de resentimiento. Había visto la incitación a la ira y al miedo, a la xenofobia, había atestiguado la necesidad de chivos expiatorios y del odio a la vida intelectual. En una sociedad de masas la democracia muere, mientras que el fascismo, el espíritu antidemocrático, toma el control. Para prevenir que el fascismo llegara a los Estados Unidos, las personas necesitaban darse cuenta de que “el propósito de la auténtica democracia es elevar a la humanidad, enseñarle a pensar, liberarla —su objetivo, en una palabra, es la educación, una educación en la nobleza de espíritu”.

 

 

V

Setenta años después, estamos obligados a admitir que la democracia en la era de Trump no es la democracia que Thomas Mann, Walt Whitman, Abraham Lincoln y los Padres Fundadores de los Estados Unidos tenían en mente. En vez de elevar a las personas, está facilitando un embrutecimiento continuo por parte de los medios masivos de comunicación y del sistema educativo.

 

En vez de igualdad de oportunidades e igualdad de derechos, existe una creciente desigualdad y una creciente exclusión.

 

En vez de cultivar valores morales y espirituales tales como la razón, la verdad, la belleza y la justicia, nuestra cultura comercial compromete nuestros instintos más básicos y promueve sólo sus propios intereses y valores: productividad, eficiencia, utilidad y materialismo agresivo.

 

En vez de compasión, hay resentimiento, racismo, miedo y odio.

 

En vez de una búsqueda por la calidad, hay una demanda de cantidad y todo se mide en términos numéricos que determinan su “utilidad”.

 

En vez de una discusión política e intelectual seria sobre el camino a seguir, sobre cómo crear juntos una sociedad mejor y más decente, no hay más que tribalismo político, expresado en tuits, eslóganes y propaganda, mera construcción de imagen a través de la incriminación.

 

En vez de amor a la sabiduría, hay una obsesión con los datos y la información.

 

Tras descartar como irrelevante una educación liberal que nos proporcionaría la sabiduría y el coraje para ayudarnos a ser libres, a elevarnos más allá de nuestros miedos, instintos y peores deseos, a liberarnos de los lados estúpidos, patéticos y frustrados de nosotros mismos para poder vivir en la verdad, para crear belleza, para hacer justicia y tener compasión, optamos por excluir de la educación todo excepto la ciencia, la tecnología y los negocios.

 

 

VI

Treinta años después de la caída del Muro de Berlín, un nuevo muro se está construyendo. Lo escrito en ese muro dice que la era de Trump presagia el regreso del fascismo. No deberíamos sorprendernos. Ya en 1947, tanto Albert Camus como Thomas Mann, independientemente el uno del otro, emitieron la misma advertencia: la guerra puede haber terminado, pero el fascismo no se ha ido. Puede volver.

 

Como en un festival de tontos, muchos académicos y expertos siguen en negación y quieren hacernos creer que lo que estamos enfrentando ahora es “populismo” —lo que sea que eso signifique—, mas no fascismo. Esa actitud se basa en el desconocimiento de lo que nos enseñaron pensadores y artistas como Mann, Camus, Levi, Croce y Fromm, que vivieron la era fascista del siglo XX: no hay ideología detrás del fascismo y nadie puede definirlo. No volverá con uniformes negros y negará inevitablemente que es fascismo —feliz como está con la fiesta de los tontos de hoy en día—, pero sus características serán las mismas de siempre.

 

El fascismo puede ser reconocido como el hijo bastardo de la democracia que ha perdido su espíritu y se presenta a sí mismo como una religión étnica. Su líder adoptara la apariencia de un anti político, un nuevo mesías que promete curar a la sociedad de todos sus males, sabiendo muy bien cómo explotar la debilidad humana, el resentimiento, el miedo, el odio, la xenofobia, la codicia, el hambre de autoridad y la obsesión por una identidad étnico-nacional.

 

El fascismo es un espíritu antidemocrático que usa la carta de la democracia para destruir el espíritu de la democracia que cultiva la dignidad y la libertad de cada ser humano. La prensa libre será entonces condenada como “enemiga del pueblo”. El arte, el esfuerzo intelectual y la vida de la mente serán despreciados. Los jueces independientes serán declarados sospechosos y reemplazados por miembros del partido. Se utilizará un sinfín de propaganda para manipular los hábitos y las opiniones de la gente. La retórica racista y la división de la política actual del miedo y el odio, poco a poco, incitarán cada vez más a una violencia eventualmente imparable en esa sociedad y en el resto del mundo.

 

 

VII

Hace medio siglo, en 1969, en la película Buscando mi destino, George Hanson (interpretado por el joven Jack Nicholson) comenta con tristeza: “Sabes, este solía ser un país tremendo. No puedo entender qué le salió mal”.

 

 

Bueno, nosotros sí podemos.
Ahora la pregunta es ¿qué se debe hacer?

 

 

Más activismo por sí sólo no servirá. La noción de que una democracia puede arreglarse como si lo que está mal es un error en el sistema es una peligrosa fantasía. La idea de que cuando Trump abandone el escenario político, el fascismo en los Estados Unidos desaparecerá es una ilusión. No llamar las cosas por su nombre, no usar la palabra con “f” porque “la palabra fascismo se ha convertido en una palabra tan contaminada” es tan tonto como renunciar al término “democracia” que es, después de todo, la palabra más explotada en la historia moderna.

 

¿Qué se debe hacer? ¡Aprender de las lecciones de la historia! El filósofo español-estadounidense George Santayana tenía razón al señalar: “Aquellos que no recuerdan el pasado están condenados a repetirlo”.

 

 

Aquí hay dos lecciones para empezar.

 

La primera lección es que debemos usar la educación liberal y el empoderamiento de las personas para restaurar el significado original de la democracia como la concebían Mann, Whitman, Lincoln y los Padres Fundadores de los Estados Unidos. Necesitamos enseñar democracia como un espíritu aristocrático que da expresión a lo mejor en la naturaleza humana, que se esfuerza por elevarnos a la grandeza humana y crear un mundo en el que la verdad, la justicia, y la libertad para todos tendrán un hogar.

 

La segunda lección es que sólo al revivir el espíritu democrático, que es la nobleza de espíritu, podremos luchar en contra de esta época y prevenir el regreso del fascismo.

 

 

Traducción de Sofía Danis

 

FOTO: Un empleado público limpia la estatua del ex presidente Abraham Lincoln en la ciudad de Washington D.C., después de los disturbios del Capitolio. /AFP

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