Después de escuchar la música de Mario Lavista
POR ÁLVARO MUTISEl aire se serena
y vista de hermosura y luz no usada.
Fray Luis de León
Ni aquel que con la sola virtud de su mirada
detiene el deslizamiento de los glaciares
suspensos, por un instante, en su desmesurada
blancura, antes de la avalancha desbocada
en el vértigo de sus destrucciones.
Ni aquel que alza un fruto partido por la mitad
y lo ofrece a la vasta soledad del cielo
en donde el sol establece
su abrasadora labor a la hora de la siesta.
Ni aquel que mide con minuciosa exactitud
los espacios del aire, las zonas donde la muerte
acecha con su ciega jauría y que es el mismo
que maneja la espada y reconoce
en las manchas irisadas de la hoja
un veredicto inapelable, instantáneo y certero.
Ni aquel que implora una limosna
bajo los altos soportes de piedra
en donde el eco repite sus súplicas,
libres de la vanidosa aflicción del pudor.
Ni aquel que sube a los trenes
sabiendo que no ha de volver
porque el regreso es un espejismo deleznable.
Ni aquel que acecha al amanecer el paso
de raudas migraciones que, por un instante,
pueblan el cielo con la sombra de su tránsito
anunciador de monzones y de pardas desventuras.
Ni aquel que dice saber y calla
y con su silencio apenas logra alejarnos
de estériles maquinaciones sin salida.
Ni ningún otro que intente exhibir
ante nosotros la más especiosa y letal
de esas destrezas que le son dadas ejercer
al hombre para orientar el sino
de sus disoluciones y mudanzas.
Nadie, en fin, conseguirá evocar
la despojada maravilla de esta música
limpia de las más imperceptibles huellas
de nuestra perecedera voluntad de canto.
De espaldas al mundo, al polvo,
al tibio remolino de nostalgias y sueños
y de efímeras representaciones,
esta leve fábrica se levanta
por el solo milagro de haber vencido
al tiempo y a sus más recónditas argucias.
Apenas escuchada, se transforma,
cambia de lugar y nos sorprende
desde un rincón donde jamás
sospechamos que se diera.
No tiene signo este don de una eternidad
que, sin pertenecernos, nos rescata
del uso y las costumbres,
de los días y del llanto ,
del gozo y su ceniza voladora.
Imposible saber en qué parcela del azar
agazapada esta música destila
su instantáneo licor de transparencia
y nos lleva al borde de un océano
que sin cesar recrea en sus orillas
la dorada permanencia de las formas.
Del diálogo del cristal y del oboe,
de lo que el clarinete propone como huída
y la flauta regresa a sus dominios,
de lo que las cuerdas ofrecen como enigma
y ellas mismas devuelven a la nada,
sólo el silencio guarda la memoria.
No sabemos y en nuestra conquistada resignación
tal vez está el secreto de ese instante
otorgado por los dioses
como una prueba de nuestra obediencia
a un orden donde el tiempo ha perdido
la engañosa condición de sus poderes.
*Publicamos este poema con la autorización de Carmen Miracle, viuda de Álvaro Mutis
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