Dones terrenales y dádivas poéticas

Abr 30 • destacamos, principales, Reflexiones • 3349 Views • No hay comentarios en Dones terrenales y dádivas poéticas

Dionicio Morales, en sus cincuenta años de escritor

POR JOSÉ HOMERO

 

Hay un hermoso opúsculo publicado por Miguel Ángel Porrúa en 1995: Primacías de México y sus dádivas al mundo. En esta obra de divulgación no falta de gozo literario, Gutierre Tibón, reúne, como en un arcón decembrino, varios de los frutos y animales que nuestro país aportó a la cultura universal. En el título resuena un eco: Dádivas de México al mundo (1965). Lo curioso es que su autor, Heriberto García Rivas, menciona al sabio milanés de ascendencia judía como uno de los decididos difusores de “los tesoros de México y las aportaciones de nuestro país a la cultura del mundo”.

 

La eufonía de dádivas está en consonancia con su significado: acto de dar, don. Procede, como sabemos, del vocablo latino “dativa”, plural de dativum, “donativo”. Del cinturón semántico destaco la acepción jurídica: dativa, que se da o asigna. Y una asignación antigua: la dádiva como acto de alguien de gran jerarquía, de ahí la conversión de adjetivo en epíteto: príncipe dadivoso. Una somera hojeada a nuestros clásicos nos enterará que a menudo dádivas aparece junto a la gracia y providencia divinas. ¿No acaso uno de los pasajes más comentados para dilucidar la situación del hombre con respecto a Dios es obra de otro Dionicio (A quien llamaron Seudo porque Dionicio sólo hay uno y se apellida Morales), quien indica: “Toda dádiva buena y todo don perfecto viene de lo alto”? (Jerarquía celestial).

 

 

En Dádivas, obra clásica de Dionicio Morales, confluyen esos dones de México al mundo pero igualmente la filiación jerárquica. De ahí su escueta división: Flores, Frutos, Animales, apartados de lacónico título, como si fuera justamente uno de esos tratados de la imaginación ilustrada, que exponen de manera sucinta, las noticias sobre tierras desconocidas. Mucho hay por ello de una elegancia antigua, de donosa dicción, en este volumen aparecido por vez primera en 1995, en edición ejemplar de Mario Bojórquez (Los Domésticos, 1995).

 

Abordar el volumen desde la perspectiva primaria del elogio implica la exultación divina.

 

 

Para ejemplo, los primeros poemas de flores toman dicha meta: “Su encumbramiento aéreo es una maldita provocación de gloria al infinito” (“Orquídea”); “Su oval arquitectura encierra la eucaristía del trópico” (“Pitahaya”); “Humildísima, vivaz ofrenda al creador” (“Nochebuena”); “El encarnado y el cárdeno son las palabras de un Dios ciego que pregona su verdad en la tierra” (“Buganvilia”). Los versos transcriptos sin embargo no establecen un sentido único sino polivalente, diríase, más rico, por complejo, de la relación entre Dios y el hombre. Así notamos que el movimiento es no sólo de arriba hacia abajo, como indicaría una visión tópica de dones del creador a la tierra, sino también de abajo hacia arriba (el encumbramiento de la orquídea); las flores además de regalos del creador son ofrendas de la tierra a Dios (“Nochebuena”). La mencionada distinción escolástica entre dádiva y don sustenta que el creador ha ofrendado a su criatura la riqueza terrenal, la de la naturaleza, y otorgado criterio para que por sí mismo alcance los dones, las virtudes que lo acercan a Dios. Dádivas nos revela que no todos los frutos son legado del creador sino que es la tierra la que celebra a éste. Es en el fruto, en este caso la pitahaya, donde se encuentra la eucaristía, no en un espacio trascendente. Alabanza al hálito divino presente en los elementos más terrenos, Dádivas propone una metafísica, si la hay, de la terredad antes que de los espíritus, de los sentidos más que de las ideas.

 

 

Si el movimiento y el sentido de la dádiva invierten la jerárquica relación del don divino denotando ya una lectura terrena (la eucaristía sucede en el trópico, no arriba), “Buganvilia” ratifica cierta visión gnóstica latente en la poesía entera de Dionicio: el Dios de este universo es a ratos indolente, en otros indiferente, no pocas veces cruel. Por ello los colores de la buganvilia delatan a un Dios ciego antes que a un Dios supremo. ¿Cómo juzgaría este atributo Agustín de Hipona para quien Dios se multiplicaba en propiedades como grande, bueno, sabio, bendito, verdadero? “El árbol”, poema incluido en el libro circunvecino Estaciones rotas, asienta:

 

Unas ramas medio verdes, amarillentas,

se alzan indolentes en el día, en la noche,

con lluvia o sol, entre una y otra

calamidad que un Dios ciego descarga

irreverente sobre su sabio tronco.

 

 

Flores, frutos y animales proponen un diálogo con el creador, el hombre y el mundo. De igual forma, el poeta entabla, a través de sus frutos, un diálogo con  el mundo y con la divinidad. Pasamos entonces de una relación de jerarquía entre el creador y las criaturas, a una relación de igualdad. Más que una visión religiosa, en la cual el hombre no puede acceder a Dios –así lo dilucida Duns Escoto–, una rica y fervorosa atmósfera de religamiento, de reencuentro entre los seres y el creador, sin importar a qué credo se atribuya esta visión. Misticismo sí pero sensual.

 

 

Lujo y lujuria en las sensaciones

Los dones reunidos en esta suerte de Wunderkammer, con sus atingentes cámaras de vegetalia, mineralia y animalia, se enuncian desde una perspectiva, una mirada, una aceptación. Y ésta es humana. No se pretende la visión ideal, reminiscente platónica, escrutación de la trascendencia, sino de cifrar mediante los sentidos. Por tal razón, flores y frutos y en menor medida los animales se definen por su recepción humana. Y por ello, resignándonos la facilidad del juicio, diremos que la poesía dionisiaca establece más una erótica que una mística. Lujo natural que deviene en lujuria. Si para Carlos Pellicer, el licor de la guanábana evocaba el semen, para Morales hay una honda carnalidad en los frutos, incluso más allá del intertexto:

 

 

Licor de

dioses impiedosos en la lascivia de

la criatura humana

(“Guanábana”, 52)

 

 

Reminiscencia del coito en la forma y en la relación de frutos y degustación. No sólo la guanábana escrotal, también el tomate, el cacahuate, el chile, la guayaba connotan atributos de lujuria pasando de la exaltación de los sentidos al júbilo orgiástico, orgásmico:

un relámpago preso en la

severísima carnalidad de la lujuria

 

(“Chile”, 38)

Late en su

asadura la anegada sensualidad de un

fruto prohibido que al estallar derrama sus

mieses sin recato en orgiásticas y lúbricas

esencias

(“Tomate”, 74)

 

 

Hay referencias sicalípticas a las formas sinuosas (“Guayaba”) o a la dureza que adquieren ciertos frutos (“Chile”, “Camote”, “Cacahuate”), lo que además de propiciar una erotización del sentido del gusto implica también la relación entre el sujeto y su objeto: el chile y el camote deleitan por su dureza (chile: “su reciedumbre es una terca y repetida delicia a los sentidos”) pero a su vez el camote sólo se pone duro con el deseo de quien lo engulle, lo que indica que los frutos, en cierta lectura idealista, son también frutos de la experiencia del hombre. Que no se piense que la erótica está en la experiencia: la propia guayaba se concibe como un fruto andrógino:

 

 

La carne y la semilla son una devota conjunción

de almas frutales.

(“Guayaba”, 76)

Establecido el diálogo, los nodos entre dos puntos, sean el creador y los dones, entre los frutos y el hombre, es decir, el sujeto que da fe de la experiencia, sucede entonces una pletórica explosión de direcciones o valencias. No sólo es el creador quien otorga dones, los frutos se convierten en ofrendas para él; no sólo es el fruto el que alimenta al hombre, éste al experimentarlo lo crea; y de igual modo, los animales ilustran un devenir humano, una conversión del destino, de ahí que el mejor emblema de la historia termine siendo el cocodrilo.

 

 

La diferencia entre los elementos que aporta cada reino se corresponde con distintos dominios. Si las flores encausan una relación divina, los frutos una correspondencia erótica, los animales siendo tan terrenos y diríamos tan pregnantes devienen los misteriosos arúspices de la obra humana. Las correspondencias no atraviesan aquí por los sentidos sino por la trama del imaginario. El quetzal ilustra los sueños, el zopilote recoge los augurios del cielo, el mono araña tiene una mirada cuajada de nostalgias. Sueños, augurios, nostalgias sensaciones y correspondencias, más síquicas, del alma incluso que de las propiedades o actos.

 

 

Su cuerpo se abandona al delirante

oficio de irisar los sueños de los hombres

(“Quetzal”, 88)

En su ánima oscura brillan, como

señales de humo, los augurios del cielo

(“Zopilote”, 90)

 

 

La orgía sensual

Una cualidad asociada al poema en prosa desde su refinamiento por el gran poeta de El spleen de París y de Los pequeños poemas en prosa, ha sido la sinestesia. Al punto que el propio Charles Baudelaire cimentó en la alteración el eje de su poesía. Podemos conjeturar que si la exposición de Dionicio ofrece una disolución jerárquica y una lectura casi diríamos rebelde, saturnina, de la habitual concepción de la naturaleza, el hombre y su creador, el modo en que se manifiesta es justamente en la mezcla, en la confusión de los elementos. Dos puntos ordenan esta experiencia. Por una parte, la carnalidad inherente a la fruición: sensualidad en el disfrute del chile, el camote, el tomate, la guanábana, la guayaba. Asunción del don de la tierra como una desviación/derivación de la cópula, sublimación del deseo. Pero hay también otro punto, que se advierte con mayor precisión en la concepción del animal. Si las flores imbrican una esencia aérea, espiritual, los frutos contienen en sí el deseo, son los animales, tan cerca del hombre, quienes además de concentrar estados de ánimo sicológicos (augurios, nostalgias, atavismo), entrañan la música. Podríamos decir entonces que los reinos naturales en Dionicio representan los órdenes como enfrentamos la existencia y asumimos nuestro lugar en el universo. Los animales se asocian con el hombre a través de cualidades y representando una actividad simbólica por excelencia: la música. Leamos de nuevo los poemas pautando los versos:

 

 

Plumaje sonoro

de largas, tenues estridencias

(“Quetzal”, 88)

En su ala derecha

una sinfonía pastoral murmura eternidades

(“Colibrí”, 96)

Con su cola prensil

se balancea musical, ufano de vivir

(“Mono araña”, 118)

En su cadencia musical, felina, la selva le heredó los ruidos

y silencios que habitan debajo de una hoja

o en toda su espesura.

(“Puma”, 108)

 

 

Volvamos a la experiencia sensual. Si hay un punto que nos conduce de la boca al sexo, de la fruición al orgasmo, hay asimismo una experiencia sinestésica en percibir los movimientos de los animales –su acecho, su vaivén– como música. Los movimientos del  puma compilan, como una sinfonía, los sonidos de la selva; el mono araña, al saltar de una rama a otra, manifiesta un gozo de vivir musical –escucho un allegro. En el colmo de la sinestesia y de la paradoja, el diminuto colibrí alberga una sinfonía pastoral al moverse. Agreguemos que esta ave, encarnación del instante, entraña en esa fracción milimésica, la eternidad.

 

 

Por ello uno de los recursos retóricos favoritos de Morales es, no sólo en este volumen, la sinestesia, la expresión de una experiencia sensual con los términos de otra experiencia. La orquídea es una brisa de color, el tezontle un suave zureo de palomas, en la esencia de la vainilla se encuentra un sabor a seda y terciopelos, el aguacate es una seda casi carne, la papa revienta en la garganta como un pedazo de sol. Por ejemplo, en una de sus mejores poemas, “La ciudad”, del volumen Las estaciones rotas, encontramos este verso excelente: “La lengua es un manto de sedas cardúmenes”. O estos otros: “Suena la luz de otros días sus cascabeles negros/anunciando el desastre”. Al paso: en la lista de los sentidos más recurrentes en la poesía, el tacto, un sentido que para Lessing sólo provocaba repugnancia, es el menos frecuente seguido por el gusto. En la poesía de Dionisio, habrá que corroborarlo, son justamente tacto y gusto los recursos sensuales. El poeta no cree en sentidos que no sepan.

 

 

La terredad que asienta la poesía de Dádivas opera finalmente en dos modos: por uno disuelve la jerarquía al otorgar primacía a las cosas, en este caso a los dones de la naturaleza por sobre el creador, y por otra la inmanencia horizontal al permitir un flujo horizontal, de intercambio, entre los sentidos y las sensaciones. La sinestesia termina a un tiempo uniendo las experiencias y a los seres (flores, frutos y animales con el hombre) y por el otro asentando una comunidad.

 

 

Poeta de la metáfora, de la prosodia que por pudor no se atreve a exhibir sus compases, Morales es también un poeta de la fiesta de los sentidos. Dádivas es uno de los grandes libros de poesía en prosa en el que la celebración donosa de la creación patria se convierte en una exultación de la sensualidad y en una meditación sobre el sitio del hombre. Para Ungaretti, la poesía era una dádiva. Dionicio lo demuestra con estos dones de la sensualidad. Por ello propongo: si el poeta celebra la creación, nada más cortés que corresponder a las dádivas con nuestro agradecimiento.

 

 

*FOTO: Dionicio Morales también es autor de los libros de poesía Herido de muerte natural y El último canto del cisne. Alex HP/ Cortesía: CNL-INBA.

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