Édgar Sosa: el rino y la coraza

May 2 • Conexiones, destacamos, principales • 4837 Views • No hay comentarios en Édgar Sosa: el rino y la coraza

 

POR GERARDO ANTONIO MARTÍNEZ

 

 

 

Tuxtla Gutiérrez. 21 de noviembre de 2009. Dos gladiadores de guardia derecha se enfrentan por el título de peso Mini Mosca del Consejo Mundial de Boxeo. Un mexicano y un filipino: Édgar Sosa y Rodel Mayol. Cincuenta kilos en promedio por cada boxeador. Sosa, de calzoncillo negro, ha entrenado durante meses para esta pelea en el amplio camellón de la avenida Eduardo Molina, en el barrio de Aragón, una de las zonas más peligrosas del Valle de México. Mayol, apadrinado por el comemexicanos Manny Pacquiao, su paisano e impulsor en los circuitos del boxeo profesional, ha ganado sus últimas tres peleas por knock out en los que anticipó cabezazos demoledores a sus oponentes.

 

Las luces del pasillo que conduce al ring ilumina la presencia de los peleadores. Una ebullición de gritos, porras, aplausos y suspiros giran sobre el hijo de la colonia Constitución de la República. Las matracas truenan para abrazar a su campeón que ahora defiende por décima vez el título mundial de peso Mini Mosca.

 

Al filipino de mirada mustia los chiapanecos lo reciben con mentadas de madre. Su gallo es el chilango, el repartidor de agua purificada, vendedor de refacciones para máquinas de tortilla, taquillero en Cinemex, estudiante del CCH Vallejo, su gladiador, su hombre. En cada esquina, los equipos de cada púgil embarran medio bote de vaselina en las mejillas de sus muchachos. Édgar Sosa agita las mandíbulas y recibe el protector bucal.

 

“Un mexicano ejemplar que ha entrenado durante años en medio de la contaminación en el camellón de la avenida Eduardo Molina”, dice el doctor Alfonso Morales al momento de presentar a Sosa. Cronista veterano que ha acuñado frases memorables en la jerga del boxeo como ¡Enooorme! para anticipar la entrada de un ídolo, y la vía del cloroformo para referirse al knock out, Morales es parte de la estirpe de cronistas silvestres que no necesitaron reality shows ni promesas de estrellato.

 

Finaliza el primer round, la rutina, ejercicio de conocimiento, fintas. “Ahí te voy”, “¡Qué reflejos!”, “Cambio guardia”, piensa cada uno de los hombres que se enfrentan en medio de las dieciséis cuerdas. “Quiero que lo trabajes con tu mano derecha, engáñalo con que le vas a pegar abajo y le pegas arriba. Clávale gancho derecho y recta izquierda”, le insiste su manager El Ratón González.

***

 

 

Un triciclo, una docena de garrafones, pedaleo por cinco cuadras hasta la avenida Eduardo Molina y a repartir la mercancía. “¡El aguaaa!” Édgar Sosa recuerda que quince días después de la pelea contra el filipino Rodel Mayol estaba vendiendo garrafones de agua. A este ex campeón de peso Mini mosca no lo apantallan las tentaciones por las que muchos de sus antecesores han perdido el piso. Ni los abrigos de piel de cuyo, ni las ofertas para comprar un volcán, ni las mujeres, ni las ofertas políticas lo han mareado. Lo suyo es la familia y sus negocios: un gimnasio de reciente apertura y la repartición de agua en las colonias aledañas a la colonia Constitución de la República.

 

La cita es temprano a las afueras del Vips de San Juan de Aragón. Antes de platicar de manera formal sobre sus años en el pugilato nos lleva a bordo de su camioneta Voyager a su terruño, un punto intermedio entre la estación del Metro Martín Carrera y la avenida Eduardo Molina. Lo acompaña Fernando, un experimentado vendedor de anuncios en los diarios capitalinos que desde hace algunos años reparte su tiempo entre la chuleta publicitaria y como personal de apoyo del pugilista.

 

Los rumbos de la Díaz Mirón, El Coyol, Martín Carrera hasta la Gertrudis Sánchez sobre el camellón de la avenida Eduardo Molina son una pasarela de deportistas. Los que no trotan toman clases de karate, jalan barras o golpean las colchonetas gobernadoras a guantazos o patadas de Tae Kwon Do. Aragón, que en lengua de este mundo significa “cuna de boxeadores que tiran caldo”. De estas mismas calles que llevan nombres de diputados constitucionalistas desde la guerra de Independencia, han salido algunas luminarias del boxeo mundial como El Ratón González y su hijo Jhonny González.

 

–¿De este gimnasio es del que tú saliste? –pregunto para entrar en la materia boxística.

–Sí, güey. Ahí empecé de chavo.

 

Este ex campeón mini mosca recuerda que su primera pelea como amateur acabó en un desastre. Cuenta que desde la fundación de la colonia Constitución de la República cada día cinco de febrero se hace la kermesse en las calles principales de ese barrio.

 

“Ya te imaginarás, ¿no? En esa esquina ponen las tacitas locas. En esa otra los globos con los dardos, más allá los juegos de las bombochas y el tiro al blanco. Yo tenía como quince años. Estaba a mitad de mi pelea sobre un ring que ponían en una esquina en medio de la feria cuando uno de mis primos se empezó a pelear con otro güey. Estábamos chavos, pero ya se hacía el desmadre. Todo fue porque mi primo empezó a andar con una chava de su secundaria. Bonita, la muchacha. Ya sabes, güerita, bien bonita. A unas cuadras para allá (señala hacia la avenida San Juan de Aragón) había un grupo de paracaidistas que llevaban años viviendo ahí. Les llamábamos ‘los de las casitas’. Entonces uno de ellos quería andar con esa chava y le echó pleito a mi primo. Ya sabes, se metieron otros a defenderlo y le echaron montón a mi primo, le entró mi jefe, mis carnales y se armó grandota”.

 

Édgar Sosa, el anfitrión, catafixia la oferta de una barbacoa. Le pedimos platicar en algún sitio donde acostumbre llevar a desayunar a su familia los domingos. Ni birria ni barbacha ni taco placero. En cambio ofrece recorrer su barrio. El punto medular, el Chicomoztoc de este guerrero que se define como una especie de Ave Fénix, es la calle Espiridión Moreno.

 

Allá reparan bombas de agua, acullá tapizan los muebles, o en ese sitio hacen trabajos de herrería y cancelería. Todo aquí. Nada falta entre la oferta de oficios y talleres. Como los hombres de maíz, su giro durante muchos años, sobre todo durante la adolescencia, fue la venta de refacciones para máquinas de tortillas.

 

“La verdad le he hecho a un poco de todo. Desde que me vine a vivir aquí con mi abuelita empecé en ese giro en mis ratos libres con uno de mis tíos. En esas fechas, a mediados de los 90, vivíamos en Coacalco. Neta que en esa época no había tanto transporte como ahorita. Perdía mucho tiempo para ir a la escuela y mejor me vine a vivir aquí con la familia”.

 

Sobre esa misma calle que desemboca a la colonia Díaz Mirón, la familia de este boxeador ha vivido al menos los últimos cuarenta años. Sosa señala la casa de su abuela, donde habilitó su cuarto de soltero y a dónde llevó a vivir a su primera esposa cuando aún adolescente se convirtieron en papás.

 

“Nos embarazamos bien chavos. Pues ya sabes, empecé a salir con ella y las tentaciones ahí están. Un día me preguntó si ya había probado de aquello. Le dije que no. Me preguntó si quería. Nos gustó y quedamos embarazados”.

 

La camioneta Voyager quiebra por una de las calles principales de la colonia Constitución. Llegamos al mercado. Si en los años 50 la Pepsi Cola repartió dosis de refresco con la frase maravillosa “El Ratón (Macías) dispara” estampada en el interior de sus corcholatas, hoy toca el turno de Ironman para disparar los jugos.

 

–¿Por qué te dicen Ironman?

***

 

A sus 35 años de edad, Édgar Sosa sabe el éxito se sostiene en el estado mental del boxeador. En la seriedad que dan los momentos de contemplación filosófica comparte sus premisas de la vida. Una alegoría es suficiente para saciar debilidades. El rinoceronte para él es una especie de animal tutelar, un nahual que le cuida las espaldas y le pica las costillas cuando tira la toalla. De memoria, recita algunas frases de Scott Alexander, autor del libro El Rinoceronte, en el que basa parte de sus mandamientos en el mundo del boxeo y en su vida diaria.

 

Tienes esa coraza de rinoceronte de dos pulgadas de espesor. Ocasionalmente te alcanzará alguno que otro disparo. No te preocupes. Eres un rinoceronte. Tu cuero es tan grueso que casi no los sientes. Quizás de vez en cuando te quiten un poco la respiración, pero rápidamente estás de pie cargando nuevamente y ¡más bravo que el diablo!

 

El rino es su pastor, nada le faltará.

 

La encargada del puesto de jugos entrega los pedidos en la barra. “Híjole, ¿pero me vas a cobrar, verdad?”, pregunta Ironman, el único apodo que la prensa intentó enjaretarle sin mucho éxito. La muchacha ríe y responde que el changarro no es suyo. Tiene que cobrarle.

 

Pero Édgar Alejandro Sosa Medina también ha vivido las de Caín, ha sufrido como la Madame Bovary que leyó en el CCH, y esquivó el primer golpe volado que le dio la vida. Acepta que vivió en el agua cuando estuvo chavo y que también pecó en alguna de las diez modalidades que sugieren los mandamientos.

 

“Afortunadamente yo conocí las drogas a una edad digamos que temprana, pero también tuve la oportunidad de salir del vicio al poco tiempo. Eso me ha dado la fortaleza para distinguir mis valores. La principal fortaleza que me sacó adelante fue mi hija”.

 

La próxima vez que ordene un par de boletos en el cine, trate bien al empleado de la taquilla porque puede ser el próximo campeón de peso mosca. Justo después del nacimiento de su primera hija, Édgar combinó las sumas y restas detrás en la boletería con los rounds de sombra, el brinco de la cuerda envuelto en puros hules para exprimir el último bocado de frijoles, el caviar de los pobres.

 

“Fue difícil cuando nació mi niña. Teníamos que comprar fórmula láctea. Estaba bien cara. Costaba como 300 pesos el botecito y se chingaba hasta dos a la semana. ¿Cómo crees que me iba a alcanzar con sueldo de mil 800 a la quincena, más el pediatra, la comida, los pañales”.

 

El hambre es canija y el recién papá se aplicó a ejercer las enseñanzas que otros empleados más experimentados de las salas de cine le compartieron para llevar centavos de más a su casa. La finanza consistía en la reventa de las entradas que a principios de los años 2000 aun permitía el sistema de emisión de boletería. Cuando la emergencia era apremiante vendían las cajas rellenables de palomitas por fuera del sistema. El metálico no entraba a la contabilidad y el efectivo iba a los bolsillos de los empleados. No era un crimen, sino una apuesta para llevar el pan a su familia. Ahí está el pan.

 

El trabajo en el cine le robaba las tardes al joven Édgar Sosa, pero las mañanas eran para su hija y el macheteo en el gimnasio Díaz Mirón, sobre el camellón de la avenida Eduardo Molina. Ahí, con las enseñanzas de Miguel Ángel El Ratón González, uno de los primeros entrenadores que le dieron el abecé del boxeo, Sosa exprimió las toxinas que los vicios y las malas compañías habían dejado en su cuerpo. La desintoxicación fue el primer paso en su entrada al deporte de las trompadas. Al mes llegó la primera oportunidad de un enfrentamiento profesional. “¿Así’”, le preguntó a su mánager. “Así”, le respondieron.

 

Tenía 21 años, una niña con meses de nacida que exigía atenciones, cuidados y servicios médicos, gastos que no se pagaban solos. Justo el primero de abril del 2000 subió a los encordados para enfrentar a César González en la Arena México en una función telonera de otros duelos estelares de esa noche.

 

El pago fue poco pero prometedor para mantener los gastos familiares, aunque confiesa que aun así la mayor tajada se la llevaban los promotores.

 

“Había días en que venía de entrenar, pasaba a la casa antes de irme a la chamba. Y órale, me empujaba una torta de frijoles y a darle de nuevo”.

 

Sobre los promotores dice que son un dolor de cabeza necesario para muchos boxeadores y que puede significar el despunte de una brillante carrera deportiva o la sepultura de una promesa de los encordados. Le menciono el caso de Al Haymon, que le ha robado buena parte de su cartera de clientes a Óscar de la Hoya, el Golden boy y al carismático Don King. Sosa conoce la dinámica de las peleas que circunda los espacios del combate y está convencido de que algunas peleas se definen desde antes del primer campanazo.

 

 

 ***

Suena la campana en Tuxtla aquel 21 de noviembre de 2009. Segundo round de fatídicos finales. No ha pasado ni un minuto. Los minúsculos gladiadores ejercitan el baile de las cuatro esquinas con demoledores golpes que arrastran y sacan chispas, las neurona, la sacudida, el rictus, capaces de tumbar un bisonte. El campeón receta dos volados al filipino, que no se arruga y avanza sobre el mexicano, que repliega de espaldas a su esquina. En una coreografía de la que no hubo ensayo, Édgar Sosa baja su guardia izquierda, prepara un golpe. El filipino echa el cuerpo para atrás. Puede soltar un derechazo, certero, mortal para el mexicano. Entre ceja, oreja y sien. Pero no. Rodel Mayol prefiere empujar el cráneo, punto occipital contra el pómulo izquierdo de Sosa. Las campanas suenan en el interior del gladiador chilango. No ha acabado el segundo round y está tocado. Va al suelo. Se retuerce. Reclama el cabezazo del pupilo de Pacquiao.

 

No pasa nada. Un punto menos para el filipino. Fue accidental, resuelve el referee, solución que cuestiona el doctor Alfonso Morales, la voz del contrapunto que no tarda en sacar tarjetas y antecedentes del filipino como un mañoso cabeceador. Sosa está tocado, se sabe perdido pero no se arruga. La pelea es suya. Ha entrenado mejor, tiene mejor técnica, mejor punch y un público chiapaneco que lo ha adoptado como hijo por una noche.

 

La lucha sigue. Sosa tiene la mirada troba, le flaquean las piernas. Sale al ruedo y lanza algunos golpes que el filipino esquiva con un juego de cintura. La garra chilanga se aferra a sostenerse pero Mayol inicia el empuje definitivo sobre su presa. Sosa ya no ve lo duro, sino lo tupido de los golpes que receta el gladiador asiático. Llegan a las cuerdas. Sosa está derribado, lo sostienen las cuerdas. No cae, no cae y no caerá hasta que el referee para la pelea para solaz del filipino, que echa brincos, escupe el protector y corre hacia su esquina para celebrar el triunfo en el segundo round, nunca visto en la carrera de Édgar Sosa, que se sabe humillado injustamente. Su mujer, de elegante vestido negro abraza a sus dos hijas a unos pasos del ring. El diagnóstico fue una fractura de pómulo. Entre las consecuencias los médicos le instalaron una placa de platino en esa zona del cráneo, los periodistas el apodo fallido de Ironman.

 

Los chiapanecos solidarios responden en apoyo del campeón derrotado por un cabezazo premeditado del filipino: “¡Puto! ¡Puto! ¡Puto!”, corean contra Mayol en esa solidaridad bien mexicana que no conoce de regionalismos. “¡Puto! ¡Puto! ¡Puto!” es un grito en tesitura masiosare.

 

 

 

 ***

 A las 11 del día, Édgar Sosa da los últimos golpes durante su rutina matinal de entrenamiento. Juan Lugo, su mánager, sostiene las manoplas en las que el ex campeón mundial receta los mandarriazos que este oriundo de Aragón tiene preparados para Román El Chocolatito González. “Cinco arriba”, grita el mánager, que esquiva uno a uno los volados y los ganchos de izquierda que receta con la furia de un padre dolido, de un agravio no cobrado, de la tanda no pagada, de la afrenta propia, de las que dan en lo más hondo. El mánager exige, empuja a su muchacho, desquita su sueldo con la esperanza de que ese baile de dos guerreros fajadores perfeccionará cada disparo en el encordado. Escupir el bofe ahora para no escupir los dientes en el ring, parece la consigna.

 

“Doble gancho, fíntale primero, desde abajo”, grita Juan. Y el gladiador obedece. Este menudo boxeador, con todo y su talla por debajo de la media del chilango, da brazadas que cortan el aire, zumban como lo escuchamos en la tele, se reproducen en este pequeño gimnasio y acaban en los utensilios de borra y vinil con los que Édgar Sosa se prepara. Desde afuera del gimnasio, los guantazos se oyen recios. “Repítela al revés, nos quedan diez segundos, ciérrala con todo… 5, 4, 3, 2, 1… ¡Vientos, campeón!”. Suenan los aplausos.

 

Los otros pupilos de Juan Lugo, tres muchachos que acaban de terminar su rutina, observan desde un costado del ring. No superan los 18 años, pero aspiran a coronarse en unos años en cualquiera de las divisiones profesionales a nivel mundial.

 

¿Quién es el próximo campeón de la Díaz Mirón? –pregunto a los muchachos–. “Son campeones del taco y el tamal”, se adelanta el espigado entrenador a manera de regaño para sus pupilos.

 

Las sesiones de Édgar Sosa comienzan desde temprano con el trote sobre el camellón de Eduardo Molina –los fines de semana el acondicionamiento se hace en las faldas del volcán Popocatépetl–, un descanso breve a media mañana y abren espacio para machetear las horas entre los costales –potencia–, las peras –velocidad– y peras locas –precisión escurridiza para atrapar la liebre. Después viene un descanso reparador a mediodía y en la tarde a bombear fierro para ganar volumen entre mancuernas, barras y pujidos. Pule y encera, pule y encera.

 

Ese nuevo gimnasio es su orgullo. Situado en la esquina de Oriente 153 y Norte 74 de la colonia Salvador Díaz Mirón, Édgar Sosa Gym atiende desde las seis de la mañana hasta avanzada la noche. Un ring semiprofesional en la planta baja comparte espacio con algunas bicicletas para spinning. En un espacio lateral de diez por cinco metros, los utensilios deportivos cuelgan de las vigas para uso de los deportistas amateurs y los aspirantes a campeones mundiales. Un espejo largo-largo recubre una de las paredes para uso de los pugilistas, el cuidado de la guardia, la cintura, agacharse hasta donde se debe, cuidar la posición de los pies para el avance o la defensa.

 

 

 

Arriba, un ring con las medidas profesionales es el consentido del sitio. Aún faltan algunos detalles importantes como la lona y recubrimientos de las cuerdas. En las paredes, unos ventanales amplios con estampados reticulares aproximan el paisaje de las calles de la Díaz Mirón. Aquí no hay glamour.

 

Édgar Alejandro Sosa Medina está en otro canal. La mirada de este toro salvaje de 50 kilogramos de peso, formado en los camellones de la delegación Gustavo A. Madero sostiene la mirada al que se le para enfrente. Las hormonas y la adrenalina bombean en cada milímetro de su cuerpo y el dolor de los tejidos de los brazos, piernas, hombros y espalda se convierten en un placer para este rinoceronte que ya se mentaliza para su próxima pelea del 16 de mayo en Inglewood, California, contra Román El Chocolatito González por el título de peso Mosca del Consejo Mundial de Boxeo.

 

Aquí no hay flaqueo, no hay pastura para las almas débiles, rumiantes. Puros puños, aparejos del gimnasio, chingadazos y el ataque. En el “Édgar Sosa Gym” sólo se cree en la filosofía del ganador: No pain, no gain. No hay rabia, sólo el hambre de éxito. Los suspiros son por ese cinturón bañado en oro con diamantes y el retorno como fénix. No hay glamour ¿Quién lo necesita cuando eres un rinoceronte?

 

 

*El rinoceronte, animal tutelar del pugilista mexicano / Foto: Germán Espinosa/EL UNIVERSAL

 

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