El bosque de Aline Pettersson

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En Selva oscura, la escritora se interna en la poética de la vejez y del misterio. Esta obra repasa pasajes de su alma: las memorias secretas, los miedos y emociones veladas por el tiempo; son relatos de una niña cuyo cabello se ha teñido de blanco

 

POR ADRIANA MALVIDO
En su obra más reciente, Aline Pettersson abre el capítulo final con un epígrafe de Norberto Bobbio: “El mundo de los viejos, de todos los viejos es, de forma más o menos intensa, el mundo de la memoria”. Y cuando una escritora como ella, de 85 años, dialoga con el paso del tiempo para hacer literatura, el resultado es arte y desafío.

 

Lo es porque implica penetrar hondo, reconocer aquello que de universal tenemos todos los seres humanos con nuestras debilidades y fortalezas, asomarse a la luz y a la sombra de las diferentes etapas de la vida, a la conciencia de nuestra piel que cambia y a rincones del alma que tememos visitar. Escribió un día que “el alma tiene una urdimbre cuyos pliegues nunca será posible conocer del todo”. Es justo donde ella incursiona para entregarse a sí misma en cada uno de los ensayos autobiográficos que integran su libro Selva oscura.

 

En su obra, Aline comparte momentos definitivos de su infancia, su adolescencia, su madurez. Hay sentido del humor y verdad. Nos regala su casa y sus objetos, sus obsesiones y deseos, sus libros (la ambición de visitar los universos que le ofrecen) y sus autores, sus calles, sus paisajes, sus amores, sus amigos y colegas, las rupturas, la huella de Suecia en su obra, el camino a la escritura que inicia con un diario, sigue en un viaje en barco y luego rompe el cerco de la rutina doméstica para ahondar en el lenguaje, en la reflexión sobre la condición femenina, el placer, el erotismo y la maternidad… Nos entrega sus sueños, sus enfermedades, su depresión, la idea del suicidio en algún momento y su regreso a la paz interior. Nos obsequia presencias como la de José Emilio Pacheco, Juan Rulfo, Doris Lessing, Julio Cortázar… Y la definitiva: Josefina Vicens, a quien se refiere como “mi madre literaria”.

 

Pettersson dice que “la bruma ha permeado mi forma de ver el mundo”. Se refiere a la miopía que, sin embargo, le permite ver más porque “dispara las potencias de la imaginación”. De ahí, quizá, que escriba novela, cuento, poesía, literatura infantil, ensayo y traducción literaria. O su capacidad para retener en la memoria lo sustancial de momentos como el despertar del enamoramiento en la adolescencia. Cito: “Un buen día dejé de reconocerme al sentir que algo violento, un huracán, se había apoderado de mí. La sensación de no caber dentro de las paredes de mi cuerpo”. ¿Quién no se reconoce en ese instante? El día que se topa con la pobreza en la calle y desarrolla la conciencia social que conduce a la utopía socialista. O en ese otro proceso: “La mirada del viejo escudriña los rincones de la memoria apuntalada en los objetos, las personas, los sitios. Mientras más largo sea el recorrido de los años, más deberá apoyarse, la persona, en recuerdos que transpongan la espesura de la mente batallando contra el tiempo inmediato que se borra…”.

 

Sin idealizarla, porque reconoce que no hay lugar para la sabiduría en la sociedad contemporánea ávida de respuestas inmediatas, Aline hace una poética de la vejez y del misterio y dice que la suya “es una buena edad para desnudar la parte interior” y rascar en las entretelas del ser humano. Picasso, María Zambrano, Bertrand Russell son para ella ejemplos luminosos del ejercicio de creación y reflexión hasta una edad avanzada. Así que “seguiré en la batalla mientras me sea posible; ese es el único camino”. Y sostiene: “La vida se tiene que vivir con pasión, escarbarse y florecer hasta el final”.

 

Aline Pettersson ha escrito sobre el impacto que le causó de niña su primer viaje en barco. Tenía unos nueve años cuando atravesó el océano para conocer Suecia, la tierra de su padre. Vivir en el barco y ver las ciudades a la orilla del agua fue un momento poderoso. Luego penetró el bosque sueco y le impresionó profundamente.

 

Me cuenta que su primer bosque era el de Chapultepec que le encantaba de niña, como a tantos de nosotros, recorrer sobre un caballito rentado.
Pero el bosque sueco era el de Blanca Nieves, el de Caperucita, el de Hansel y Gretel. Y aunque fuera pequeña, no le daba horror, y sí mucha emoción estar inmersa en un espacio como aquél, más navideño que tropical, rodeada de árboles. Cuando lo platica habla del aroma de los pinos y de las plantas, dice que estar ahí era como estar envuelta por un milagro. ¿Por qué es tan importante? Quizá porque descubrió la intensidad, esa que revive cuando escribe. “Todo lo que estimula esa intensidad en mí es lo que me interesa”, dice.

 

Si imaginamos que la vida y obra de Aline es como un bello y espeso bosque, podemos, como Hansel y Gretel, recoger las señales que la escritora nos ha dejado en el camino para encontrar su esencia, la casa donde se originan sus palabras, sus historias.

 

“Hay una especie de boom de autoras, aunque advierte que en unos años se irá decantando y quedará la obra que debe quedar”

 

Aline nos deja un pedazo de pan ahí donde vive su infancia. La vemos en la calle de Sultepec, en la Hipódromo Condesa, jugando con sus amigas y amigos de la cuadra en una ciudad más parecida a Las batallas en el desierto de José Emilio Pacheco que a la que hoy miran nuestros nietos a través de las ventanas o las pantallas. Patinan, juegan coleadas, soccer, ella tiene doce años y un novio de catorce con quien se encontrará muchísimos años después cuando los dos son abuelos ya y se reconocen porque en aquellos años “se nos abrieron los ojos al amor”. Aline describe el primer amor que todos tuvimos. Y se agradece.

 

Le pregunté hace poco sobre el tiempo, cómo vive el paso del tiempo. Me dijo: “El tiempo se ha quedado conmigo, no ha pasado, sino que se ha ido acumulando”. Cuando leyó a Proust se identificó, hay que volver a poner el pasado en el presente, su pensamiento y su sentimiento, y luego dejarlo ir naturalmente, dice.

 

Otro trocito de pan nos lleva, en el bosque memorioso de Aline, a la primaria, cuando sucede algo muy curioso. Según cuenta ella, en primero de primaria tenía una letra preciosa, la mejor de su salón. Ya para tercero se descompuso y a los 22 nadie le entendía. ¿Por qué? Su respuesta me sorprende: “Por una cosa como espasmódica, nerviosa, no es que me haya temblado o me tiemble la mano ahora, es que me tiembla el corazón cuando escribo”.

 

Es el contacto de la cabeza con la pluma. Hay, dice Aline, un contacto psicológico o psiquiátrico muy interesante. Tienes una idea en la cabeza y al escribir te sale otro registro. La acción de escribir estimula tu cerebro de otra manera, se te abre otra puerta y se te cierra la que tenías cuando pensabas lo que ibas a escribir. Así, agrega, sucede con la pintura o cualquier actividad creativa del ser humano.

 

En el bosque de Aline hay dos textos de la infancia. En segundo de primaria escribe un relato sobre una niña y un caballo. La maestra llama a sus padres para decirles que no le hagan la tarea a su hija, cuando ellos, aunque le contaban cuentos por la noche, eran lo más opuesto a ser escritores. Otro más, el que escribió a los doce años, una mezcla entre Tom Sawyer y Oliver Twist, sobre un niño en un orfanatorio en México. Su madre no quería que Aline fuera escritora, la soñaba más como una señora de jueves de canasta uruguaya con sus amigas. Y es que tenía referencias para ella indeseadas.

 

Uno de los caminos en el bosque de Aline nos lleva a presencias fundamentales en su vida y obra. La muerte que más la marcó fue, cuenta, la de su tío José Ferrel, hermano de su madre, esposo de Josefina Vicens. El gay y ella también, ambos escritores. Lo cuenta Aline en uno de sus relatos autobiográficos. Cuando ella y su hermano lo descubren sin vida. El novio de Villaurrutia se había suicidado y los niños lo encontraron. Nunca olvidó ese rostro. Muchos años después ella misma buscó a Josefina Vicens. Ya había publicado Aline su libro Círculos en la UNAM, cuando logra una cita con la autora de El libro vacío y se deslumbra. Josefina se convierte en su madre literaria. Y Aline, en generosa depositaria de su memoria.

 

En el profundo bosque de Aline encontramos otra pista que nos lleva al laboratorio de biología en secundaria. Todas sus compañeras miran aterradas al conejo, anestesiado pero vivo sobre la mesa y ella es la única interesada en conocer cómo funcionan los órganos. También le fascina ir al mercado con su madre para ver cómo les sacan las vísceras a los pollos. Y no es un dato insignificante. Porque Aline siempre quiere conocer las entrañas de todas las personas y las cosas. Ella dice que es la cosa biológica lo que le apasiona. Todo lo que tenga que ver con las entrañas de los seres vivos le atrae, confiesa, casi morbosamente.

 

Aline se casa muy joven y tiene tres hijos, dice que ella quería dedicarse a la medicina, pero que ser mujer en esos años se lo impidió.

 

Otra pieza de pan en el camino nos lleva a un momento definitivo más. Ya escribía ella cuando su hijo de siete años le preguntó: “¿Mamá, ¿tú qué haces?”. Ella contestó: “Bueno mira, yo veo la casa, la comida, cuido de ustedes…” “Sí, pero ¿qué haces?”, insistía el pequeño hasta que concluyó: “Qué bueno que yo no soy mujer”. En ese instante Aline Pettersson se convence: “Yo tengo que salir al mundo, he estado atrapada aquí”. Y decide publicar su obra.

 

En Aline Pettersson encontramos una escritura íntima, como si aquella que vivimos por dentro fuera la mayor de las aventuras. En Círculos nos lleva al interior de “Ana” y su transitar la vida cotidiana convencional de una mujer y mamá, con un volcán por dentro. En La noche de las hormigas, hacia dentro del doctor Alfonso Vigil en las últimas horas de su vida. En Casi el silencio tres voces encendidas en el deseo: Virginia, Gabriel y Bruno, su maestro de literatura. En Deseo la de Leonora su protagonista en distintas etapas de su vida siempre descubriendo el erotismo, nuevos escenarios, nuevas formas. En A la intemperie nos invita a meternos en la cocina del autor. En De cuerpo entero nos cuenta de su vida y sus momentos de turbulencia.

 

Los suyos son personajes de carne y hueso, no hay heroísmos. ¿Por qué? Aline responde: “Porque creo que los héroes son algo extraordinario y a mí me gusta sentirme parte del rebaño humano. Y del rebaño saco de un lado y del otro. Nada del coronel de todas las naciones, me gusta el rebaño. Las vidas interiores, aquello que bulle detrás de las apariencias, los vericuetos del alma, eso me interesa”.

 

En La noche de las hormigas “Elisa” dice que “cuando tejo busco explicarme el mundo, no reproducirlo, porque eso además de imposible ni me interesa”.
¿Escribes para explicarte el mundo?, le pregunto a Aline. Y responde: “Quizá el mundo no, pero el mundo que me rodea sí”. ¿Puedes separar la vida de la literatura? ¿Lo que vives es para crear historias? “No —dice—, no creo que todo se viva para crear. Yo creo que se vive, sí, para crear tu propia historia. Para mí, la vida se vive independientemente de la literatura. Es la literatura la que le copia a la vida, no al revés”.

 

En el bosque de Aline y en su obra el tema de la enfermedad está presente, como en la vida misma. Y ha sido generosa en contar episodios de su vida. Cito: “Junto a mis seres queridos, a solas escuchando voces interiores en el silencio, muchas veces caigo en estados de exaltación donde solo la escritura logra auxiliarme…” Le pregunto y cuenta que, debido al uso de fórceps al nacer, tuvo epilepsia del lóbulo frontal. Entonces “de niña se me abría el cielo, la luz era una luz no de este mundo y yo iba a ser santa. Y luego me dieron gabapentina y se me quitaron las visiones”. ¿Sufrías? Le pregunto. “No, pues me ponía en estado de éxtasis, tenía yo la presencia del cielo y el aura que lo anunciaba y si veía una barda verde, por ejemplo, para mí era un verde esmeralda fantástico”. La gabapentina, dice, me ha echado a perder esos momentos. Y es que, en ese bosque suyo, la imaginación tiene un lugar de privilegio.

 

La palabra “estremecimiento” tiene especial valor en la obra de Aline. “Creo que lo único valioso que tengo es la capacidad para estremecerme de placer o de dolor o de miedo o de esperanza”, escribe.

 

Aline sale a caminar a diario porque, asegura, eso le excita la cabeza y le fortalece las piernas. De regreso, es el momento para la escritura. Su sentido del humor y su agilidad mental son envidiables. Le pregunto qué hace por las tardes y me dice que jugar canasta, en honor y en venganza a su mamá. Y ríe con gusto.

 

Esta escritora excepcional huye del ruido de las redes sociales, de la banalización de la cultura, de la corrección política y de la cancelación de textos “incorrectos” para niños; también cuestiona la imposición, como receta farmacéutica, del lenguaje inclusivo.

 

Perteneciente a la generación de Silvia Molina, María Luisa Puga y la China Mendoza le da gusto el entusiasmo por la literatura femenina joven y por el rescate de escritoras olvidadas. Quedaban, afirma, todas ocultas, fueran pintoras o escritoras “digamos que no quedaban ocultas si eran actrices de cine, pero a lo mejor se tenían que desocultar mucho para tener éxito”. Ella misma vivió en carne propia la dificultad de publicar su obra solo por ser mujer. Hoy hay una especie de boom de autoras, aunque advierte que en unos años todo esto se irá decantando y quedará la obra que debe quedar.

 

Caminar hoy el bosque de Aline Pettersson es un ejercicio de libertad y de gozo literario. Lo mejor de todo es que parece interminable; ahora mismo tiene un proyecto de cuentos sanguinarios, de terror y, al mismo tiempo, terminó en inglés un libro de versos para niños llamado Grandma Duck.

 

Perdernos en el bosque de sus letras es el mejor regalo que nos podemos dar estos días.

 

Texto leído el domingo 7 de julio en la Sala Ponce del Palacio de Bellas Artes, durante el homenaje a la escritora Aline Pettersson, como parte del ciclo “Protagonistas de la literatura mexicana” que organiza el INBAL

 

 

FOTO: La escritora Aline Pettersson es autora de Casi el silencio (1980) y La noche de las hormigas (1997). Aline padecía epilepsias debido al uso de fórceps durante su nacimiento; quería dedicarse a la medicina. Crédito de imagen: Germán Espinosa /El Universal

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