El contador de historias ajenas

Dic 6 • destacamos, principales, Reflexiones • 4915 Views • No hay comentarios en El contador de historias ajenas

 

POR REBECA JIMÉNEZ CALERO

 

Al inicio de Los albañiles (Jorge Fons, 1976), el velador de un edificio en construcción, don Jesús, es asesinado a tubazos por una mano anónima. Al día siguiente el joven peón Isidro encuentra el cadáver y baja varios pisos de la obra corriendo, gritando a todo pulmón, pero, cuando llega al final de la improvisada rampa de madera, cae en una zanja. Los demás albañiles lo recogen al tiempo que se burlan de él, pero nadie hace caso al anuncio del asesinato. En la misma toma, la cámara recorre el lugar hasta llegar con Chapo y Federico, capataz e ingeniero respectivamente, quienes discuten cuestiones de la construcción, mientras que a lo lejos se acerca don Jesús a ofrecerles agua.

 

Lo que hizo Fons en esta secuencia es pasar de la intriga de predestinación —término acuñado por Roland Barthes para hablar de la información esencial de la intriga ofrecida al inicio de un filme— a una especie de flashback en la que vemos al personaje asesinado cuando aún estaba vivo, en la misma toma; es decir, no recurre a ningún tipo de transición que nos indique que estamos en dos tiempos distintos de la narración, el presente —una vez ocurrido el crimen— y el pasado —donde vemos los posibles móviles—. La película completa está contada con esta estructura, en la que vamos y volvemos entre un tiempo y otro, tratando de descubrir quién pudo haber cometido el asesinato, a la vez que somos testigos de lo podrida que puede estar una sociedad, representada en este microuniverso habitado por todos los trabajadores de la construcción. No es gratuito que uno de los elementos que primero llamen la atención de Los albañiles sea justamente la forma en la que está estructurada, ya que es algo que a su guionista, Vicente Leñero, le preocupaba por completo.

 

Vicente Leñero era ingeniero civil. Pero también novelista, dramaturgo, cuentista, periodista y guionista cinematográfico. En realidad, Leñero fue un narrador.

 

A lo largo de una carrera de más de 50 años en las letras, Leñero se consolidó como uno de los escritores más importantes de nuestro país; los premios que recibió en reconocimiento a su labor no fueron pocos y es de destacar que le fueron otorgados en todos los ámbitos en los que se desempeñó, incluso como guionista, tal vez su faceta menos visible.

 

La llegada de Vicente Leñero al cine fue gradual: tras convencerse de que su verdadera vocación no era la ingeniería sino las letras, el futuro escritor cursó también la carrera de periodismo, pues consideró que ahí recibiría un buen entrenamiento para aprender a escribir. Así comenzó a escribir cuentos, después novelas y finalmente llegó a la dramaturgia; años antes, Leñero había visto el montaje de una obra de Héctor Mendoza y después de dicha experiencia, decidió que él quería hacer lo mismo. Al llegar a la meta propuesta, cristalizada en Pueblo rechazado, su primera obra teatral, Leñero no se detuvo; su pasión por las letras lo llevó a explorar otros caminos, como la crónica periodística, las radionovelas y las telenovelas.

 

Fue a principios de la década de los setenta que el director cinematográfico Francisco del Villar los convocó a él y a Juan Manuel Torres para reemplazar a quien hasta entonces había sido su guionista de cabecera, el también escritor Hugo Argüelles. Del Villar les mostró a ambos sus últimas películas y Torres declinó el trabajo indignado, pues consideró que los filmes eran basura. De este modo, el empleo cayó en manos de Leñero, quien no tuvo ningún empacho en darle forma a las truculentas historias de Del Villar, no exentas de desnudos, relaciones sexuales, incesto, perversiones y tortura psicológica. Esta etapa, que dio como fruto cuatro guiones de peculiares nombres —El festín de la loba, El monasterio de los buitres, El llanto de la tortuga y Cuando tejen las arañas—, sirvió para que Vicente Leñero se diera a la tarea de aprender por sí solo cómo funcionaba el guión cinematográfico, cómo medir los tiempos en pantalla, cómo ahorrar diálogos, cómo delinear a los personajes.

 

Tras su colaboración con Francisco del Villar, Vicente Leñero realizó una adaptación de Los de abajo, la obra de Mariano Azuela, que fue dirigida por Servando González. Esta experiencia, poco satisfactoria, precedió a uno de sus mayores retos: el de adaptarse a sí mismo. Los albañiles fue el resultado de un arduo esfuerzo de traducción de la novela, que después fue obra teatral y finalmente, película. Al momento de escribir el guión basado en su propia obra, Leñero tenía algo en claro: a él lo que le interesaba del cine no era tanto qué historia iba a contarse, sino cómo. Quizá eran algunos resabios de su educación como ingeniero, pero a él justamente lo que le apasionaba era la estructura, el diseño. Y por ello esa primera escena del filme dirigido por Fons está armada de esa forma: del presente al pasado en un solo plano y después, una narración paralela que jamás pierde el equilibrio, como un par de torres perfectamente construidas.

 

No obstante, Leñero siempre se consideró alguien falto de imaginación; le costaba trabajo imaginar y crear historias, pero adaptar las de alguien más a otro formato le resultaba sencillo y lo disfrutaba. Su vena periodística también se veía ahí reflejada: se desempeñaba mejor como observador, como cronista, y no tanto alguien capaz de inventar historias de la nada; su capacidad para extraer diálogos de la realidad y recrearlos dentro de la estructura narrativa inyectaba a sus personajes de un tinte de verosimilitud que es muy difícil conseguir. Al unir esas dos capacidades, la de crear una estructura innovadora para una historia previamente escrita y la de recrear personajes con diálogos realistas, Leñero consiguió dar forma al que es quizá el mejor guión de su carrera.

 

A mediados de los setenta su antiguo colaborador, Francisco del Villar, fue nombrado director de Conacine, una de las productoras recién creadas desde el gobierno federal para dar impulso a la creación de más cine mexicano. Del Villar llamó a Leñero para que junto con Arturo Ripstein adaptara la novela Lo de antes, de Luis Spota. Leñero sólo requirió de cinco minutos para plantear la trama y presentar el dilema en el que se encuentra el personaje principal: tras un fallido robo cometido contra un empleado bancario, vemos al Gallito y al Tarzán —Roberto Cobo y Pedro Armendáriz Jr.— sosteniendo una plática en un billar; en unos cuantos diálogos, nos enteramos de que el Tarzán, un ex ladrón rehabilitado y ahora empleado en un banco, fue quien le dio el pitazo al Gallito para llevar a cabo el atraco y después de que este salió mal, llega a la firme decisión de abandonar para siempre la vida criminal.

 

Para Vicente Leñero la experiencia de trabajar con Arturo Ripstein fue sumamente estimulante; el entonces joven director le dio al guionista la libertad necesaria para dar rienda suelta a su tarea como adaptador de historias. La estructura de Cadena perpetua guarda similitudes con la de Los albañiles: se trata de una narración paralela entre el presente y el pasado del protagonista, incluso hay una transición parecida a la descrita en la cinta de Fons: después de cobrar un abono en un negocio, Javier Lira sale del establecimiento al tiempo que un hombre pasa frente a él huyendo, y se escucha la voz de una mujer fuera de cuadro pidiendo auxilio para detener al ladrón. En corte directo vemos cómo el hombre desacelera el paso al percatarse de que ya nadie lo sigue, pero este ladrón al que ahora vemos es justamente Lira, quien era conocido como el Tarzán, y que en ese entonces se jactaba de realizar hasta cuatro asaltos en un día. El guión de Leñero se traduce en una dinámica puesta en escena realizada por Ripstein, en donde las transiciones entre una narración y la otra se convierten en atrevidas propuestas visuales: un grupo de prostitutas padroteadas por el Tarzán se transforma en el siguiente plano en un conjunto de maniquíes en el escaparate de una tienda, a la que llega Javier Lira para realizar un nuevo cobro.

 

La carrera de Vicente Leñero como guionista sufrió altibajos, como la ya mencionada adaptación de Los de abajo, una versión fallida de la novela Las batallas en el desierto, de José Emilio Pacheco, realizada por Alberto Isaac y conocida como Mariana, Mariana, así como una endeble biografía de la actriz Miroslava, dirigida por Alejandro Pelayo. Pero a mediados de los noventa recibió un encargo que representó para él un reto creativo: la adaptación de El callejón de los milagros, del escritor egipcio Naguib Mahfuz. Ante una novela costumbrista ambientada en El Cairo durante la Segunda Guerra Mundial y contada cronológicamente, el escritor, quien pensó que el libro tenía una estructura aburrida, decidió contar esta historia coral desde el punto de vista de tres personajes y al final, incluir un cuarto episodio en el que convergerían las tres partes y se llegaría a un desenlace. Las narraciones de los personajes —Rutilio, Alma y Susanita— son contadas de manera independiente y comienzan en el mismo punto: en un juego de dominó en una cantina y a partir de ahí avanzan hasta llegar al final parcial de cada una, para regresar de nuevo al juego de dominó y continuar con el siguiente relato. Con este guión, cuya propuesta creativa recae de nuevo en la estructura, Jorge Fons realizó la que es quizá la película mexicana más importante de esa década.

 

Posteriormente, Vicente Leñero realizaría los guiones de dos de las películas más taquilleras de los últimos años: La ley de Herodes, dirigida por Luis Estrada, y El crimen del padre Amaro, basada en la novela del portugués Eça de Queirós, y realizada por Carlos Carrera.

 

Como guionista, Vicente Leñero lo tenía muy claro: él tenía que ponerse al servicio del director o productor que tenía una historia, y su tarea era darle una estructura. Siempre inclinado a las historias sencillas y directas, más que a las grandes épicas o a películas “de largo aliento”, los logros más importantes de Leñero se ven reflejados justamente en las películas de ambientes citadinos, pues sabía exactamente cómo transmitir el sentir de las clases populares a partir de las palabras que ponía en sus labios; y al mismo tiempo apelaba al espectador para que fuera consciente de la forma de la narración. Por lo tanto, los filmes basados en los guiones de Vicente Leñero eran a la vez un ejercicio lúdico e intelectual, como toda la obra del escritor jalisciense.

 

*Fotografía: Con los guiones de las cintas El callejón de los milagros hasta La ley de Herodes y El crimen del padre Amaro, Vicente Leñero contribuyó a la reinvención del cine mexicano durante los años noventa / Especial.

 

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