El hombre que acechó al escritor José Agustín

Ene 20 • destacamos, principales, Reflexiones • 4522 Views • No hay comentarios en El hombre que acechó al escritor José Agustín

 

En El rock de la cárcel, José Agustín habla de un temible carcelero, el Pelón Sánchez Neyra; años después, el hombre reaparece en Tamaulipas, evocando años de represión

 

POR AUGUSTO CRUZ
José Agustín se ha ido. El consuelo que nos queda, más allá de la tristeza por la pérdida, es que estás cinco palabras, por más poderosas que sean, no lograrán llevar al olvido al generoso escritor ni a su obra. Quienes defendieron por décadas el orden establecido en la literatura mexicana, pasaron por alto que tras cada orden que se instaura, viene uno a reclamar su lugar. La irrupción de una nueva y fresca generación de escritores, encabezados por el propio José Agustín, Gustavo Sainz y Parménides García Saldaña, sólo por mencionar algunos, surgieron en una coyuntura cultural, social y política, que alteraba y cuestionaba los viejos órdenes. Cabello largo, lenguaje propio, desobediencia a las estructuras paternales, el rock como la nueva música clásica, cuestionamientos al gobierno, serían algunos de los ingredientes de un coctel, cuya copa se quebraría política y socialmente con la masacre de Tlatelolco y El Halconazo, el 2 de octubre de 1968 y el 10 de junio de 1971.

 

¿Un hombre nace en su tiempo o hace suyo el tiempo en que le toca vivir? ¿Qué hubiera pasado si Pedro Páramo de Juan Rulfo se hubiera publicado diez años antes o diez años después de su aparición? ¿El destino de la novela y de una parte de la literatura mexicana habría cambiado? ¿La canción Los tiempos están cambiando de Bob Dylan o San Francisco de Scott McKenzie tendrían el mismo impacto generacional de haberse compuesto en su tiempo o quince años después en retrospectiva? ¿El poder, el mensaje, la importancia generacional serían las mismas?

 

Cada cierto tiempo la literatura de un país necesita revitalizarse en temas, formas y lenguaje, a fin de poder reencontrar a sus nuevas generaciones de lectores. José Agustín abrió el camino a nuevas y experimentales formas narrativas, y provocó, junto con otros, una revolución temática y del lenguaje. Si dos palabras pudieran definir a José Agustín como escritor serían: cismático y talentoso.

 

La crítica no fue ajena a este levantamiento literario. A la publicación de la reprobable imagen de un burro con el texto José Agustín De perfil para reseñar su novela, siguieron la advertencia de editores y personal que cuidaba la edición de sus primeras obras, para que se explicara en el libro que las alteraciones lingüísticas y ortográficas eran responsabilidad exclusiva del joven novelista. La gente tiende a apartarse o lanzar piedras -reales o metafóricas- a lo que no puede entender. La etiqueta de literatura de la onda, acuñada por la escritora Margo Glantz, para establecer una diferencia de calidad entre los textos de estos jóvenes, y lo que se pensaba debía ser la verdadera literatura, terminó, involuntariamente, por nombrar a una generación, cuyo talento fue más allá de las modas y etiquetas. La obra de José Agustín y el resto de los escritores de la literatura de la onda, sería el primer cisma para lo que en su tiempo se llegó a conocer como las mafias literarias, que englobaban un círculo de escritores con afinidades creativas, pero que terminarían por dominar y dictar la cultura en México por varias décadas, apartando toda manifestación que no comulgara con sus ideas. El escritor era visto como un ser exquisito que contaba sus historias desde un cuarto de cristal, ajeno a mundo real, todo lo contrario, a ese grupo de jóvenes, para quienes la música, la prepa, las drogas, el amor y el sexo, podían ser contados con humor, ingenio y anti solemnidad. Un crítico literario, a quien pregunté en los pasillos de la Feria del libro de Guadalajara, a principios de los años noventa sobre las mafias literarias, minimizaba su efecto, argumentando que no deberíamos sorprendernos: hay asociaciones de dentistas, abogados, que se reúnen por tener cosas en común. Lo cierto es que todo poder absoluto, termina por colapsar, y las mafias literarias que segregaron/seleccionaron a su gusto, dificultaron, pero no lograron evitar el surgimiento de noveles escritores con voz propia. Juan Villoro, en el cincuenta aniversario de la novela De perfil, en el INBA, señaló que: “la crítica tiene todavía una tarea pendiente con José Agustín… no solamente como alguien que aportó un campo cultural diferente, relacionado con la cultura juvenil y la contracultura, sino también que es un extraordinario artífice del lenguaje y de las estructuras narrativas”.  En el espíritu festivo y desenfadado de la literatura de la onda, bien podríamos parafrasear el discurso de 1963 de Martin Luther King al ámbito literario que vivieron/padecieron los escritores de la onda y muchos otros ajenos a las élites: “Yo tengo un sueño… donde Farabeuf y La tumba, sean leídas sin distinción de clases, con la misma avidez y reconocimiento de lo que son: ejercicios literarios in extremis, renovadores, provocadores, libertarios, que rompieron las cárceles del tiempo, espacio, forma y lenguaje. Yo tengo un sueño… donde los libros no serán juzgados por el color de su piel ni su origen, sino por el pensamiento que hay en ellos, y donde los veteranos del esfuerzo creativo, los escritores del norte, del sur, de los barrios bajos, los críticos, los exquisitos, los policíacos y los de la anticipación, tomados de la mano, al repique de la libertad, pisando las lápidas de las mafias cantaremos: ¡Libres al fin!”. El manuscrito original de La tumba, donado por José Agustín al Museo del Escritor de la Ciudad de México, espera, como en su tiempo lo hizo el original de Pedro Páramo, de Juan Rulfo, en el Centro Mexicano de Escritores. el acercamiento de estudiosos y críticos para revalorizar una novela, que lo mismo fue ignorada por parte de la crítica, que publicada por editorial Novaro en su tiempo, para ser vendida hasta en las farmacias.

 

Todos narramos una gran historia que nos es familiar en su esencia: búsqueda, reencuentro, pérdida, comprensión, rebeldía. El escritor con oficio la narra bien, el talentoso encuentra la forma de contarla como nadie más lo había hecho antes, de tal forma que signifique algo no sólo para su generación, sino para las posteriores. Para Borges un clásico no es un libro con tales o cuales méritos, sino: “un libro en el que las generaciones de los hombres, urgidas por diversas razones, leen con previo fervor y con una misteriosa lealtad”. La obra de José Agustín sigue atrayendo a lectores de diferentes décadas, a quienes no deja dormir el tic tac del final de La tumba, o sueñan con enamorar a la estrella Queta Johnson, vocalista de Los Suásticos, en De perfil.

 

La rebeldía de este grupo de escritores, les haría enfrentarse/padecer/provocar/cuestionar al poder. En su forma más salvaje, Parménides García Saldaña provocaba a los policías con insultos sobre su conocimiento literario: “yo he leído a Cortázar, ¿y tú, pinche policía, a quién?”, para ser rescatado por su tía de los separos policíacos, y ser devuelto al cuarto rentado donde finalmente moriría. José Agustín, relata en El rock de la cárcel, su encarcelamiento en el temible palacio negro de Lecumberri en 1970, donde, a pesar de tener en su defensa legal al sempiterno político-burócrata de tres décadas, Arsenio Farel Cubillas –a quien nunca vio en su proceso-, permaneció recluido, víctima de los abusos y la prepotencia carcelaria. Me sorprende leer en el libro de José Agustín, el nombre de uno de sus temibles carceleros, a quien llama el Pelón Sánchez Neyra. Un recuerdo infantil se dispara. Ese mismo apellido en boca de mi padre, para referirse a un jefe policíaco de mi ciudad natal a principios de los años ochenta. ¿Será el mismo? ¿Un familiar con el mismo temible oficio? ¿Ese hombre puede ser el mismo que golpeó o intimidó a José Agustín, a José Revueltas, y a los presos políticos en el Palacio Negro? Años después, encontraría al dueño de una empacadora de pescados de mi ciudad, en las fotografías del libro Lo negro del negro Durazo, como uno de los fieles colaboradores del temible jefe policíaco. Me pregunté durante años, si la ciudad en que la que crecí, se convirtió en una versión de la Argentina posterior a la Segunda Guerra Mundial, la cual, en lugar de dar refugio a criminales nazis, lo hacía con jefes policíacos que buscaban el retiro o permanecer con bajo perfil. Los recuerdos de ese México en el que se huía con la misma velocidad de los policías que de los criminales, se censuraban películas, se recogían revistas antes de salir a la venta, y donde la política se balanceaba entre un burdo ajedrez político y un dominó cantinero, nos regalaría dos obras sui generis de José Agustín: el divertido cuento No hay censura, en el que a manera fársica, el protagonista se envalentona por amor y no por justicia, a desafiar su trabajo como censor gubernamental, y la serie de libros La tragicomedia mexicana, en la que de manera aguda, desenfadada y políticamente anecdótica, José Agustín se aventuró a estudiar y analizar, en su particular estilo, al medio político mexicano postrevolucionario y de partido hegemónico.

 

Coincidí solo en dos ocasiones con José Agustín, y en ambas, se mostró como lo que siempre fue: un escritor amable y generoso con quien se acercara a su persona. El primer encuentro fue en1990, durante una conferencia que dio en la Universidad Autónoma de Tamaulipas, a la que por cierto llegó tarde, disculpándose por el tráfico. Quienes esperábamos, nos decantamos más que el retraso ocurría seguramente por un problema de logística, que es un término elegante para decir que ningún chófer de la universidad se acordó de pasar por el autor, que por algo de lo que la ciudad carece hasta el momento: librerías, museos y tráfico. Acababa de leer El rock de la cárcel, y miré con sospecha a los asistentes. ¿Se encontraría entre ellos el pelón Sánchez Neyra, el temible carcelero de Lecumberri? ¿Debía advertir al autor a la manera del corrido de Juan Charrasqueado? “Cuídate, José Agustín, por ahí te andan buscando, el pelón Sánchez Neyra es policía en esta ciudad, a lo mejor está entre el público que te vino a escuchar”. ¿El carcelero de Lecumberri tendría la desfachatez de pedir a José Agustín le firmara un ejemplar de El rock de la cárcel, donde era mencionado con temor? Afortunadamente, el jefe policíaco no debió ser un ávido lector, y la conferencia terminó sin contratiempos. La segunda ocasión fue uno meses después, en la Feria de Internacional del Libro de Guadalajara, a principios de los años noventa. José Agustín me firmó unas fotos que nos tomamos en la conferencia (“Que te sea leve”, dedicó), y accedió a una entrevista. En medio del caos de entrevistas y declaraciones, el equipo de un canal de televisión, seguramente con engaños, lo aparta y se lo lleva para entrevistarlo. Mi primera entrevista literaria, a los diecinueve años, terminaba en un total fracaso. El viaje de doce horas en camión, la golpeada grabadora de audio, y el caset Memorex, tendrían que esperar para una mejor ocasión, pues era mi último día en la FIL. Casi una hora más tarde, listo con la maleta para partir, un rostro moreno, con anteojos y sonriente asoma la cabeza por el cubículo. José Agustín ha regresado y la entrevista da inicio. El caset Memorex se llena por ambos lados, Agustín habla de que se encuentra muy divertido escribiendo una novela para chavitos, que ocurre en el Tepoztlán, y que tiempos después se publicará como La panza del Tepozteco, le llama la atención que parte de la entrevista sea sobre del polaco, de Ciudades desiertas, un personaje que no habla, pero que ejerce una fuerte influencia sexual sobre Susana, la protagonista. José Agustín señala lo que para él es una curiosidad que dio origen a la novela: el programa de escritores de Iowa que en todos los cuartos incluyen un televisor, que no se puede devolver. En los pasillos de la FIL, a punto de partir, encuentro a José Agustín y Gustavo Sáinz conversando en los pasillos. La enemistad que por mucho tiempo se rumoró entre las dos principales figuras de la literatura de la onda, o nunca existió, o era ya sólo un recuerdo. Tengo la tentación de tomarme una foto con las dos figuras emblemáticas, pero no hay ningún fotógrafo cerca. Me alejo de la FIL sin molestar la conversación de aquellos dos jóvenes que se conocieron trabajando en la redacción de la revista Claudia, para más tarde convertirse en figuras de la literatura mexicana.

 

No volví a ver a ninguno de los dos, pero nunca dejé de leerlos.

 

 

 

FOTO: René Avilés y José Agustín durante un viaje a Colima, en septiembre de 1990. Crédito de imagen: Pedro Valtierra /Cuartoscuro

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