El origen de una larga amistad

May 27 • destacamos, principales, Reflexiones • 1117 Views • No hay comentarios en El origen de una larga amistad

 

Este es un homenaje de Martín Zapata a Luis Zapata, su hermano, con quien compartió, más que el vínculo sanguíneo, el cariño por la literatura, una afición volcada en talento, los logros individuales que se tornaron compartidos

 

POR MARTÍN ZAPATA
Conocí a Luis Zapata desde que nací. Y sí, obviamente, somos hermanos. Mis primeros recuerdos con él son de viajes; la luna, por ejemplo, a través de la ventanilla del coche de nuestro padre, surcando las palmeras de una carretera cercana al puerto de Veracruz, y el extraño descubrimiento de que la luna, por ilusión óptica, viajaba a la misma velocidad que el coche. La Muestra Internacional de Cine, en Acapulco, con Luis muy emocionado, porque veíamos de cerca a sus estrellas favoritas, las cuales yo desconocía, a mis escasos tres años. Y antes, o después, una película con Raphael en un lujoso cine de la Ciudad de México. “Lolo” (sobrenombre de Luis en mis primeros años de vida) era doce años mayor que yo y funcionaba, a veces, como mi padre, y otras, como mi mejor amigo. Me imagino que me hacía mucho repelar, porque cuando estaba enojado con él la oración que comienza diciendo “Ángel de mi guarda, dulce compañía…” la terminaba diciendo “…y Lolo se queda solo”. Sin embargo, estas fricciones no impedían que continuara nuestra amistad y que yo me pegara como chicle en sus andanzas, situación que él permitía, con paciencia. Otra compañera de aventuras era mi hermana Patricia (once años mayor que yo) quien era inseparable de mi hermano Luis. Esta peculiar comitiva me permitió vivir experiencias, en mi corta edad, que de otra forma habrían sido imposibles de vivir. Por ejemplo, todo el movimiento hippie; en 1968, Luis tenía 17 años, Patricia 16 y yo cinco. Y ahí andábamos, caminando descalzos por las calles de Cuernavaca y cantando una canción, compuesta por Luis, que decía: “Tengo la garganta muy seca /de tanto pedir paz y amor /paz y amor, yo quiero paz /yo quiero paz, paz y amor /¿cuándo nos los van a dar?

 

Otra de mis excentricidades infantiles, de esa época, fue ver con Luis la película El séptimo sello, de Ingmar Bergman, en un cineclub de Cuernavaca. Digo, también me llevaban a ver películas de Tom y Jerry, pero muchas veces el celuloide corría con las inquietantes imágenes de Visconti, Fellini o Buñuel.

 

Luis siempre estaba cerca de mí, por ahí, en algún lado: recuerdo estar viendo con mis padres, a los seis años, por televisión, la llegada del hombre a la luna y escuchar, desde la recámara en donde estaba Luis, la canción Yesterday, de los Beatles. Recuerdo, también, la llegada a Cuernavaca de la película 2001, Odisea en el espacio y, luego La danza de los vampiros y El castillo de la pureza. Verdaderos acontecimientos fílmicos que hicieron época y que disfruté gracias a mi hermano. El cine era la pasión de Luis y, por ende, la mía. Otra pasión compartida eran las obras de teatro musicales, a las cuales nos llevaban nuestros padres, en la Ciudad de México. Y años después, el teatro serio; el de Mendoza, Gurrola y Margules. Y en medio de todo esto, la pasión por las novelas de José Agustín y Gustavo Sáinz. O las de Rabelais, que Luis me mostró como un tesoro recién descubierto. Con “Lolo” (para no repetir Luis tantas veces) conocí la literatura, el cine y el teatro. Tres artes que nos acompañarían durante nuestras vidas y sobre las cuales tendríamos pláticas interminables; “¿Qué le sucede a quién? —decía Luis—, eso es lo importante”. Y con esa frase, abarcaba, con gran síntesis, a la trama y a los personajes de tres lenguajes artísticos distintos, que, en esencia, sirven para lo mismo: contar una historia.

 

Nuestra madre era escritora. No publicaba y pocos la leían. Tal vez sólo la leíamos sus hijos y alguna que otra hermana suya. Había heredado la pasión por la escritura de su padre, nuestro abuelo, quien escribió infinidad de poemas a su esposa muerta. Uno de ellos, por ejemplo, estaba bordado en el pañuelo blanco que cubrió el rostro de su amada recién fallecida. Mi madre nos mostraba ese pañuelo y nos leía los poemas del abuelo. Después, nos leía sus propios escritos, aquellos que guardaba en un altero de libretas viejas. La profesión de escritor era, para mi madre, una profesión idílica. Desconozco de qué forma influyó ella en Luis, pero en mí, por ejemplo, influyó de una manera directa: cuando tenía seis años le conté una historia inventada y mi madre la escribió, en una de sus libretas. Fue mi primer cuento. Algo así debió ocurrir con Luis, muchos años antes, seguramente. De una o de otra forma, nuestra madre nos enseñó que todo lo vivido podía ser escrito. Lo vivido en la vida y lo vivido en la imaginación. Y nos enseñó, también, que nosotros podíamos ser escritores, como esos que escriben novelas, guiones cinematográficos y obras de teatro.

 

Muchos años después, en mi adolescencia, cuando comencé a escribir de una manera más formal, Luis ya era un escritor profesional y, al poco tiempo, un escritor famoso. Sus logros los sentía como si fueran míos. Y luego, cuando llegaron mis logros, Luis los sentía como si fueran de él. La escritura, para nosotros, era una forma de amistad; siempre leíamos nuestras obras, antes de publicarlas, en su caso, o de estrenarlas, en el mío. “Tú me lees y yo te leo”, decía Luis, como si fuera un juego. Y nos dábamos nuestra opinión, por supuesto.
Mi madre leía las novelas de mi hermano y asistía a los estrenos de mis obras. Siempre sonreía, me imagino que orgullosa. Yo soy escritor por la influencia de mi madre y por la influencia de mi hermano. Y, a los dos, les agradezco su enorme generosidad. No seguí la carrera de mi padre, quien era contador. O, bueno, sí, porque soy contador de historias; como Luis, que a veces fungía como mi padre, y otras, como mi mejor amigo. Y sí, la profesión de escritor es una profesión idílica, como lo era para mi madre. Y como lo era para nosotros, en nuestra infancia y adolescencia. Y es idílica porque el escritor tiene lectores y no está solo. “Lolo”, por ejemplo, tiene muchos lectores y nunca, nunca estará solo.

 

 

 

FOTO: Luis Zapata (1951-2020) aportó una obra que unió la tradición de la picaresca, la cultura pop y la vida gay. Una lograda transgresión estética y vital que le abrió un lugar en la literatura. Crédito de imagen: Archivo El Universal

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