El puzzle argentino

Nov 29 • Conexiones, destacamos, principales • 2963 Views • No hay comentarios en El puzzle argentino

 

POR LEONARDO TARIFEÑO

 

Periodista y narrador argentino; autor de Extranjero siempre

 

El consejo de Ricardo Piglia es certero: si quieres ser escritor, ni se te ocurra estudiar la carrera de Filosofía y Letras. Él se hizo caso a sí mismo, estudió Historia en la Universidad Nacional de La Plata y, quizás por eso (pero no sólo por eso), ahora tenemos al gran escritor que tenemos, autor de clásicos de la literatura argentina como la novela Respiración artificial y los ensayos Formas breves y El último lector. En 1985 yo no había leído a Piglia, no tenía ni 20 años y lo primero que hice apenas me fui a vivir a la capital fue inscribirme en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires (UBA). Por entonces, no sabía si quería ser escritor; lo único que tenía más o menos claro era que me gustaba leer. Dos años después de haber ingresado a las aulas académicas, abrir un libro me resultaba tan aburrido y poco estimulante como las charlas con mis compañeros de clase. Lo que alguna vez había considerado como una puerta abierta a la imaginación se había convertido en un árido cementerio de la creatividad, donde lo único que florecía era el amor a la teoría, a la maledicencia crítica y al fundamentalismo canónico. Cuando finalmente descubrí el sano consejo de Piglia (quien, por esos mismos años, dictaba un muy elogiado seminario extracurricular de la facultad), me animé a abandonar la carrera con optimismo y sin culpas. Seguía sin saber si quería ser escritor, pero al menos sentía que debía recuperar el gusto y el placer de la lectura. Una vez despojado de los mandatos docentes y del corsé mental universitario, releí Respiración artificial con un entusiasmo insospechado y constaté que mi decisión vital había sido la correcta. Bajo la tutela de Beatriz Sarlo, profesora titular de la cátedra de literatura argentina del siglo XX, pude ver que la novela de Piglia era un artefacto sofisticado y preciso como un mecanismo de relojería; fuera del aula, las andanzas de Maggi y Renzi me enseñaron que la literatura era valiosa, entre otras cosas, porque dice lo que la política, la crítica literaria o la vida cotidiana jamás podrían nombrar.

 

Ahora sé que dentro de la universidad aprendí a leer, y que sólo lejos de ella podía entender que el valor de la literatura siempre va mucho más allá del logro técnico de tal o cual autor. Como bien ha afirmado el propio Piglia a partir del ejemplo de Roberto Arlt, una obra literaria no trasciende su tiempo sin una relación de tensión con el lenguaje que la construye; sin embargo, reducir su mérito o peso a una cuestión lingüística es un extremismo teórico en el que sólo un académico rampante es capaz de caer sin advertir que su visión jibariza la importancia de la obra de arte. Años después de haber abandonado la universidad, a punto de dejar Buenos Aires para buscar mi destino en otros países, el escritor argentino Sergio Bizzio me despidió con un libro de regalo. Era Allá lejos y hace tiempo, de Guillermo Enrique Hudson, escritor nacido en Argentina que a mediados del siglo XIX emigró a Inglaterra. “Además de una buena compañía, te va a mostrar tu país de muchas maneras”, me dijo Bizzio, con toda la razón. A un escritor lo consagran la academia, la prensa o el mercado, pero hay sobrados motivos para no confiar en ninguna de esas instancias de legitimación. Si el criterio que convierte a una obra literaria en fundamental siempre es arbitrario y sospechoso, me gusta pensar que ese criterio sólo es del todo auténtico si se apoya en la dimensión afectiva y urgente de quien le confía a un libro la misión de acompañar a un viajero en el umbral de una aventura que lo cambiará para siempre. Para mí, Allá lejos y hace tiempo no es un texto extraordinario por lo que se diga de él, sino por las razones que llevaron a mi amigo a creer que en esas páginas yo encontraría el camino de regreso a mi origen. De la misma manera, como quien le entrega una carta decisiva a un mensajero anónimo, aquí me limitaré a hablar de esos libros que, en el enorme océano de la literatura y el periodismo recientes, sirven sobre todo para entender el pasado y el presente de un país de crisis recurrentes, antagonismos irreconciliables y futuro entre paréntesis. A mi manera de ver, del diálogo con estos libros surgen los múltiples rostros de una sociedad a la que le cuesta crecer al margen de la beligerancia y las banderías, en general mucho más interesada en atrincherarse en el pasado que en preguntarse por el futuro. Si alguien se fuera a vivir a Argentina, seguramente le regalaría alguno de ellos. Cada uno constituye una pieza indispensable para armar el puzzle argentino.

 

Un puzzle, por cierto, que comenzó con el país. En los últimos años, ya es un lugar común asegurar que entre los argentinos hay una división profunda, un abismo cultural que encuentra su justificación en el enfrentamiento político. Ese lugar común indica que la distancia social se convirtió en insalvable a partir de la toma del poder por parte del matrimonio Kirchner, con Néstor en 2003 y Cristina en 2007, pero lo cierto es que el divisionismo está presente en el germen de la Argentina como Estado, desde que el educador, periodista y militar Domingo Faustino Sarmiento escribiera que el país sólo iba a convertirse en tal si elegía el camino de la “civilización” (europea) y rechazaba el de la “barbarie” (criolla). Su estupendo libro Facundo (1845), escrito durante su exilio en Chile, es fundacional en al menos dos sentidos: por un lado, construyó el molde ideológico de una sociedad, es decir, creó el primer patrimonio simbólico del país; y por el otro, puso en marcha la literatura nacional con un relato híbrido e inestable, que es biografía, novela, crónica y ensayo a la vez. La antinomia “civilización o barbarie” llevó a Sarmiento a la presidencia de Argentina, y desde entonces recorre la historia con efectos trágicos. En el siglo XX, el divisionismo argentino se acentuó más y más con los sucesivos golpes de Estado (1930, 1943, 1955, 1962, 1966) y se profundizó como nunca entre 1955, con el derrocamiento del segundo gobierno de Juan Domingo Perón, y los años setenta, en los que los valores de la Guerra Fría se tradujeron en el choque de los movimientos guerrilleros (Montoneros, ERP y FAR) con la fuerza militar que en 1976 asumiría el control de las instituciones gracias a una represión saldada con 30 mil desaparecidos. Las diversas tradiciones literarias argentinas, de Respiración artificial de Piglia a Recuerdo de la muerte, de Miguel Bonasso y Flores robadas en los jardines de Quilmes, de Jorge Asís, han expresado el desasosiego de una sociedad sin rumbo marcada por la violencia y el exilio, pero si hay un libro reciente que dibuja el mapa cultural y social de ese país surgido entre el primer peronismo y la insurgencia de aliento marxista, ese libro es Obra periodística (Adriana Hidalgo), de Francisco Urondo. Militante guerrillero, poeta y cuentista, Urondo fue periodista cultural de los principales medios de su tiempo (Primera Plana, Panorama y Crisis, entre otros) y en cada uno de ellos se destacó por una lucidez incomparable, que le permitía diseccionar por igual la obra artística de Oliverio Girondo y Julio Cortázar como el tango de Enrique Cadícamo, el psicoanálisis o las reflexiones marxistas-leninistas de la chilena Marta Harnecker. La reunión de sus textos de prensa se leen como la novela de un país que se pensaba alrededor de los nexos entre cultura y política, donde la antinomia de Sarmiento se zanjaba por la extraordinaria diversidad de un mundo en el que un intelectual activista como Urondo se revelaba interesado en todas las vertientes. ¿Por qué la Argentina vivió años de apogeo como referencia cultural de América Latina? La respuesta a esa pregunta está en este volumen indispensable, en el que el lector contemporáneo puede observar la fuerza invalorable de una cultura popular que se alimentaba de todo tipo de tendencias.

 

La escritura periodística de Urondo pertenece al mapa de la crónica en tiempos revueltos, pero no participa de la tradición de “periodismo urgente” que en Argentina se convirtió en una verdadera pesadilla del poder político, sobre todo durante los años menemistas retratados con ojo clínico por Horacio Verbitsky en el contundente Robo para la corona. En el país de la era Kirchner, quizás uno de los libros más conmovedores e impactantes sobre la hipocresía del poder político sea Once. Vivir y morir como animales (Planeta), en el que la periodista Graciela Mochkofsky reconstruye y explica las razones del accidente ferroviario que la mañana del 22 de febrero de 2012 le costó la vida a 51 personas de origen humilde, justamente aquellas que el gobierno actual dice defender. Mochkofsky recoge testimonios y exhibe documentos que demuestran la corrupción estatal, pero también indaga en el abandono que los trenes argentinos padecieron durante décadas y analiza las razones históricas y económicas de una tragedia que pudo evitarse. Buena parte de las cicatrices del presente están en esas páginas: la desidia e ineficacia de las políticas cortas de miras, el dolor de los marginados por décadas de manipulación populista y la metáfora cruel de familiares de víctimas que hasta hoy siguen sin ser atendidos por las máximas autoridades de un gobierno que, paradójicamente, hizo suyas las banderas de la justicia social y los derechos humanos. Contraparte realista y cruel de los sueños de Urondo, la denuncia de Mochkofsky se yergue como una postal brutal y agónica del país en el que las distintas formas de la barbarie se imponen, demasiadas veces, a la quimera de la civilización.

 

La cátedra de literatura argentina del siglo XX que dictaba Beatriz Sarlo en la UBA terminaba con las obras ambientadas o escritas en la última dictadura militar, como Respiración artificial. Sus protagonistas y hasta sus autores (como la poesía y la narativa de Urondo) habían participado de la lucha política, y esas visiones y vivencias impregnaban los textos. En el siglo XXI, una de las grandes novedades en la ficción argentina la constituye la aparición autoral de los hijos de esos militantes, que narran su origen desde perspectivas sorprendentes e impensadas. En ese panorama, quizás los casos de Los topos (Mondadori), de Félix Bruzzone, y de La casa de los conejos (Edhasa), de la franco-argentina Laura Alcoba, sean los más logrados y representativos. En Los topos, Bruzzone ensaya una novela desaforada en la que un hijo de desaparecidos no se reconoce en el estereotipo militante y se siente más próximo a un travesti que investiga a ex represores, como si la única identidad posible fuera la que se construye ajena al determinismo del origen. Por su parte, Alcoba desarrolla en La casa de los conejos un conmovedor paseo por una infancia clandestina, ficción autobiográfica que a su manera recoge el personalísimo periplo vital de la autora, nacida en Cuba, criada en la Argentina de los años de hierro y educada en la Francia desde donde recupera la memoria. Espejos de un pasado que observan las historias familiares con frescura y sin prejuicios, ambas novelas reinterpretan una época traumática de la que los propios autores emergen con una personalidad literaria poderosa y muy definida, autónoma y al borde de lo inclasificable.

 

En cada una de sus formas y variantes, la literatura dice lo que nada ni nadie más podría expresar. La Obra periodística de Francisco Urondo, Once de Graciela Mochkofsky, Los topos de Félix Bruzzone y La casa de los conejos de Laura Alcoba arman, entre los cuatro, el rompecabezas de un país. Las piezas que faltan, si es que alguna está perdida, hay que buscarlas entre las voces del futuro.

 

*Fotografía: Gabriela Mochkofsky, autora de Once. Vivir y morir como animales / Editorial Planeta Argentina.

 

 

 

 

 

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