El regreso del kazajo

Jul 16 • Ficciones • 1120 Views • No hay comentarios en El regreso del kazajo

Fragmento de El regreso del kazajo, obra ganadora del Certamen de Literatura Laura Méndez de Cuenca 2022

POR GERARDO MARTÍNEZ

El asfalto cocinaba la lluvia y despedía un vapor acidulado. Para ser sábado, la cantina La India estaba a medio cupo, con la barra semivacía y algunos puñados de fumadores, que para su cantidad saturaban el local con una nata de humo. Algunos bebían su cerveza y chupaban trozos de limones. Los más bárbaros los masticaban. Otros arreciaban la partida de dominó mientras hablaban de pedidos en la fábrica de hilados, negocios inmobiliarios, necesito otro empleo, mi mujer ya no me quiere…

En la barra, Cervera pidió una lagartija y le entró con fe a la botana de cacahuates y habas. En una de las mesas, los hermanos Vargas, prósperos ingenieros y amigos de Nacho desde los años de preparatoria, jugaban una partida de baraja, mientras que Nicolás Poblano, su asistente de todas las confianzas y quien les conseguía las botellitas para refrescarse entre semana, miraba el juego de tahúres. Al igual que Nacho, sus amigos apenas rebasaban la treintena de años. Uno de ellos, Pepe Vargas, era el ingeniero designado por un senador para construirle una pequeña mansión en el nuevo desarrollo urbano de Satélite. El joven constructor pasaba sábados y domingos en la ciudad con sus viejos amigos; el resto de la semana, en la obra de la casona de esa prometedora ciudad del futuro.

Mientras el cantinero destapaba la botella y mezclaba el vodka con jugo de toronja, limón, hierbabuena y hielo granizado, Cervera siguió devorando la botana con la mirada puesta en el espejo, que le ofrecía una panorámica segura de la entrada del local. “¿Qué querrá este cabrón?”, pensó. Padilla, Padilla, el apellido del fulano aquel del que le habló Tomás Hernández comenzaba a tomar forma en sus recuerdos. Algo había escuchado, como un rumor que durante sus años en la universidad apareció en la sobremesa de las cantinas, anécdota rescatada para ilustrar la fiereza del gobierno soviético: que escribió injurias contra Stalin en un baño y le echaron el guante por esa pendejada…, que lo traicionaron sus compañeros y lo dejaron morir solo…, que un esposo celoso y militante de su mismo partido le puso un cuatro para alejarlo del país y refundirlo en Siberia. Rumores, sólo rumores. El cantinero adornó la lagartija con una cereza.

Cuando Cervera se empujaba la segunda lagartija, Tomás Hernández entró a la cantina llevando un maletín y arropado con un abrigo maquinof azul marino. En la radio narraban un aburrido partido de beisbol y la suciedad estática de las bocinas alternaba con la llovizna, una carcajada perdida y los murmullos de los clientes. Tomás se quitó el sombrero y pasó de largo frente a la mesa de los jugadores, que levantaron la mirada de sus cartas para estudiar a la nueva visita.

Nacho se sentó junto a Tomás.

—Hasta que se atreve a visitar a los jodidos —dijo.

—¡Qué va! Aquí me la vivía hace años. Eras un mocoso cuando nos pegábamos unas borracheras fabulosas —respondió Hernández con una sonrisa de nostalgia—. ¿Tus amigos? —preguntó señalando a Nico y a los Vargas.

—Sí, buenos tipos. Uno hace lo posible por ser el antipático, pero siempre hay alguien que te toma aprecio.

Durante diez minutos permanecieron callados mirando cómo Juanito, el fiel mesero de La India, sacaba brillo a cada una de las bolas de cerveza, como si no tuvieran otro propósito en toda la noche que ver a un cantinero hacer su trabajo rutinario. Hernández sacó un billete y pagó las dos lagartijas que Cervera llevaba entre espalda y pecho.

—Quizá ya es tiempo de que demos un paseo —sugirió.

Sus últimas palabras las acompañó con una mirada habitual en su lenguaje mímico. “Poder, Cervera, el puto poder es lo que quieren estos puercos”, parecía decirle con esa mirada de pupila aguzada y la sonrisa torcida.

La llovizna había ahuyentado a los pocos raterillos que llegaban a asomarse por la esquina de Bolívar y El Salvador. A Hernández y Cervera la inusual lluvia de octubre los tenía sin cuidado. Caminaron hacia Izazaga, por el barrio de San Miguel, atestado de tugurios y congales donde cantantes cubanos y vedettes despampanantes se ganaban los centavos.

—Chito Robles, uno de los compañeros del diario y que también es cercano al comité del partido, me ha dicho que eres de confianza —dijo Tomás.

—¿Chito? ¿Y él qué diablos tiene en esto?

—Todos somos parte de un mismo juego. Chito, unos compañeros del partido y yo. Nos interesa que regrese Emilio, del que ya te hablé. Yo no lo conocí, pero quienes lo conocieron hace veinte años aseguran que no merecía el cautiverio en que lo tuvieron, y mucho menos el secuestro, que viene a alargar la incertidumbre.

—¿Y desde cuándo son ustedes tan samaritanos? —preguntó Nacho—. Lo dejaron tantos años botado, a rascarse con sus propias uñas, y ahora sí lo quieren de regreso.

El Hernández de la oficina era un hombre seguro en sus palabras y sus hechos, hasta autoritario; el que Nacho tenía enfrente parecía un gato perdido, acorralado a mitad del monte, agresivo, temeroso.

—Chito y yo hemos comentado de ti en el comité. Eres joven, gracias a tu padre tienes relación con ciertos círculos políticos y además demuestras un abierto inconformismo.

La carcajada de su ayudante fue como una patada en el ánimo de Tomás, quien torció los labios en franca molestia. Su rostro cacarizo, resultado de algún avance de los fascistas en la guerra de España, era un catálogo de orificios. En otras circunstancias, estaría cagando madres, arrojando su pluma fuente al escritorio o en el piso de la oficina, o dando manotazos. Acababa de descubrir que él no podía mandar en todos los sitios y que sus enanos podían crecer más de lo que él había esperado.

—Mira, Tomás: ustedes tienden a ver el mundo como si fuera un tablero de ping pong. Buenos y malos, camaradas y enemigos de los pobres —dijo irónico cuando atravesaban la calle Mesones—. Ahora, si me preguntas, te diré que no me gusta ser tachado de idealista o de su opuesto, un faldero que se empine enfrente de un puteque. Pero ¿por qué no vas al grano, Tomás? ¿Quieren que por medio de mis conocidos o amigos averigüemos dónde está Padilla?

Habían llegado al parque de Echeveste, frente a la iglesia de Regina Coelli. Hernández se detuvo junto a uno de los autos estacionados alrededor del parque. Puso el maletín en el cofre de uno de esos autos, aflojó los seguros.

—Lo que estoy a punto de ofrecerte no lo debes comentar con nadie. Ya sea que lo aceptes o que lo rechaces, necesito tu palabra.

Mira, el comité te ofrece esto y otra parte igual si nos ayudas a encontrar a Padilla.

En el interior del maletín brillaron cinco filas de billetes verdes. La propuesta habría sonado tentadora para cualquier detective de la policía judicial. “Todo es una trampa”, pensó Cervera. Por la llovizna, el cigarro de Tomás Hernández era ya una sábana marrón coronada por una brasa que se extinguía como sus esperanzas.

—¿Quieren que lo encuentre o sólo que les consiga información? —preguntó Cervera mientras empujaba la mano de su jefe incitándolo a cerrar el maletín.

—Aún no sabemos si fue el mismo gobierno de México el que lo secuestró o fue un gobierno extranjero. Dudamos de los rusos. Quizá lo liberaron como un gesto para ganarse el voto de México por el tema de las armas nucleares que tienen en la onu —respondió Tomás.

—¿Y era importante el tipo?

Hernández suspiró. Se quitó también el sombrero y miró a ambos lados de la calle.

—Chito ya te ha hablado de él, ¿no es así?

—Pobre. Mira que cualquiera puede terminar con los bigotes congelados en Siberia, y todo por una pendejada.

—¿Qué dices, Cervera? Tenemos datos dispersos y un informante —dudó un momento y se rascó la cabeza—. Bueno, lo que queda de un informante.

—Vaya vaya. Ésta sí es cosa de locos. Con la cédula de comunista es suficiente para estar formado en el vestíbulo de los psiquiatras —dijo Cervera con una risa burlona.

—Aquí hay un puto interés de poder. Sólo que no sabemos, Nacho, quién está detrás de ese secuestro tan jodido.

Una anciana que vendía veladoras, guarecida en la entrada de uno de los edificios vecinos, los observó cruzar el vestíbulo que daba paso a una capilla menor. Se quitaron el sombrero y la penumbra de la iglesia de Regina Coelli ocultó la mitad de sus rostros. Eran casi dos voces en medio de la divinidad enclaustrada. Tomaron una banca. Faltaban diez minutos para que iniciara la misa y un puñado de personas era la única compañía para el nuevo agente privado Nacho Cervera y su cliente Tomás Hernández. Alguien encendía cirios, alguien más oraba arrodillado, cuatro o cinco feligreses esperaban respuestas divinas.

—¿Y qué ha dicho la cancillería? —preguntó Cervera a media voz.

—¿Qué quieres que diga? Sostienen una sola versión. Dicen que Padilla estaba sentado en la sala de llegadas a un lado de Ernesto Marrón, empleado de la embajada. Esperaban un taxi y Padilla simplemente dijo “ahora vengo, tengo que orinar”. Marrón lo vio entrar a los sanitarios, pero no lo vio salir. A los quince minutos, con el dilema de dejar las pertenencias de ambos a disposición de los rateros, tuvo que entrar al sanitario. Nada. Incluso recibió insultos de un viajero gringo que lo creyó voyerista. Imagínate el cuadro. Divino, ¿no crees?

—¿Y ya?

—¿Qué más pueden decir? Ya quedaron como pendejos. No van a dar más detalles. ¡Joder!

—¡Tomás! Estás en la casa de dios.

—¡Joder, contigo!

—¿La familia? ¿Qué hay de ellos?

—Nada. Durante años le insistieron al gobierno para que les ayudara. Parece que Ávila Camacho hizo unos intentos, pero aún vivía Stalin. No hubo resultados. No se supo de Padilla en muchos años. Fue hasta el 47 cuando apareció en la embajada de México en Moscú. Parecía un cosaco, de esos que cuidan cabras y renos en la estepa, quemado por el sol y la nieve, sin un centavo en el bolsillo. Estuvo unos meses en la embajada y durante ese tiempo intercambió algunas cartas con su familia y amigos. Luego, el gobierno soviético lo obligó a tramitar su visa de salida en una ciudad alejada: Almaty. ¿Habías escuchado de esa ciudad? Búscala en el mapa cuando llegues a casa. Un año después, se le perdió el rastro, dejó de responder al telégrafo, aunque sin dejar de cobrar el dinero que le enviaba la embajada. Meses más tarde, el gobierno ruso notificó que estaba en la cárcel de Krasnoyarsk por una pendejada que llamaron “actos canallescos”. Suspendieron los giros telegráficos, que con toda seguridad estaba cobrando alguno de los agentes que lo detuvieron. ¿Puedes creerlo? La embajada lo recuperó hace poco y lo puso en el avión acompañado de Marrón. Ya sabes lo que sucedió después —de su abrigo, Hernández extrajo una fotografía—. Ésta es su foto, la más reciente. Es de hace ocho años, cuando pasó unos meses en la embajada.

En sus manos, Cervera vio la imagen de un hombre de unos cincuenta años, tez aperlada, flaco de melancolía, gafas de pasta oscura, el traje una talla más grande. Era, sin duda, un habitante resignado de la última frontera hacia el abandono. En la foto, Emilio sostenía una maleta y en la otra mano un abrigo. No sonreía ni para el fotógrafo ni para él mismo. A sus espaldas corrían los andenes de una estación de tren en algún punto de Moscú. A un costado, de perfil, aparecía el secretario, Ernesto Marrón. Con la cabeza inclinada a la derecha, Emilio sostenía esa nobleza del que sabe que va a morir pero no desea dar a sus verdugos el gusto de verlo llorar. Si tenía cuarenta años al momento de la foto, una vejez adelantada le había arrojado de golpe diez o quince años. Estaba tundido y aplanado por un siglo veinte que le había pasado completo por encima.

La avaricia regurgitó en los intestinos de Cervera al igual que el batido mañanero y los pancakes, pero el monstruo que se alborotaba en sus entrañas no era otro más que la piedad, burbujeante, con oleadas de acidez que no paraba ni dios padre.

La capilla se había llenado a la mitad. Algunos feligreses esperaban el inicio de la misa. La lluvia, a diferencia de los bebedores de La India, no los había ahuyentado. “¡Carajo! ¿Cambiar los tragos por salpicadas de agua bendita? Algo está mal aquí”, reparó Cervera. Hernández acariciaba el maletín. Un pequeño coro de voces blancas formado por cinco niños bien peinados entonó los primeros compases de un adagio barroco.

—¿Sospechan de alguien? —rompió el detective.

—Hay tres posibilidades: los norteamericanos, alguien del gobierno de México, o gente al interior del partido.

—A ver de dónde sale la primera madeja. Dame un momento —dijo Cervera. Se puso de pie y salió un minuto de la iglesia. A su regreso, llevaba tres veladoras. Puso una a los pies de un Cristo.

—Pensé que eras ateo —dijo Hernández.

—Aquí el que se caga en dios y la Virgen eres tú. Yo no.

—¿Y las veladoras?

—La primera es para que me ayude a entender las pendejadas que estás diciendo y me dé criterio para saber si debo tomarte la palabra; la segunda, para que me cuide dios padre en esto que me pides; la tercera, para que me pagues y no te hagas pendejo. Hernández: en la guerra no hay ateos.

—¿Y qué dices, Cervera? ¿Nos ayudas o prefieres recomendarnos a alguien?

—Aún no sé. ¿Cuánto traes en ese maletín?

—Digamos que doscientos mil dólares.

—¿Y de dónde salió ese dinero? —preguntó sorprendido el antiguo short stop, el ex talla veintiocho y el neurálgico que se conjugaban en Cervera.

—En otras circunstancias, te mandaría al carajo, Cervera, pero te lo diré: son los fondos de las ministraciones que nos manda el partido soviético.

—¿Quieres decir que van a investigar al mismo que les jala el mecate?

—No, Cervera. No confundas. Una cosa es el partido y otra el gobierno, aunque no lo parezca. Además, ellos mismos son los principales interesados en que Emilio aparezca con vida para congraciarse con Ruiz Cortines. Ahorita necesitan su voto en la ONU y quieren que esto se resuelva antes de la ronda en que tratarán el desarme nuclear.

Nacho Cervera se levantó con las dos veladoras en el bolsillo de su saco, se detuvo frente a la mesilla que acumulaba las ofrendas. Mojó dos dedos con saliva para apagar el pabilo del primer milagro. “¿Qué hago con este pendejo, mano? ¿Te lo llevas o te lo mando?”, preguntó al Cristo doloroso que colgaba de una de las paredes de la capilla.

Pensar en esa cantidad de dinero le movía esas cosquillas por acariciar la papeluza, en fajos, en billetes hechos bola, enrollados o como quiera que fuera. Era una cantidad que le ahorraría muchos enjuagues, antesalas y humillaciones: negocio propio, casa propia y hasta mujer nueva, ¿por qué no? Imaginó todos los sueños, los que sabía que no eran para él.

Tomás Hernández lo miraba desde la banca, inmóvil, con su valija, en la que guardaba una fortuna dispuesta a ofrecérsele a Nacho como una amante en el punto exacto en que se arrecian las llamadas para tomar lo que es propio.

Cervera encendió las dos veladoras restantes que adeudaba al Cristo. Con la misma y depresiva náusea regresó con su aún jefe. Regresó con Tomás:

—Mañana mismo veo en qué resulta el asunto de Padilla. Sólo necesito un adelanto para algunos gastos y para un abrigo que le debo a mi changuita —Hernández sacó un fajo de billetes y se lo dio a Cervera, quien lo guardó en la bolsa de su blazer—. Nomás te advierto que si tú o alguien de tu partido me sale con chicanadas, seré tu dolor de muelas hasta que me canse. A primera hora tienes mi renuncia y comienzo con este encargo. Vámonos. Sólo guárdame bien esa valija.

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