El tobogán narrativo de Antonio Ortuño

Feb 18 • destacamos, Lecturas, Miradas, principales • 1227 Views • No hay comentarios en El tobogán narrativo de Antonio Ortuño

 

A través de una banda de heavy metal, La Armada Invencible ofrece una fábula a la resistencia y un rechazo a los valores anquilosados de la sociedad

 

POR JOSÉ HOMERO
“La construcción de una guitarra sigue a menudo las pautas imaginarias del armado de un navío, con todo y su terminología técnica especializada”, anota Antonio García de León en su erudito y ameno estudio El mar de los deseos. El Caribe afroandaluz, historia y contrapunto. E invoca a Sebastián de Covarrubias, quien observó que los trastes tienen tal nombre “por la semejanza con los bancos en la galera”.

 

Más allá de la metáfora, la clave de afinación es la metonimia: los trastes, como los bancos, siguen una división estricta para tañer en tonos y semitonos; los artífices de los instrumentos para cuerda son los mismos que arman navíos en las atarazanas. Una guitarra bien podría zarpar y enarbolarse como parte de una armada.

 

La Armada Invencible no es una monografía sobre la infortunada flota naval con que el Imperio español pretendió socavar a la Inglaterra isabelina, sino la historia de un cuarteto tapatío de heavy metal y thrash con ese agorero nombre. Tras publicar un álbum, se desintegró, pero su egocéntrico líder intenta calafatear la nave y ponerla nuevamente a flote.

 

Que otros glosen la anécdota, yo prefiero examinar el armazón. Naves e instrumentos de cuerda —al menos los del fandango— sustentan sus armados en un principio simétrico; “la proporción y la correspondencia entre las partes y el todo”, dijera David Huerta. Significativamente, la portada del único disco de la banda ficticia exhibe un galeón con forma de guitarra eléctrica (o a la inversa). El autor, laudero experto, urde su encordadura enlazando los ámbitos marítimos y musicales; desde el título hasta el íncipit, que configura a Barry, uno de los dos protagonistas, como “un barco que partía en dos las aguas”.

 

Entre el inicio y el desenlace, entre el primero y el último capítulo, hay una correspondencia, una suerte de espiral. La narración comienza presentando a Barry, a través de la voz de Yulian, en un centro comercial dirigiéndose a una tienda de música, y su encuentro con un cantante de trap —o algo así—. Y finaliza con un monólogo de Yulian narrando su visita al mismo centro comercial, buscando la misma tienda y encontrándose con el mismo trapero —o algo así—. La presentación discursiva ratifica la simetría: el primer capítulo se ordena con la fórmula: relato de Yulian más entrevista con Barry; la conclusión, en contraparte, invierte el orden, abre con las declaraciones de Barry y termina con el monólogo del bajista.

 

La travesía narrativa configura un reloj de arena, cuerpo integrado por dos receptáculos de vidrio conectados por un estrecho a través del cual discurre el contenido. Esta figura indica otra dualidad en la composición. Sugiriendo las dos caras de un disco de vinilo, consta de dos partes, lado A y lado B, cada una con cinco capítulos, denominados con los nombres de las canciones que integran el primer repertorio de la Armada —el curioso lector puede escuchar la playlist homónima, curada por el propio autor, en Spotify. La dualidad determina, igualmente, la enunciación: cómo se ven los acontecimientos. Dos son las voces y enfoques, uno del narrador protagonista y testigo; el otro, el coro que suma diversas perspectivas, incluida la de Barry, a una relación no literaria: el documental de Luisma sobre la banda.

 

La maniestación es también dualista, antagónica, como en todo mito de creación. Barry y Yulian conforman un dueto que evoca a Lennon y McCartney, a Ozzy y a Tony, a Heltfield y a Hammett… Escriba su pareja del rock favorita. Así, la simetría en la composición reverbera en el contrapunto narrativo. La versión de Yulian se contrapone a la visión de Barry; y la de ellos, a la de los corifeos del documental. En un rasgo más extremo, la oralidad a la escritura.

 

Una relación más profunda emerge en la génesis misma de la historia. El narrador proclamará a los Beatles como los fundadores de la Iglesia del rock. Posteriormente, trazará una afinidad entre el metal, las armas y el porno. Y el origen del metal, la piedra de la agresión primordial, es Helter Skelter. Por ello, la novela finalizará con Yulian sentado en una banca del centro comercial interpretando con una vieja guitarra de palo dicha canción. Si el fósil es esa pieza que es también metafóricamente un arma —el rock se configura como una herramienta agresiva e insignia de la rebelión—, al final el instrumento literalmente devendrá un arma. Vuelta al origen, la música regresa a su punto de partida: palos y piedras para embestir la impostura.

 

Emblema narrativo, el Helter Skelter —ahora en su acepción de juego mecánico propio de los parques de diversiones británicos— es un símbolo del ascenso y la caída —ya McCartney había dicho eso de su elemental canción, grito primario—, no en vano se basa en un tobogán. Textualmente, hay un elemento de idéntica función: la escalera de caracol por la que se asciende o se baja del bar al escenario. A lo largo del periplo, Ortuño ofrece una fábula de la resistencia y a la conservación de los ideales anárquicos; un rechazo a los valores anquilosados de la sociedad y a la vez la crónica del desencanto y la molicie que acompañan la madurez; y una sutil historia de amor que, como todos los grandes romances, queda en suspenso. No en vano el cuento de los Grimm, Los músicos de Bremen, es igualmente otro venero y clave de esta obra compleja y tan bien encordada como una airosa carabela o una lira bien afinada. El tobogán narrativo nos ha conducido de la apoteosis de saberse vivos al fracaso de los personajes. Y sin embargo, a juzgar por el astuto final, quizá no todo esté perdido e incluso el punto más bajo sea sólo el momento anterior a un nuevo recorrido.

 

Novela entrañable para todo aficionado al rock —sin duda reclama ya un sitio destacado dentro de los libros situados en ese universo—, resulta también memorable por su destreza artesanal y por la sabiduría literaria que destila en su estilo, plagado de intertextualidades —su integración, por ejemplo, de la lírica de Helter Skelter al parlamento final es notable— que no requieren del alarde para potenciar sentidos. Los sentidos.

 

FOTO: Antonio Ortuño fue ganador del Premio Bellas Artes de Cuento Hispanoamericano en 2018. Crédito de foto: Yadin Xolalpa /El Universal

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