Adiós

Feb 18 • destacamos, Ficciones • 788 Views • No hay comentarios en Adiós

 

Una mujer vive torturada por recuerdos de un amor platónico, la figura fantasmal del padre, los ecos de una hermana fallecida y los hijos no nacidos. Este un relato inédito de la escritora fallecida hace cinco años

 

POR MARGARITA PEÑA
María Fernanda vivió ese sueño como si lo que pasó en él hubiese sucedido apenas ayer.

 

Viajaba en la parte trasera del autobús turístico. Autobús con aspecto de esos que se contrataban en el pasado para excursiones locales: no muy nuevo, poco confortable, quizás pintado por fuera de color naranja, como los transportes escolares. Esto último más bien lo imaginó al reconstruir el sueño.

 

En realidad, en éste no pasaba nada… o pasaba mucho. A lo largo del trayecto había discutido con él. O bien, no discutieron, estaban distantes, no se dirigían la palabra. Ella se hallaba sentada en un lugar y él del lado opuesto, entre el resto de la gente. Se habían ido alejando uno del otro desde hacía tiempo.

 

Iba haciéndose de noche, ahora regresaban. La excursión de un día había terminado. Un malestar profundo se apoderaba de “Fer”, como él solía llamarla. Una sensación de extrañeza; de desconocimiento y distancia. Los demás, ¿quiénes eran? ¿Los había visto antes? ¿Qué tenía que ver con ellos?

 

Que importaba… No había hecho conversación con nadie, puesto que emprendió el viaje con él, con Martín. Así que, ¿qué falta hacían los otros? Eran una compañía circunstancial, inevitable, gentes a las que sólo les veía las espaldas, en todo caso, el cuello. Mujeres vestidas a la moda de los años cincuenta, con ropa de colores chillones: rosa, amarillo. De mediana edad, cabellos oscuros, cortos y rizados como los de las señoras de las películas norteamericanas de aquellos años; parecidas a las integrantes de una comunidad religiosa que hubiera asistido a escuchar un sermón, o a la escuela dominical en una iglesia de otro pueblo; austeras, hoscas incluso. Las percibía poco amistosas; prestas, quizás, a la crítica.

 

Fue sólo durante un momento, un instante, cuando Martín vino a sentarse a su lado. Caminó desde el frente del autobús hacia el fondo, hacia donde ella se sentaba. El crepúsculo desaparecía, se convertía en noche, el interior del autobús se iluminaba apenas. Los demás ya no eran gente, seres humanos, sólo cabezas apiñadas delante de ellos.

 

Le tomó la mano, pasó el brazo sobre sus hombros, acercó su cabeza a la de ella. Como solía hacer en la oscuridad del cine hacía tiempo, cuando se conocieron. Moreno, fuerte. Sintió su cercanía, su calor, su familiar apostura, su olor; reconoció su manera de vestir, casual: pantalones color caqui, chamarra del mismo color… un suéter cerrado. El cabello castaño claro, lacio, peinado hacia atrás. Era él de nuevo. Lo demás, lo anterior, la lejanía, no contaba: sólo un mal tránsito, algo así como un paso a desnivel, un túnel oscuro. Sintió que su corazón se resarcía una vez más. Estaban juntos, él la amaba, podía sentirlo; se habían reconciliado, los otros no importaban en absoluto, para nada; eran solamente un sustantivo colectivo: gente. En la última fila de asientos del autobús se besaron, la acarició; él se enardeció, le apartó la falda, separó sus muslos… Fernanda volvía a ser feliz, la angustia desaparecía como por encanto. Protegida por él, acompañada por él.

 

Recuperaba la visión de la vida con Martín. Lo malo, lo horroroso había pasado. La desprotección y el miedo.

 

Cuando llegaron a la calle de casas pequeñas, iluminadas, el autobús se detuvo. Empezaron a descender. Uno por uno, o bien en grupos de dos o tres, apretujándose al salir. Ella recordó entonces que papá andaba cerca, merodeando por allí, para llevarla a casa. Papá, como Dios Padre Omnisciente, la miraba desde lo alto con reprobación. Estaba en el aire, en la noche, en el interior de la casa pintada de rosa y amarillo; estaba, por allí, en todas partes. Una presencia, un muro entre Martín y ella; la valla insalvable de la obediencia, la sumisión. Él también lo percibía, se había dado cuenta de que era imposible… Con gesto calmado, con tristeza y resignación, recogió la chamarra y desapareció. “Martín se va, ya se bajó, se fue”, sollozó María Fernanda. El autobús se había quedado vacío. Se vio obligada a bajar también.

 

Se encontró en un patio pequeño y desierto, alumbrado con focos enceguecedores. La gente del autobús había entrado a la casa fea, tristona. Se dirigió, ella, al interior. Había una mesa dispuesta como para cenar… ¿o eran varias mesas pequeñas…? ¿Valdría la pena quedarse? Y él ¿qué fue de él? No se encontraba allí. Había huido, escapado. Ni él ni ella se parecían a esta gente. ¿Acaso había sido sólo un espejismo, una aparición? “No”, se dijo Fernanda: estaba hacía un momento allí, en el asiento del autobús, junto a ella, sobre ella, besándola, tocándola, excitándola, resucitando el amor que parecía muerto, el deseo… pero finalmente, se había ido. Como si ese fuera el sino.

 

Desaparecer ante la amenazadora presencia de Papá-Dios… diluirse, a la larga, de nuevo, en el desamor y el tedio. Y ella creyó, amó, había sentido…
Las mujeres vestidas de amarillo, obsequiosas, se acercaban para preguntarle algo, pedir que se sentara con ellas; regañarla, criticarla o, a lo mejor, decirle que se fuera…
Era de noche. Adentro, una pared rosa, otra amarilla. Había luces pero sin alegría.

 

Afuera, pura oscuridad.

 

María Fernanda despertó. Sus siestas solían ser largas, ocasionalmente cargadas de presencias. Estas de hoy, inusualmente intensas, la habían sobrecogido. A sus sesenta y seis años, las presencias habían sido lavadas por el tiempo. Martín, si es que existió, murió. El otro, un amor de mucho antes, también. Y papá… por supuesto… Ahora estaba sola. En verdad, realmente, sola… ante la gente y su indiferencia. Adentro quedaban únicamente ese torturante vacío, esa sensación de impotencia y la insoportable añoranza de lo perdido: ¿el esposo, el amante, el Padre? ¿Los dos hijos que no llegó a dar a luz? Una rabia que crecía, rabia de seguir estando allí, atrapada contra su voluntad tras tantos adioses.

 

La música se deslizaba desde el interior del radio portátil. Una melodía suave y apasionada. ¿Un nocturno? Acaso una balada o un vals del inmarcesible Chopin. O un fragmento de alguna sonata del irascible Beethoven. Los acordes la estremecían, la llenaban de esencias, aromas de flores bellas y mustias, las rosas que cultivaba mamá. De añoranza. Chopin culminando su propia pasión con un “grand finale” intenso, triunfante, que a ella le llegaba al corazón estremeciéndola. Los acordes se extinguían, se revolvían, se repetían, volvían sobre sí, se prolongaban, morían finalmente en una cadencia suave. La música de su infancia: mamá uncida al piano… (sí, era uno de los nocturnos); mamá uncida a la tiranía, a la rutina infeliz. Si, un nocturno, de los más suaves, los más bellos, los más gloriosos.

 

Sonó el teléfono sobre el buró, junto a la cama. Una voz de mujer preguntaba por María Luisa. “Ha de ser Luisa María”, respondió con voz cortante Fernanda, repitiendo en voz alta el nombre de su hermana difunta. “No está”. Y colgó con fuerza.

 

No lo pensó más. Venía guardando los frascos de pastillas, acumulándolos desde hacía tiempo… Nunca supuso que un simple sueño, en parte hermoso, fuera a empujarla… “Es que es Navidad…”, pensó tratando de entender, de dar sentido a sus actos, “con eso está dicho todo”. Un buen rato le llevó beber atragantándose, varios vasos de agua. Intentó vomitar. Recordó de pronto: “¡…vieja loca…!”, le habían gritado el otro día desde un auto que intentaba rebasarla… ella había contestado con el claxon, “…la gente es tan agresiva…”. Todo se volvía demencial. Tras la llamada anónima vació casi el frasco.

Luego no pudo más. Se tendió. Agripina había escuchado el timbre del teléfono, apareció en el dintel de la puerta, la sacudió inútilmente… hasta que se durmió.

 

Pero he aquí que el nombre de su hermana retumbaba en el cerebro aun después de que el médico llamado por Agripina le hiciera un lavado de estómago. La muchacha acudió justo cuando Fernanda colgaba el teléfono con violencia y se atiborraba de pastillas. Lo escuchó desde la cocina. No logró detenerla. Marcó el número del doctor Astudillo quien llegó en un santiamén, hizo lo necesario y se marchó. Tercera vez que Fernanda lo intentaba. Era claro que Luisa María, o María Luisa, en esta ocasión la había salvado.

 

ILUSTRACIÓN: ANI CORTÉS

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