Escombros

Sep 19 • destacamos, Ficciones, principales • 3469 Views • No hay comentarios en Escombros

POR EDUARDO ANTONIO PARRA

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Esta camioneta tiembla mucho, ¿no te habías dado cuenta? Hasta rechina. Parece que fuéramos por un camino empedrado, como si me llevaras a un rancho, pero aquí nomás veo fábricas, casas viejas y edificios. Seguimos en la ciudad, ¿no?, aunque ya andemos por quién sabe qué rumbos. No, no soy yo. ¿Cómo no iba a darme cuenta? Soy mecánico, no se te olvide. Es la camioneta. Grandota, blanca y muy bien paradita, pero nomás por fuera; el motor debe andar en las últimas o traes los muelles jodidos o la suspensión. Me recuerda a los viejos del barrio: cuando los miras sin moverse lucen enteros, con buena estampa, pero nomás comienzan a andar y la columna se le vuelve gancho, les fallan las rodillas y apenas pueden dar pasitos de ganso, a punto de caerse. Yo estoy jodido por dentro también. Me he dado algunos gustos, aunque la vida en este país sea una mierda. Pero nunca he querido dar lástimas. Si no me hubieras traído contigo a huevo, ahí seguiría en mi rincón de la vecindad, con mi trago a la mano, tranquilo, sin pedirle nada a nadie. Yo ni la hago de tos, ni necesito vejigas pa nadar. Mucho menos necesito algo de ti. Mírame, tenías una eternidad sin aparecerte y estoy igual, ¿o no? Claro que estoy viejo, ha pasado el tiempo, pero sigo como siempre. ¿Que no? Estás pendejo. Cuando te fuiste y tu madre y yo nos quedamos solos no cambió nada. Con mi pensión nos alcanzó para mantenernos los dos, y luego que se murió sin que vinieras ni un día a la casa me bastó para pagar su entierro y hasta algunas misas por el descanso de su alma. Pura madre necesito de ti. Nada, ¿me entiendes? Ni de ti ni de nadie. Y no me digas que no tiembla tu pinche camioneta, chingao, si algo sé reconocer son los temblores. No por nada he vivido en esta ciudad casi toda la vida… Ni te has de acordar de cuando se cayó el ángel, ¿verdad? ¿Que no habías nacido? Ah, ahora te quieres quitar los años para presumir de muchacho. ¡Si no lo sabré yo! Esa fue la primera vez que sentí que el cuerpo se me descuajaringaba. Hasta me arrepentí de haber dejado el pueblo allá en medio del desierto para venir a buscar trabajo en la capital. No se me olvida cómo me bailaban los huesos del pescuezo, de la espalda, de las caderas. No, no estaba borracho. Eso hubiera sido mejor. En ese entonces casi no inflaba porque iba a jugar futbol los sábados y porque había que tragar, y con los alcoholes pos nomás no me hubiera ajustado. Venía saliendo de un turno extra en la fábrica y como era joven y no tenía sueño me bajé del camión para regresar andando por Reforma. Me gustaba ver los monumentos y las torres que entonces me parecían las más altas del mundo. Era muy noche y las calles estaban solas. Yo iba bobeando, con la vista en alto, cuando de repente sentí que la cresta de un edificio se sacudía mientras un ruido muy raro llenaba el aire, como el que brota de una revolvedora de cemento. Aunque te rías, por un segundo pensé que de algún lado iba a salir una parvada de brujas, cada una trepada en su escoba, para llevarme muy lejos. De acordarme, se me vuelve a enchinar el cuero, je. Pero nomás fue por un segundo porque luego sentí que mi cuerpo vibraba como si fuera a desarmarme. Los tobillos, las rodillas, la cintura, la espalda, el pescuezo, la cabeza. Mareado, me fui de lado aunque alcancé a sostenerme de una de las estatuas del paseo. Creo que de Guillermo Prieto, el poeta. ¿Cómo no lo conoces? ¿Ya no te acuerdas de que te leía sus romances cuando eras chamaco? Qué memoria la tuya. Me agarré del pedestal de la estatua, que también parecía zangolotearse, hasta que se me quitó el váguido. Duró un buen, a mí se me hicieron horas. Cuando al fin sentí que ya podía volver a estar de pie sin dar tumbos, me envolvió una serie de olores extraños: a tierra, seca y húmeda, a mierda, a yerba recién removida, a miedo. Y se oía un rumor sostenido de voces. Alcé los ojos y se me cortó la respiración porque ahora la calle estaba llena de gente. Ya no pensé en brujas, sino en fantasmas. Creí que la había felpado y los difuntos de la capital habían venido a recibirme. Estuve a punto de gritar, o de rezar, qué sé yo, pero entonces me di cuenta de que casi todas las mujeres andaban en camisón y los hombres en piyama, y me dije que esos no eran ropas de fantasma. Enseguida empecé a oír lo que hablaban. A cada rato decían “sismo”, y lo comprendí: me había tocado mi primer temblor en la ciudad de México. Y fuerte. Se cayó el ángel de la Independencia. Yo lo vi en el suelo, rodeado de gente, cuando seguí rumbo a mi casa. No, no es tan grande como uno se lo imagina al verlo allá arriba. Pasados el susto, el malestar y la extrañeza, la verdad es que empecé a sentirme un hombre afortunado. No, no por haber sobrevivido. Aquella vez murió poca gente en realidad, aunque sí hubo daños. Afortunado por haber vivido un temblor. Desde mi llegada a la capital la gente me hablaba de ellos, unos con miedo, otros con desdén, y yo nunca entendía a qué se referían. Pero esa noche la ciudad me enseñó lo que es un terremoto. Y esa noche también comencé a sentirme capitalino. ¿Te parece ridículo? A mí no. En ese tiempo hasta orgullo me daba haber dejado de ser un provinciano para integrarme a la ciudad donde se toman las grandes decisiones. Tú nunca sentiste eso. Tú eres de aquí. Es como si de nacimiento vinieras equipado para reconocer un temblor de tierra: algo que puede cortarte de tajo la vida en cualquier momento. En el pueblo donde nací, las calamidades son más lentas, sequías, malas cosechas, hambre. Lo único repentino son las tolvaneras, que aunque te desgracian la vida unos días no llegan a matarte. Un terremoto sí: en un minuto estás tan campante viendo el futbol, al siguiente ya tienes encima hartas toneladas de cascajo y quedas apachurrado, con las tripas y los sesos de fuera. ¿Así murió tu tío? ¿Cuál tío? Yo no sé por qué inventas tantas tarugadas. A ese güey que mientas no lo conozco, no insistas. Carajo, ahora resulta que no voy a conocer a la familia… Ah, cómo se sacude esta chingadera, ¿no le puedes dar más despacio? Parece que se me fueran a desenchufar los huesos. Por lo menos vete por lo planito, ¿no? Te decía que en la madrugada que cayó el ángel me enorgullecí por haber vivido un temblor. Pero no me duró casi nada el orgullo. Ya que aprendí a reconocerlos, supe que aquí temblores hay siempre. Nunca deja de temblar y la pinche ciudad siempre está derrumbándose, y en su caída arrastra al resto del país, a todos nosotros. ¿A poco no lo notas? Has de ser muy distraído o muy pendejo. Diario algo se cae, algo se deteriora, algo deja de servir, y todo es por culpa de los malditos temblores. Y como tú, la gente está tan acostumbrada que ni lo nota. Tiene que ser un verdadero terremoto para que los despabile. Entonces sí se salen de sus casas, o corren a ponerse en los marcos de las puertas o bajo algún mueble pesado. Pero de nada sirve, como nos dimos cuenta con los sismos del 85. ¿Me vas a decir que de esos tampoco te acuerdas porque no habías nacido? Yo, la verdad, cuando ocurrió el primero estaba bien dormido. Había bebido hasta muy tarde la noche anterior. Tu madre me dijo que trató de despertarme y no pudo, y por eso corrió sola al patio de la vecindad. Desde ahí vio cómo se caían los cuartos de la segunda planta. Sí, murieron varios vecinos. Cuando pasó y consiguió despertarme, me encontré con un desastre, ruinas, hombres y mujeres llorando, algunos tratando de mover los escombros para rescatar a sus familiares. Tú no aparecías por ningún lado y eso la tenía mortificada. ¿Yo? Yo nomás sentía que el país se había venido abajo por completo. Era como un hueco que crecía en la panza y de ahí subía al pecho para no dejarme respirar y sacudirme todo. No, no estaba preocupado. Sabía que vendrías en cualquier momento. Desde muy chamaco aprendiste a valerte por ti mismo, igual que yo. Pero me dolía la ciudad, me dolía México, me dolía la gente. Y para aliviar ese zangoloteo y ese dolor me puse a beber. Sí, aunque te burles. Y no he parado desde ese día. Me salí de la vecindad y anduve vagando sobre las ruinas, entre la gente que buscaba a sus muertos, entre los fantasmas que ahora sí invadían lo que había quedado de las calles: iban de un lado a otro, enterregados y llorosos, con el pelo revuelto, la mirada perdida y un gesto de infinito dolor en la cara, como si hubieran extraviado el camino al otro mundo. En algún momento tuve la certeza de que yo me miraba igual, y no pude soportarlo. Entendí entonces que, desde aquel primer temblor que me tocó, cuando se vino abajo el ángel, los demás habían sido nomás adelantos, anuncios pinches, del que acabaría de derrumbar por completo el mundo que yo conocía. No recuerdo dónde conseguí los primeros tragos. Como las cantinas permanecieron cerradas ese día, seguro me metí a alguna en ruinas, porque en mi recuerdo vago entre escombros con una botella en la mano. Sí, eso que estaba frente a mis ojos era el fin del mundo: vi madres con la cara ennegrecida apretando contra su pecho el cadáver de su hijo; vi hombres con los miembros amputados y sangrantes, alguno con el brazo colgando aún de una tirlanga de pellejo; vi hombres y mujeres arrodillados entre el cascajo pidiendo piedad a Dios; vi niños y niñas desnudos, corriendo entre la destrucción llenos de pánico; vi cadáveres abandonados en tierra, vi piernas cuyos cuerpos yacían sepultados bajo montañas de piedras. Era el fin del mundo, ¿no te acuerdas de la Biblia? Por donde quiera se oían lamentos, llanto, letanías, súplicas, los gritos agonizantes de los que estaban atrapados. Y el aire olía a muerte, a gas, a cemento, a sangre, a drenaje y a dolor… ¿Por qué no te paras en esa vinatería para comprar un pomo? Preciso un trago, sí. No me salgas con que me hace mal. Ahora sí muy preocupado por mí, cabrón, después de que te desapareces toda la vida. Mira, con un par de tragos, hasta las sacudidas de la camioneta dejarían de molestarme. Y dale con que no es eso, chingao. Entonces es otro sismo. No te rías. Es cierto. Desde aquel terremoto que nos desgració el país no ha dejado de temblar. ¿Por qué crees que me la paso tomando desde entonces? Sí, ya desde antes me gustaba el alcohol, pero no lo había necesitado en verdad hasta el día del fin del mundo. Imagínate lo que es ver que lo que conoces y quieres queda en ruinas. No, eso dicen, pero nadie reconstruyó nada. Nomás hay destrucción. Si lo sabré yo. Como andaba tan borracho, ni siquiera sentí las réplicas, aunque algo recuerdo el ruido parecido al de las explosiones y los alaridos de pánico. En la calle, con mi botella, tambaleándome, los otros sismos no hicieron sino que me sintiera más briago. Cualquier cosa se soporta así. Hasta volver varios días después a tu casa para encontrar nomás escombros, ruinas de piedra y humanas, como tu madre. No volvió a ser la misma. Algo me decía de ti que no entendí, y lo siguió diciendo hasta que se murió, unos meses después. Seguro estaba triste porque no te volvió a ver. Pasamos ese tiempo ella llorando y yo briago. Y después de enterrarla, pos ya no tuve de otra que mantenerme así para aguantar los terremotos que vinieron después, uno tras otro, hasta hoy día, cada vez más fuertes. Porque no ha dejado de temblar. ¿Cómo que no es cierto? Si hasta la pinche camioneta parece que va a deshacerse. Ya te dije que yo sé de eso, soy mecánico. Y te aseguro que esa casa adonde me llevas, seguro para olvidarte de mí de una vez por todas, va a estar igual de tembleque, como todo en la ciudad, cuantimás en el país. Deberías darte la vuelta y regresarme al rincón de la vecindad donde he pasado casi toda mi vida. No es cierto que esté deshabitada desde hace treinta años ni que todos los inquilinos hayan muerto ese día. No sé por qué te ha dado por decir tantas mentiras. Que la ambulancia no es la que tiembla sino yo, que no ha vuelto a haber otro terremoto tan fuerte desde el de aquel año, que tú no eres mi hijo, que estoy enfermo de no sé qué. Déjame echarme un farolazo, de veras me hace falta. No, no voy a llorar. Si tan siquiera esta chingadera dejara de cimbrarse un poco, te pondría unos manazos como cuando eras escuincle para enseñarte quién es tu padre…

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*FOTO: El 19 de septiembre de 1985, el sismo de 8.1 grados en la escala de Richter cambió la fisonomía de la Ciudad de México/Archivo General de la Nación.

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