Escribir para cuestionar: Entrevista con el escritor Juan Gabriel Vásquez

May 28 • Conexiones • 461 Views • No hay comentarios en Escribir para cuestionar: Entrevista con el escritor Juan Gabriel Vásquez

 

El novelista habla de su novela Volver la vista atrás, en la que lo histórico y lo político cruzarán la vida privada del cineasta Sergio Cabrera, su protagonista, con quien Vásquez trabajó a lo largo de varios años para poder rastrear su historia de vida 

 

POR LAURA VENTURA
MÁLAGA. En un viejo diccionario colombiano realizado por Rufino José Cuervo, Juan Gabriel Vásquez se topó con una acepción de fingir, verbo que comparte la raíz latina con el sustantivo ficción. “Moldear, dar forma a algo”, reza aquella entrada, que ofrece el ejemplo de una talla de madera o una escultura. Esta definición resulta útil para ilustrar la vocación artesanal del escritor. Durante siete años, Vásquez (Bogotá, 1973) conversó con Sergio Cabrera, uno de los cineastas más destacados de Colombia, dueño de una vida “exuberante”, para dar forma a una sofisticada y emotiva pieza llamada Volver la vista atrás (Alfaguara). En esta novela, ganadora del premio Bienal Vargas Llosa 2021, todo lo que le ocurre al protagonista, hijo de un exiliado republicano de la Guerra Civil Española (su experiencia en la China de la Revolución Cultural, su participación en la guerrilla colombiana, el vínculo con su padre, su desencanto con ideologías extremas) es verdad. Sin embargo, para Vásquez la novela no deja de ser ficción, un alegato contra el fanatismo “Está escrita desde la misma obsesión que ha animado casi todos mis libros. Esa obsesión por contar el espacio donde las vidas privadas, las vidas íntimas, chocan con las fuerzas tan misteriosas de la historia y de la política”.

 

Vásquez, uno de los intelectuales más prestigiosos de Hispanoamérica, conversó con La Nación en Madrid, durante el Festival Escribidores que impulsa la Cátedra Vargas Llosa. Ganador del Premio Alfaguara 2011 por El ruido de las cosas al caer, reconocido en dos ocasiones con el Premio Nacional de Periodismo Simón Bolívar, condecorado por la República Francesa con la Orden de Caballero de las Artes y las Letras, y, en España, con la Orden de Isabel la Católica, ha traducido a Joseph Conrad y Victor Hugo, entre otros.

 

Autor de ocho novelas, dos libros de cuentos y tres de ensayos, Vásquez publicará en breve Los desacuerdos de paz: artículos y conversaciones (2012-2022). La obsesión de su narrativa es el ejercicio de la empatía para invitar a los lectores a acercarse a sus personajes en “aquel espacio en el que las fuerzas de la historia y de la política moldean nuestras vidas privadas”.

 

Ha dicho en entrevistas previas que “la vida está mal escrita”. ¿Rescatar y editar, como ha hecho usted, la vida de Sergio Cabrera es, en cierto modo, ficción?

 

En este libro no hay nada inventado, pero sí está mi interpretación de una realidad biográfica. Lo que yo espero es que el lector extraiga estas sugerencias que hace la historia por sí misma. Mientras iba descubriendo y explorando la historia apasionante de Sergio Cabrera, mi reto de novelista fue dejar de lado todas mis intenciones previas, mis preconceptos, mis convicciones propias, para contarla desde los personajes. Es un ejercicio importante porque forma parte de mi idea de la novela. En ese sentido quería hacer un poco lo que dice Milan Kundera en un texto que a mí me gusta mucho, Los testamentos traicionados, donde el escritor checo afirma que en la novela abandonamos el juicio moral. No se trata de juzgar a los personajes y de dividirlos entre culpables e inocentes, sino que se trata de entender. Quería entender la educación de una mentalidad que se aproxima por momentos al fanatismo.

 

En la actualidad hay muchas sociedades divididas en Occidente por cuestiones políticas y por hechos del pasado reciente. En medio de estas polarizaciones, ojalá pudiésemos hacer, como ciudadanos, ese ejercicio de acercarnos sin prejuicios a lo que cuenta una voz.

 

Creo que esta es una posibilidad que puede brindarnos la novela, que, como género, es una invitación a la actividad que menos practicamos en nuestras sociedades: intentar imaginar al otro. La lectura y la escritura de ciertas novelas se convierte en un esfuerzo de comprensión de lo diferente, de vivir una vida ajena, y quizá, con un poco de suerte, de experimentar algo que se parece a la tolerancia. Nuestras sociedades están extremadamente polarizadas, enfrentadas y rotas; en la ficción podemos acercarnos a otros y sanar ciertas heridas.

 

En sus novelas pareciera haber una distinción entre aquello que es ideología, por un lado, y el fanatismo, por el otro. ¿Qué hay detrás de un fanático? ¿Frustración? ¿Resentimiento? Pienso no sólo en su última novela, sino en la devoción que causaba Jorge Eliécer Gaitán, cuyo asesinato usted narra en La forma de las ruinas.

 

Hay un rasgo del fanatismo que me interesa mucho: la falta de imaginación. Un fanático es una persona incapaz de mirar el mundo desde el punto de vista de otros y es incapaz de salir de una sola idea que rige sus convicciones. Esa sola idea determina todo y le impide imaginar a los otros correctamente, entender de dónde viene el otro intelectual y moralmente. Eso genera una ruptura con el mundo que lo obliga a condenar todo lo que no esté conforme con su teoría de la realidad. Esto existe en la derecha, que es lo que intenté hacer en La forma de las ruinas, y en la izquierda, que es lo que intenté hacer en Volver la vista atrás. Las dos novelas tratan maneras de la fanatización que son como un espejo. Son dos caras de la misma moneda.

 

Y, diferente al fanatismo, pero acaso no tan lejos de él, también está el idealismo.

 

La vertiente fanática de una ideología que marcó durante varias décadas la vida latinoamericana es inseparable de un idealismo. Ahí está la ambigüedad de la situación y de los personajes, llenos de contradicciones, con cosas que admiramos y también detestamos. El lugar emocional del que sale del fanatismo es loable. Se trata de ideas inaplicables pero luego rotas y malversadas que lanzaron a generaciones a procesos de decepción terribles.

 

Pienso en generaciones que se han desencantado políticamente y en grandes intelectuales, como Mario Vargas Llosa o Sergio Ramírez. ¿De qué modo el fanatismo comienza a retroceder?

 

Primero, recuperando el poder de la duda, la capacidad de cuestionar, la incertidumbre, cosas que yo asocio con la actividad de leer y escribir novelas. La novela es, en esencia, un lugar donde no estamos seguros de nada. No hay ideas absolutas, sino ideas que se contraponen y son igual de válidas. Esa ironía esencial de las novelas nos enseña y nos ayuda a pensar en la realidad en términos más matizados, más ambiguos, lejos de lo que nos proponen las ideologías o todas las formas en que se manifiestan ideas monolíticas, como también puede ser una religión.

 

¿Temió o temía mientras escribía la novela que fuese interpretada de otro modo por el lector? Es decir, que en lugar de ser entendida como un alegato contra el fanatismo fuese leída precisamente como propaganda en favor del comunismo.

 

Sí, lo pensé mucho y pensé que eso estaba fuera de mi control. Mi obligación era contar la historia desde los personajes respetando el punto de vista y la moralidad de las emociones con mucho rigor, al punto de que yo desapareciera de la novela. Ese fue uno de mis grandes retos técnicos. Esas interpretaciones forman parte de la libertad de lector y sabía que mi papel era justamente, mediante el lenguaje de la ficción, abrir un espacio donde todo eso pudiera pasar: interpretaciones encontradas, donde me atacaran de la izquierda y de la derecha. Todo eso forma parte de la riqueza de una novela. Lo contrario hubiese sido escribir un panfleto.

 

Es un gran estudioso de Conrad (ha traducido su obra y ha escrito Joseph Conrad. El hombre de ninguna parte), señalado por escribir la primera novela crítica contra el colonialismo, El corazón de las tinieblas. Algunos teóricos hablan de colonialismo; otros, de poscolonialismo. ¿Qué piensa usted que ocurre en América Latina? ¿Le interesan estas categorías?

 

Me interesan como lector, en un esfuerzo por entender un poco lo que hacemos los escritores en una generación determinada. Pero esas categorías son limitadas y lo que suelen hacer es estrecharte un poco el campo de pensamiento y vetar posibilidades desde las cuales leemos, e inclusive anularlas. Suelo tener en estas conversaciones siempre presente a Ricardo Piglia, cuyas reflexiones nos cambiaron la forma de leer. Para Piglia no era importante cómo leemos un texto, sino desde dónde lo leemos, desde una perspectiva personal. Pero también leemos siempre desde un lugar político. El colonialismo es un intento por establecer un lugar político desde el cual leemos cierto tipo de ficciones. Nosotros ahora en América Latina estamos tratando de usar la novela para explorar una realidad política que se ha transformado impresionantemente en los últimos 50 años. La región ha dejado de ser un lugar donde las cosas estaban relativamente claras. Eso se ha ido para siempre. Hoy la realidad que se narra en las novelas es ambigua, es difusa, resulta difícil interpretarla. Nos pone una tarea inmensa en las manos a quienes la contamos desde la literatura. Y lo mismo les sucede a los periodistas a la hora de hacer sus crónicas. Estamos tratando de lidiar con un material tremendamente difícil, indómito. Las novelas que yo he leído con más interés en los últimos tiempos tratan de explorar realidades complejas en contextos inesperados.

 

¿Podrá mencionar un ejemplo de este tipo de novelas?

 

Nuestra parte de noche, de Mariana Enríquez, por ejemplo, que utiliza unas coordenadas inesperadas para hablar de una parte de la historia argentina. También me gusta Historia oficial del amor, de Ricardo Silva. En muchas partes de América Latina estamos redefiniendo la relación entre la imaginación y la realidad.

 

¿Cómo analiza esta era actual de la ultracorrección política y de la cultura de la cancelación?

 

Lo que define nuestra vida social ahora es una realidad paralela muy artificial en la que se viven las cosas como si fueran reales, pero que en realidad no lo son. Las redes sociales han distorsionado nuestra conversación pública, la han abaratado, la han estropeado, han deteriorado nuestras relaciones de ciudadanos. Nos han convertido en pequeños militantes de pequeños fundamentalismos y lo que yo veo es ejércitos de individuos que van con el dedo índice estirado juzgando a la gente, dividiendo al mundo entre culpables e inocentes. Esto nos encierra en fanatismos que son cada vez más pequeños; es como si fuésemos países de una sola persona y estamos en guerra contra todo el mundo. Ahí, nuevamente, la novela tiene algo que decir porque es un espacio donde se neutraliza el juicio de modo constante. Pero, en nuestra vida cotidiana, el juicio por entender al otro brilla por su ausencia.

 

¿Por qué elige vivir en Colombia? Es un ciudadano del mundo, ha vivido en varias ciudades europeas, Barcelona, París, y eligió regresar a Bogotá.

 

Volví por razones personales, porque quería que mis hijas, que habían vivido sus primeros siete años en Barcelona, tuvieran una idea de la vida en el país que es el mío, aunque no sé si será el que elijan. Pero me quedé por razones políticas. Resultó que mi llegada a Colombia coincidió con lo más importante que me ha pasado como ciudadano: el proceso de paz. En esta temporada de diez años, este proceso, que siempre he apoyado, con sus dificultades y creencias, de alguna manera me ha anclado.

 

¿Cuál es el papel de los intelectuales en este proceso?

 

En este momento hay una negociación sobre el relato. Esto es a nivel personal, pero también en el nivel político: todas las tensiones, las hostilidades entre los ciudadanos y las peleas, que son fuertísimas, se deben a maneras distintas de contar la realidad. Estamos tratando de ponernos de acuerdo sobre qué pasó en los últimos 60 años de la guerra, quién tiene derecho a contar, quién tiene derecho a imponer su versión a los demás o cómo pueden hacer los demás para defenderse de una versión que le tratan de imponer. Todos estos son temas narrativos. Esto, a mí como narrador, desde donde sea, desde mis columnas de opinión, desde mis novelas, no sólo me interesa, sino que me compromete. Hay algo que debo hacer y es participar en esta negociación sobre el relato desde la medida de mis humildes posibilidades, como narrador en busca de la paz para toda la sociedad.

 

Crédito de foto: Miltón Díaz/ EL TIEMPO

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