Estas son mis raíces

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Entre santos, médicos y zapateros

POR HUBERTO BATIS  /

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Aunque mi primer nombre es Agustín, nunca me han llamado así, sino por mi segundo nombre: Huberto. Desde niño me habían enseñado la figura de Agustín de Hipona y de su madre Santa Mónica. Hablar de mi nombre me da oportunidad para hablar de mi familia. /

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Mis padres se casaron después de un largo noviazgo de más de diez años cuando llegó de Nayarit una hermana de mi abuela y su esposo, un general revolucionario de Sonora, Mange, quien estaba a cargo del litoral del Pacífico. Éste le dijo a mi mamá que ya estaba madura para el matrimonio porque ya tenía casi 30 años. Viendo que ese noviazgo no daba color, el general Mange fue a ver a mi papá a su consultorio. Lo encontró tocando el violín. Entonces el general le dijo que con su violín iba a espantar a los enfermos, que iban a decir: “Ese doctor tocará muy bien el violín, pero no va a ser buen médico”. Cuando le dijo que se casara, mi papá le respondió que con lo que ganaba no le alcanzaba para sostener un hogar. Entonces el general lo metió al Ejército, donde le dieron el grado de Mayor. Después, cuando llegó la Segunda Guerra Mundial, mandaron a Mange al litoral de Oriente porque submarinos alemanes habían hundido barcos mexicanos petroleros en el Golfo de México. Incluso temían un ataque a los puertos e hicieron una carretera paralela al litoral para patrullarla. Mange y su familia se fueron a vivir a Veracruz. Todavía de adulto pude visitarlos en su casa. /

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En cuanto pudo se salió del Ejército. Lo mandaban a todas partes y se topó con un coronel que le tomó ojeriza. Cuando estaba dormido le disparaba cerca de la oreja. También le tocó la Guerra Cristera, pero del lado del Ejército cuando toda su familia era católica. Me contó que en una ocasión en Guadalajara le tocó ver cómo subieron a una ambulancia a varios cristeros. Al final subieron dos militares. En el camino, con el ulular de la sirena, les dispararon. Cuando llegaron a su destino dijeron: “Entregamos a estos muertos”. Mi padre les preguntó por qué hacían eso y le respondieron que no se iban a cansar subiéndolos a la ambulancia, que mejor lo hicieran por su propio pie. También tuvo la responsabilidad de operar al general Lázaro Cárdenas para sacarle de la espalda los perdigones de un escopetazo que le había dado un ranchero. Después pidió que lo dieran de baja, quedó libre. /

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A mi padre también le gustaba tocar el piano. Tenía uno excelente Steinway, de tres cuartos de cola, que le pedían prestado para el Teatro Degollado cuando venía un pianista de renombre. Desde muy pequeño me pusieron a estudiar piano por las tardes. Interpretaba composiciones muy elementales, con arreglos especiales para niños. Lo primero que aprendí fue la Balada para Elisa, de Beethoven. Mi hermano Jenaro, tres años menor que yo, y sus amigos del barrio jugaban en el jardín y se asomaban por las ventanas para verme hacer los ejercicios. Un día, el maestro Mendoza le dijo a mi papá que mis manos no eran de pianista. Por eso se desanimó y desistió de su idea de hacerme un pianista como él, que tocaba en tríos, cuartetos, quintetos, alternándose en el violín y el piano. /

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El doctor Agustín Batis y Güereca tenía un laboratorio de análisis clínicos y de Rayos Equis. Los aparatos de radiología eran entonces muy grandes y las instalaciones de plomo y madera. Era temible verlo con lentes especiales, como de motociclista o aviador, con un mandil de cuero y plomo, pesadísimo. La primera clínica que tuvo mi padre la formó con varios socios. La llamaron clínica de Especialidades, en un edificio que se llamaba Lutecia. Mi papá contaba los glóbulos rojos y blancos, las plaquetas, analizaba la médula, la orina y las heces. En algún momento mi padre quiso que yo me hiciera médico y empezó a llevarme a trabajar a su laboratorio. Mi primera tarea fue limpiar los frascos en que los enfermos llevan sus muestras. Era un asco. También aprendí a usar el microscopio para contar los glóbulos. Tiempo después rebanaron el edificio para ampliar la calle y mi padre tuvo que rentar una casa completa donde puso su departamento de radiología y su laboratorio.

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Explorador y monaguillo

Durante la Segunda Guerra Mundial, en una ocasión unos militares nos detuvieron a Jenaro y a mí en el jardín de la casa, en donde habían vivido unos alemanes. El gobierno le había declarado la guerra a Alemania e hizo una redada de nazis. Cuando llegaron las patrullas verdes buscándolos nos detuvieron. Mi madre le habló por teléfono a mi papá. Él llegó y reclamó a los soldados por qué detenían a unos niños. Nos dejaron libres. /

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Después de mí hubo dos niñas que murieron pequeñas; una de ellas, Marta, a los dos meses, y la otra a los dos años. De ésta aún tengo recuerdos porque murió cuando yo tendría cinco, se llamaba Ana Luisa. Recuerdo el olor de sus zapatitos, seguramente a orines. /

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Con mi primo Miguel Andonaegui Martínez hacíamos pillerías. Ya sea como monaguillos de Santa Mónica, trepados en las cornisas del templo, arriesgándonos a caer. Nos gustaba andar por las azoteas y brincar las bardas. Nos metíamos a las casas vacías, hacíamos hoyos en el piso, con picos y palas, buscando tesoros. También abríamos las alcantarillas y nos metíamos al drenaje. Teníamos como 8 o 10 años y ya conocíamos todo el drenaje de la ciudad, que tiene un cauce con banquetas en cada lado. Uno de estos cauces llegaba al río San Juan de Dios. Ahí se juntaban las corrientes de todos los barrios y agarraba una fuerza tremenda que descargaba en el río Santiago. En una ocasión que vino de México, mi primo Carlos Martínez Ulloa, hijo de mi tío Enrique, se cayó y se lo llevó la corriente. Se agarró de una reja y ahí lo fuimos a sacar. También nos metíamos a unos acueductos secos que venían de los Colomos.

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En la iglesia de Santa Mónica, que era la más cercana a la catedral y a la casa de mis abuelos maternos, me hice monaguillo. Me gustaba mucho recoger la limosna en la canasta o en el embudo de tela que amarrábamos a un palo para acercarlo a los parroquianos y que depositaran su óbolo. Al final de la misa, el sacerdote hacía filas de monedas para contar lo que había salido y me daba una propina. Cuando no me la daba, yo me la cobraba. También me gustaba cuando el padre daba la eucaristía porque al final de la misa los monaguillos nos empinábamos el vino de consagrar.

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Los Batis

Muy cercana a la casa de mis abuelos maternos estaba la de mis abuelos paternos: Ignacio Batis y María Güereca. Ellos tuvieron hijos abundantes: cinco hombres y dos mujeres. Mi papá era el primogénito. La familia se había venido de Durango a Guadalajara. Una hermana de mi abuela estaba casada con un francés, que era copropietario de las Fábricas de Francia, ambos murieron y los heredaron. /

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Aunque mi padre había estudiado Medicina, ninguno de sus hermanos tuvo estudios superiores. Mi tío Ignacio fue empleado de zapatería. Iba a las bodegas y te sacaba seis, siete cajas de zapatos: cafés, negros, con hebilla, con cinta… Después venía Laureano, el tío “Lauris”. Trabajó en la industria azucarera. Lo veía muy poco porque vivió en varios ingenios. Alguna vez lo visite en Zacatepec. Nos mandaba sacos de azúcar. Después estaba mi tío José, que era locutor de radio, y mi tío Jesús, que medía casi dos metros y trabajaba en una fábrica de galletas. Me gustaba visitarlo porque me regalaba recortes y galletas de animalitos. Mi papá les consiguió a José y a Jesús trabajo en los laboratorios Chinoin para los que él escribía e investigaba, de una familia Cutil, una firma húngara. Después venían mis tías Luz y Carmen, que se ocupaban de la casa y me mimaban. /

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Recuerdo que mi abuelita María Güereca fumaba mucho, tanto que su cama tenía una cortina grande, transparente con oxígeno. Los abuelos Batis murieron a los 70 y tantos años. En cambio los abuelos Martínez resultaron longevos, de casi 90, casi a los cien.

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Mi abuelo paterno, Ignacio Batis, había sido juez de paz en Nayarit, pero como tantísima gente, por causa de la Revolución se vino a esconder a la gran ciudad de Guadalajara. Mi abuelo Ignacio Batis puso una zapatería. Cuál sería el gasto de los empleados por tantos años que terminó por vender el negocio y por hacerse vigilante de un cine. Era el encargado de cortar los boletos y meterlos a una caja de cristal, mientras que otro vigilante tenía un contador de clientes y una lámpara con la que hacía rondines en la sala para vigilar a los muchachos traviesos y a las parejitas calientes.

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Los Batis Güereca me invitaban a comer los sábados a mí solo. A mi hermano no. Se respetaba mucho la tradición del primogénito, tanto así que a mi papá le heredaron cosas que atesoraron de siglos. Mi padre también tenía familia en Durango, de donde habían huido por la Guerra Cristera. En esa guerra habían fusilado en Chalchihuites, Zacatecas, a un sacerdote hermano de mi abuelo, que ahora es un santo canonizado: San Luis Batis.

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Los Martínez

Mis dos abuelos maternos venían de Nayarit: Ignacio Martínez e Ignacia Ulloa. Aunque ella había nacido en Ameca, Jalisco, y se la llevaron de niña a un pueblo cercano a Tepic, Ahuacatlán, Nayarit. Ahí nacieron mi madre, mis tres tías y mi tío Enrique, que se vino a México cuando terminó sus estudios de Derecho. Llegó a ministro de la Suprema Corte de Justicia. Dos de mis tías se hicieron monjas: María del Carmen y Guadalupe. A la primera, Carmen, quien vivió de joven en Estados Unidos, la traté en la Ciudad de México porque sus últimos años los pasó en el Colegio Regina, para niñas ricas. Guadalupe, la otra hermana se fue a trabajar a hospitales de Centroamérica. Alguna vez la dejaron venir a Guadalajara a visitar a su familia. Nunca la conocí, Y si la conocí no la recuerdo.

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Las otras dos mujeres fueron mi madre María Luisa y mi tía Amparo, que se casó con un español de apellido Andonaegui, del cual tuvo tres hijos: Leticia, Miguel y Martha. La mayor, Leticia, nunca se casó y fue la primera en morir; Miguel era un poco mayor que yo, por unos meses; Martha y yo jugábamos mucho a la casita de muñecas. Mi tía Amparo, que vivía en México, se había venido a refugiar con sus tres niños a casa de mis abuelos. Su marido había enfermado y lo habían internado en un hospicio de Zapopan, que entonces era un pueblo cercano a Guadalajara. En esa época la ciudad terminaba en Los Arcos que estaban al final de la calle de Vallarta y comienzo de las carreteras a Tequila y México, pasando por Chapala. Por supuesto que mi hermano y yo hicimos amistad con mis primos, éramos como hermanos. Mi tía Amparo se ayudaba haciendo vestidos para sus amigas, que eran muchas.

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Mi mamá, María Luisa, estudió para pedagoga. Fue una mártir entre la tiranía de mi padre y sus hijos. Aparte de Huberto y Jenaro vinieron en una segunda etapa Jaime Luis y Alicia Guadalupe. Jenaro era el galán de la familia. Estudió medicina y se dedicó a administrar hospitales. Jaime Luis se dedicó a las finanzas bancarias y a la computación. Alicia estudió varias lenguas y viajó por Europa. Se mantuvo soltera. Yo estudié Letras Hispánicas en la UNAM como Martha, mi prima, en la Autónoma de Guadalajara.

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La casa de mis abuelos tenía un gran patio con una fuente con la cabeza de un león escupiendo agua. Ahí cerca estaba el Mercado Corona, como a dos cuadras. Desgraciadamente en Guadalajara no han sabido respetar como aquí en México la vieja ciudad colonial, de tal manera que hace pocos años fui a buscar la casa de mis abuelos, pero había sido derruida y era un lote baldío ocupado como estacionamiento.

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Estas son mis raíces.

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 FOTO: María Luisa Martínez y Agustín Batis, padres del escritor Huberto Batis.

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