Formas de ensayar: De la ficción al pensamiento

Nov 2 • destacamos, Lecturas, Miradas, principales • 4751 Views • No hay comentarios en Formas de ensayar: De la ficción al pensamiento

POR JEZREEL SALAZAR

 

Ya sea que entendamos al ensayo como estrategia heterodoxa para pensar o lo concibamos como escritura inestable que abreva de distintos campos y tradiciones para producir experiencia estética, lo cierto es que en los últimos años este género parece vivir un apogeo en el país. Es de celebrarse que haya ganado reconocimiento, pero mayor producción no implica necesariamente mayor pensamiento y es quizá esa una de las preocupaciones que deberían ponerse sobre la mesa de discusión a la hora de valorar la práctica del ensayo en México. ¿Hasta qué punto la ensayística joven ha privilegiado la excesiva estetización de la forma literaria por sobre su potencial desestabilizador, es decir, por sobre su capacidad para establecer diálogos e intervenir críticamente en la discusión pública? La revisión de tres libros de ensayo reciente quizá pueda ofrecernos una respuesta tentativa a esta interrogante.

 

Comienzo por los libros de Juan Pablo Anaya y Aura Penélope Córdova, dos escritores en formación que no sólo tienen en común el haber sido becarios de la Fundación para las Letras Mexicanas en el área de ‘Ensayo’, sino también cierta idea compartida en torno al género. Kant y los extraterrestres comulga con Locus. Variaciones sobre ciudades, cartografía y la torre de Babel, a través de una práctica que va ganando terreno: la construcción de personajes ficticios que sirven como enmascaramiento para discurrir sobre sus temas de interés y al mismo tiempo construir escenarios narrativos. Córdova inventa a Locus, personaje opuesto al Funes de Borges pues está destinado a olvidarlo todo, por lo cual decide hacer una cartografía simbólica de sí mismo para dejar registro de su pasión por los mapas, la mitología clásica y el imaginario cultural premoderno. Anaya por su parte diseña narradores ficticios para cada uno de sus ensayos, cuya tarea común es algún tipo de investigación obsesiva: un adolescente utiliza el cine para rastrear su educación sentimental y erótica, un académico hace uso del psicoanálisis para descifrar al mismo tiempo una obra literaria y su propia tragedia familiar, un ideólogo recupera ideas filosóficas para justificar el uso político de supuestos extraterrestres y un ufólogo rastrea en paisajes pictóricos del romanticismo la posibilidad de una melancolía del futuro.

 

La libertad formal del ensayo permite este tipo de préstamos que provienen del relato, pero es significativo que este recurso (desplazar la voz para ejercer el pensamiento) sea practicado de manera cada vez más extendida (Guillermo Espinosa también lo ejerce en La sonrisa de la desilusión). No sé si se trata de una tentativa por marcar distancia respecto a las tradiciones más fuertes del ensayo en México (el ensayo total de corte cívico liberal propio de Octavio Paz y el ensayo breve y misceláneo a la manera de Alfonso Reyes, Julio Torri y Alejandro Rossi), o si esta tendencia es un intento por ubicar al ensayo más cerca del campo de la ficción, como si fuese ese un modo de remarcar su carácter estético por sobre otras funciones que históricamente le han correspondido. En cualquier caso, sospecho que este fenómeno es el síntoma de cierta angustia cultural, el modo ilusorio de preservar la autonomía de la forma que durante muchas décadas tuvo prestigio como condición y comprobación de lo estético en nuestra ciudad letrada.

 

Otra preocupación compartida por estos ensayistas es la sospecha en torno al carácter implantado e imaginario de nuestra forma de habitar la realidad. Los personajes de Blade Runner son para Anaya la mejor representación de cómo nuestro mundo afectivo se encuentra automatizado, una prueba del modo en que nuestros deseos y recuerdos están condicionados e incluso falseados por la tecnología, los imaginarios colectivos y los medios masivos a los que estamos expuestos día a día. En Locus… esta inquietud está remitida a la construcción simbólica del espacio, a través de los viajes y los mapas: ¿cómo confiar en la representación cartográfica del mundo moderno cuando éste nos ha arrebatado la posibilidad de llenar con imaginación aquello que pertenecía al terreno de lo desconocido? El diagnóstico pareciera el mismo: algo esencial nos ha sido arrebatado. Por lo mismo, en ambos libros hallamos tanto el rastreo de otras versiones de la realidad (mundos imaginarios ubicados en otras galaxias o inscritos en mapas antiguos) como una apología del misterio y la incertidumbre: Anaya habla de “la experiencia sublime del enigma”, mientras Córdova establece una diatriba contra el mundo moderno, científico y secularizado, en la medida en que despojó al espacio de sus zonas desconocidas, de sus marcas sagradas y de su naturaleza mítica.

 

Este leitmotiv de la sospecha (deslinde frente al desencantamiento del mundo) también adquiere forma a través de una identidad evanescente, tema fundamental de ambos ensayistas. La personalidad de Locus es la de quien al perder los recuerdos irá desapareciendo y con ello quedándose sin signos reconocibles de humanidad: “Un hombre sin cartografía es un hombre sin relato. Y un hombre sin un relato no es un hombre”. Como un modo de resistir a ello, la voz narrativa también adopta otras personalidades, al encarnar y parodiar la enunciación de ciertas figuras clave (Penélope, Mandeville…) del amplísimo archivo histórico y mitológico al que remite el libro. En este diálogo con otros referentes culturales, la capacidad aforística y la solvencia narrativa de Locus… alcanzan momentos memorables.

 

Kant y los extraterrestres acude a otras estrategias para desintegrar la unidad y coherencia de quien habla. Si los personajes son ficticios, estos mezclan referencias verdaderas y apócrifas, citas falsas y notas a pie que remiten a publicaciones inexistentes o a pensadores que en la vida real fueron un engaño (Jean-Baptiste Botul, por ejemplo, un filósofo ficticio inventado por el periodista francés Frédéric Pagès). Estos ejercicios de simulación y falsificación ya habían sido practicados por el autor en una serie de textos publicados en la revista Casa del Tiempo (bajo un seudónimo que presumía estar preparando un libro titulado La impostura del nombre propio). Como se ve, lo suyo es la ficción especulativa, lo cual le otorga a todo el volumen un carácter borgeano y le permite llevar a cabo un fuerte gesto irónico basado en la premisa de “argumentar a partir de creencias imposibles”, “demostrar tesis absurdas” y construir “ironías cáusticas” que permitan soltar “carcajadas metafísicas en una época saturada de anécdotas de telediario”.

 

A pesar del alto grado de depuramiento estético de estos libros, noto cierto peligro en este tipo de construcción evanescente de la voz ensayística: de distintos modos parecieran suspender la historicidad del discurso y del sujeto que la sustenta. En Locus… la voz simula no estar situada en un lugar y tiempo específicos, adquiriendo un carácter transhistórico y ubicuo; mientras que en Kant… el riesgo proviene de quedarnos encerrados en un universo donde la intertextualidad y el juego funcionan como fines en sí mismos.

 

Si hay un elemento que marca una diferencia radical entre ambos textos pasa por el tono elegido. Córdova construye un universo anclado en la nostalgia, de ahí que toda su propuesta se proyecte hacia la imposible preservación de un orden previo. Estamos ante el almacén de un personaje enfermo cuyo único paliativo es la acumulación, un tanto maníaca, de los restos de su pasión vital: las cartografías que pronto dejarán de otorgarle sentido. Si el coleccionismo de mapas es para la ensayista la manera de preservar una ficción de orden, la experiencia contenida en ellos pronto dejará de significar algo para quien los produjo, lo cual (además de desalentador) hace del anacronismo y la deshistorización las únicas respuestas posibles ante el inevitable cambio. El libro de Anaya toma un camino opuesto, el cual está expresado, ya desde el título, como voluntad lúdica. Al adentrarse en el volumen, el lector percibe rápidamente la intención desacralizadora que rige todo el proyecto: vincular obras y autores de la literatura (Moby Dick), la filosofía (Kant), la pintura (Caspar David Friedrich) y la ciencia ficción (George Orwell, Blade Runner), con otros referentes de la cultura de masas, la industria pop y las pulsiones cotidianas (Orca, la ballena asesina; los extraterrestres; Jaime Maussán o los primeros impulsos sexuales). Al establecer y discutir, de manera desenfadada, ciertos vínculos entre cultura letrada, cultura visual y cultura masiva sin establecer jerarquías, Anaya rompe con una gramática cultural todavía vigente en el país. Esto le otorga al libro no sólo un valioso tono desenfadado, sino también una posible salida a la sobrevaloración de la introspección que está presente en ambos libros.

 

Mientras los libros de Anaya y Córdova apuestan de manera muy clara a un ejercicio lúdico y ficcional del ensayo, Intermitencias americanistas, de Ignacio Sánchez Prado, es un texto que abreva de lo académico para discutir ideas, analizar autores y proponer críticas utilizando la cultura para la problematización de lo contemporáneo. Lo he dejado aparte no porque me parezca que es un ensayo jerárquicamente mejor o peor, sino porque responde a otra genealogía distinta del ensayo mexicano, aquella que concibe al género como un espacio textual privilegiado para delinear, actualizar o inscribirse en conversaciones intelectuales, pero también como una práctica de intervención en la arena pública.

 

Además, es un libro cuya perspectiva en muchos sentidos nace en un espacio de considerable exterioridad al campo cultural mexicano, pues su autor está inserto en los debates propios de la academia norteamericana, pero tiene como centro de análisis lo concerniente a las instituciones culturales, los lenguajes públicos y la producción literaria de nuestro país. Al leer desde otro lugar, Sánchez Prado observa y piensa cuestiones que no se piensan en México o que se piensan de manera anquilosada, lo que le otorga un valor crucial a sus planteamientos críticos, pues estos establecen otras coordenadas para los análisis y los debates, lo que propicia nuevas conexiones de sentido y formas imprevistas de leer.

 

En ese sentido, Intermitencias americanistas, además de ser una muestra de brillantez intelectual y de compromiso crítico, es un intento por abrir el campo cultural mexicano a una relación mucho más ecuménica con la cultura y los saberes de otras latitudes. Para poner en crisis ciertas tradiciones intelectuales del país, el libro busca romper prejuicios respecto a diversos tópicos fundamentales, lo que en el fondo implica una agenda de investigación que es a la vez proyecto cultural: la urgencia del diálogo riguroso con otras tradiciones de pensamiento; las genealogías y los retos de un americanismo cosmopolita; la necesidad de replantear desde una perspectiva radical el lugar que ocupa América y su pensamiento literario en el panorama mundial; la importancia de que el intelectual público realice “arqueología intelectual” para pensar la polis contemporánea; la concepción de la literatura como proyecto de afirmación de ciudadanías culturales; la importancia de valorar la densidad política de los textos literarios; la reflexión sobre el papel crítico y utópico de la literatura en un mundo posletrado; y el ejercicio de la crítica como una producción colectiva de saberes para actualizar la tradición.

 

Sánchez Prado concibe a la crítica literaria como un lugar desde donde pensar la relación entre lo literario y las dimensiones simbólicas del mundo social, pero también como crítica de la esfera pública. Esta noción la recupera de Alfonso Reyes, figura central de Intermitencias americanistas, a quien Sánchez Prado busca actualizar, rompiendo con el estereotipo de autor anacrónico, y concibiéndolo como terreno fértil desde la perspectiva de los debates críticos actuales. Su análisis no sólo busca “desmonumentalizarlo”, sino leerlo desde un análisis integral (se le suele leer fragmentadamente) y como un autor menor en tanto gran parte de su producción constituye “una rama periférica de la genealogía literaria mexicana”. El acercamiento sorprende pues, al sacarlo de los debates nacionalistas y ubicarlo como “intelectual periférico”, rescata los componentes emancipadores de la literatura de Reyes y propone reelaborar el mapa de sus textos fundamentales incorporando algunos poco leídos y estudiados.

 

Como se ve, los libros de Anaya, Córdova y Sánchez Prado muestran un nivel de heterogeneidad saludable para el ensayo mexicano, pero que todavía muestra huellas de las restricciones que ciertos preceptos del campo cultural le imponen al género, no sólo al estetizarlo al extremo sino al constreñirlo a una falsa pureza frente a otros discursos. Dimensión estética y dimensión crítica no tienen porqué ser plataformas excluyentes. En ese sentido, el gesto de Sánchez Prado de compilar en un solo volumen estudios académicos y ensayos debería resultarnos significativo, pues establece un puente necesario entre crítica académica y crítica literaria. Lo cual atenta contra la retórica antiacademicista que a diario practican nuestros letrados, y contra los valores conservadores y antiintelectuales que a través de ella reproducen.

 

Juan Pablo Anaya, Kant y los extraterrestres, Conaculta, México, 2012. Fondo Editorial Tierra Adentro, 468.

Aura Penélope Córdova, Locus. Variaciones sobre ciudades, cartografía y la torre de Babel, Posdata Editores/Conaculta/INBA, Monterrey/México, 2012.

Ignacio M. Sánchez Prado, Intermitencias americanistas. Estudios y ensayos escogidos (2004-2010), UNAM, México, 2012. Serie El Estudio

 

*Fotografía: Aura Penélope Córdova, autora del libro Locus/Especial.

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