Gorra
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El cambio de atuendo puede dar origen a revisiones personales y un recuento de las devociones literarias
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POR JOSÉ LUÍS PEIXOTO
En la tienda consideré que estaba frente a una oportunidad. Con ese entusiasmo, la llevé a la caja y la pagué. Frente a todas las ventajas que proponía, me pareció barata.
Me resulta extraño ponerme una gorra en la cabeza sin sentirme ridículo, pero no fue tal la impresión que tuve con esa gorra. La sentí cómoda y, sin exagerar, me identifiqué con aquella persona o, por lo menos, aquella era la persona que yo quería ser. Cuando llegué a la casa, sin embargo, comencé a dudar.
Nunca vi a un escritor con una gorra parecida. Después de mucho reflexionar, me inclino por concluir que nunca existió un escritor que usara una gorra como esa. ¿Quién soy yo para creer que puedo hacer lo que nadie más ha hecho? Si ellos, tantos y tantos, durante siglos, tomaron la determinación unánime de no usar una gorra como aquella, algún motivo sólido los habrá apoyado. ¿Quién soy yo para contrariar esa sabiduría acumulada?
La publicidad está permitida. El poeta Alexandre O’Neill hizo algunos eslóganes muy conocidos que no logro recordar ahora, y Fernando Pessoa también tuvo algo que ver en esta área. El alcohol está permitido: Faulkner, Carver, Hemingway, Capote, Scott Fitzgerald, citando sólo algunos ejemplos estadounidenses.
La gorra no es extravagante. El problema no es ese. La extravagancia está permitida. Dentro de ciertos parámetros, la extravagancia es una cualidad apreciada, incluso necesaria, faltarían páginas aquí para citar todos los grandes ejemplos.
Ahora, culpo a la música de la tienda por revolverme el discernimiento, culpo a la débil iluminación, ciertamente premeditada, y culpo al pequeño espejo en el que me pude ver. La gorra está ahí, sobre la mesa, y no logro saber cómo llegué a pensar que un escritor podría usarla. Camilo, Eça, Torga o Saramago con una gorra como aquella serían una caricatura de sí mismos. Ofrezco humildes disculpas por siquiera sugerir esa imagen.
Por sobre todas las cosas, sería realmente grave la ofensa a los lectores. Con toda seguridad, si me vieran con esa gorra tendrían arruinada la lectura de mis libros. ¿Cómo podrían aceptar conocimiento o lirismo venidos de un individuo con una gorra como aquella? No podrían. Sería una incongruencia flagrante que, con toda seguridad, destruiría cualquier relevancia que pudiera existir en las obras que escribí y escribiré, sería como una plaga de termitas.
Los lectores no tienen la culpa de las malas elecciones de los escritores y, como tal, no deben pagar por ellas. Poseen todo el derecho de esperar que los escritores se comporten dentro de lo que es legítimo y si deciden sorprenderlos, lo que también está permitido, que lo hagan de modo aceptable.
Fumar pipa, por ejemplo. Recuérdese que no hay ninguna voz de oposición contra los escritores que fuman pipa, por el contrario. En el caso de que se encuentren en un lugar en donde esté prohibido fumar, pueden incluso raspar aquella ceniza negra, sin que nadie les dirija alguna represión. Cada escritor que no fuma pipa es un ingrato frente a las expectativas que lo rodean. ¿Y el saco? ¿Qué hay de malo en el saco? Ojalá que otras personas, en otras áreas de actividad, contaran con esa aceptación con respecto a una prenda que nadie se preocupa por verificar si está lavada o no. De hecho, es incluso deseable que el saco no esté lavado. Los lectores tienen todo el derecho de no imaginar a sus escritores preferidos preparando la lavadora, escogiendo el detergente, el suavizante o determinando la temperatura del agua. No faltan privilegios u opciones para los escritores. Son artistas y, si así lo quisieran, podrían peinarse raramente. Disponen de una variedad de peinados que, en su mayoría, no están al alcance de los empleados de oficina o de funcionarios que lidian con el público. Además de esto, si son adeptos al rigor, pueden incluso usar los peinados de los funcionarios antes mencionados.
Los escritores no tienen razones de protesta. No faltará ropa y posibilidades a su alcance. Con excepción, claro, de aquella gorra.
¿Gorra? ¿He dicho gorra? Ofrezco una disculpa, me equivoqué. Cuando dije gorra, quería decir: piercings, tatuajes, responder test de verano, asistir a programas matutinos de televisión, hojear revistas del corazón en la gasolinería, ir a festivales de música y cantar en voz alta, tener una página en facebook, comer hot dogs del carrito.
Traducción de Diana Alcaraz
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