“Guerrero es un estado violentado”. Entrevista con Vicente Alfonso

May 29 • Conexiones, destacamos, principales • 3311 Views • No hay comentarios en “Guerrero es un estado violentado”. Entrevista con Vicente Alfonso

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En 2019 Vicente Alfonso recibió el Premio Bellas Artes de Crónica Literaria Carlos Montemayor por A la orilla de la carretera, un libro recién publicado en el que narra su descubrimiento del estado de Guerrero, un territorio marcado por la pobreza, la violencia de Estado, la rebelión popular y el narcotráfico, una realidad que contrasta con las historias oficialistas

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POR GERARDO ANTONIO MARTÍNEZ
Entre 2017 y 2018, el escritor Vicente Alfonso radicó en la ciudad de Chilpancingo, capital de Guerrero. Él, originario de la ciudad norteña de Torreón y con una larga trayectoria periodística que ha sabido conjugar con la literatura, se propuso describir la tierra donde estaba parado, contar su historia reciente, escuchar a sus habitantes y descubrir los motivos que han hecho de este estado uno de los más conflictivos del país. Y es que pareciera que en Guerrero se juntan los extremos: uno de los atractivos turísticos de mayor proyección mundial (Acapulco) y el municipio con más casos de desapariciones forzadas (Atoyac); la mina de oro más grande de América Latina y el municipio con mayor índice de pobreza de México (Cochoapa el Grande). El resultado fue el libro A la orilla de la carretera (Universidad Autónoma de Nuevo León, 2021), que en 2019 recibió el Premio Bellas Artes de Crónica Literaria Carlos Montemayor.

 

Los escenarios son diversos pero el drama es el mismo en todas las historias de A la orilla de la carretera: ahí está la crisis por la recolección de basura que vivió la capital de ese estado durante 2018; la desaparición de los 43 normalistas de Ayotzinapa un año atrás; el acoso que el gremio periodístico debe capotear en su día a día; el poder omnipresente del narcotráfico y los testimonios de la Guerra sucia, que durante los años 70 enfrentó al Ejército mexicano con la guerrilla de Lucio Cabañas.

 

Para conocer este territorio que era nuevo para él, Vicente Alfonso eligió al mejor guía que puede haber desde los veneros literarios: Carlos Montemayor, autor de Guerra en el paraíso (1991), la novela que ha recogido con mayor fidelidad el conflicto humano que significó este conflicto. Al reconstruir las fuentes y los testimonios a los que recurrió el escritor chihuahuense, fue descubriendo también la conversión que éste experimentó en sus convicciones políticas a causa de su convivencia con los campesinos, testigos y participantes de este levantamiento armado.

 

El título, A la orilla de la carretera, remite a una de las canciones más representativas de Jaime López, uno de los compositores más valorados de la contracultura mexicana y en quien Vicente Alfonso reconoce a un maestro de la crónica urbana. Confiesa: “Cuando uno se baja en la carretera, y en Guerrero es muy frecuente hacerlo, se quita de encima esas nociones de progreso que nos quedan cortitas. Ya superamos el positivismo del Porfiriato. Teníamos la idea de que hasta donde llega la carretera llega el progreso y la modernidad. Hay que saberse bajar de esos viajes”.

 

 

¿Cómo entendemos la violencia en Guerrero desde tu óptica de observador externo?
Hay algunos estados que cargan con una etiqueta que no deberían tener. Se habla de que Guerrero o Tamaulipas son estados violentos. En realidad son estados violentados. ¿A qué me refiero? El mismo Carlos Montemayor acuñó la idea de que “la violencia de Estado genera violencia popular, no al revés”. Vemos un discurso que se enfoca en las manifestaciones de violencia popular pero que curiosamente desaparece en situaciones en que la misma población tiene que soportar abusos y vejaciones de parte de representantes del Estado mexicano. Y esto ha pasado durante décadas. Pienso en Guerrero y es imposible deslindar al actual Guerrero de lo que pasó en los años 60 y 70 durante la llamada Guerra sucia. También hay un olvido histórico en ciertas regiones. Es increíble que la mina de oro más grande América Latina esté en Guerrero y que también en ese estado tengamos el municipio más pobre del país, que es Cochoapa el Grande; es un estado que tiene niveles increíbles de violencia y abuso a la población al grado que Atoyac es el municipio de nuestro continente con más víctimas de desaparición forzada. Esa es la primera idea que me viene de la violencia en ese estado. Como alguien externo y que llegó ahí a tratar de vivir y entender desde mis limitaciones, me di cuenta que atribuimos estos problemas a factores casi mágicos en ciertas regiones, pero cuando uno pone atención se da cuenta de que no hay nada etéreo ahí, sino cosas muy concretas.

 

 

Recordé tu admiración por Gabriel García Márquez hace unos días que me reencontré con un clásico del periodismo latinoamericano: La aventura de Miguel Littín clandestino en Chile. Creo que todo periodista con aspiraciones narrativas-literarias tiene un poco la intención de emular estas páginas. En tu trabajo como reportero, pero también en la pista como escritor, ¿cómo fue tu uso de estas herramientas narrativas en la crónica? ¿Qué herramientas consideraste pertinentes en estas crónicas de A la orilla de la carretera?
Te agradezco la pregunta porque sé que tú mismo sabes la respuesta. Esta es una conversación que tú y yo hemos tenido desde hace años. Ejerces los dos oficios. Como dices, tenemos un maestro que es Gabriel García Márquez, que hizo muchísimo por el oficio y que lo sigue haciendo a través de espacios que él fomentó. La literatura y el periodismo comparten muchas herramientas y muchos espacios. Hay una presencia de García Márquez en el libro. No sólo porque evoco la manera en que descubrió la manera en que escribiría Cien años de soledad en la carretera México-Acapulco, ni sólo por las coincidencias que tienen Macondo y Chilpancingo. Trato de utilizar herramientas. En La aventura de Miguel Littín clandestino en Chile, en Relato de un náufrago o en Noticia de un secuestro, en toda su obra periodística nos enseña que las historias pueden ser contadas con aliento narrativo. No ayuda mucho caer en el name droping, mencionar y mencionar personajes. Es mejor construir un personaje y tratar que el lector se involucre. Esto lo digo porque muchas veces, tratando de allegarme información me llegaban nombres y nombres, datos y datos. Un dato y un nombre por sí solos no construyen una historia. Volví a texto del mismo García Márquez, a textos de Juan Villoro y Elena Poniatowska. Y me di cuenta que ellos
cuentan historias, construyen personajes, retratan situaciones. Eso a veces implica hacer una discriminación de información. No puedes contar todo, no debes contar todo, sólo lo significativo, lo que construya un relato que permita a los lectores profundizar en la realidad. Esas serían las primeras lecciones de muchas que he aprendido de estos maestros.

 

 

En varias de estas crónicas se aborda el trabajo de los reporteros de Guerrero, pero también de Javier Valdez, en Sinaloa, y Miroslava Breach en Chihuahua, y que nos sirven como espejo de las circunstancias que vive el gremio en el país. ¿Cuál sería alguna de las necesidades que puede atender el periodismo mexicano para consignar la complejidad que vemos en las crónicas de A la orilla de la carretera?
Más que dar consejos yo estoy para recibirlos. Soy alguien que se encomienda mucho a sus maestros, a quienes ya mencioné, pero también a Carlos Monsiváis. Hay colegas que han hecho muchísimo, como Javier Valdez y Federico Campbell, quien fue mi maestro por muchos años. Hay obras periodísticas muy contundentes, hechas a profundidad. Entonces, en el libro trato de ponerme en los zapatos de lo que yo realmente era, un recién llegado que busca aprender. No me paseo por Guerrero dando explicaciones, sino pidiéndolas. La mitad del libro está construido por entrevistas. Es nuestro oficio: ser preguntones. Es una de las estrategias esenciales para cualquier reportero. De pronto, los fenómenos mediáticos nos han llenado de opinadores. Y a veces, la presión de generar información casi instantánea nos lleva a opinar sin muchas bases. Ahí habría que recordar otra vez las lecciones del maestro García Márquez en el sentido de que la mejor historia no es la que se cuenta primero, sino la que se cuenta mejor. Entonces, a mí me llevó tres años hacer este libro. De pronto hay historias que a uno le queman las manos. Creo que, al final, me sirvió constatar que vale la pena esperarse un poquito e ir a los antecedentes, buscar opiniones, ver otros puntos de vista. No es raro que empecemos a investigar un tema con una hipótesis de trabajo, eso tú lo sabes, y de pronto llegan otros datos o la versión de otra fuente y la historia da la vuelta. Esa es una de las cosas que vemos muy seguido en este oficio.

 

 

En una de las crónicas de A la orilla de la carretera, Vicente Alfonso cede la palabra a Marxitania Ortega, autora de la novela Guerra de guerrillas (Jus, 2015), quizá una de las novelas de la literatura mexicana que ha captado lo que significó la Guerra sucia y el exilio de los participantes de la guerrilla desde una esfera más íntima. En esta charla, Ortega afirma sin la menor duda que “la democracia tiene una deuda con esa generación”. Se refiere a esa generación de guerrilleros.

 

 

¿Qué valor le da A la orilla de la carretera a la historia de la Guerra sucia?
Hay un refrán que dice que la historia la escriben los vencedores. Yo diría que todo mundo escribe su historia. Lo que pasa es que los vencedores imponen la suya. Y a veces es al revés. Quien vence es quien logró imponer su historia. Siempre, insisto, hay que ver el lado b de las historias. Don Carlos Montemayor es un gran ejemplo de que a veces hay muchísimas historias y sólo falta quien las recoja. Él fue a Guerrero y estuvo investigando en muchas fuentes lo que ocurría en la Sierra de Atoyac sobre este episodio poco claro de la presencia de Lucio Cabañas en ese lugar. Cuando digo que es poco claro es que hay muchísima mitología alrededor de lo que ocurría. Las historias de Guerrero, para no hablar de una sola historia porque ésta no es homogénea, son una sala de discusiones. Hay que escuchar una y otra versión y generar desde una visión crítica que le permita a los lectores crear su propia visión. Un lector me preguntaba por qué en algún momento destaco las fuentes militares de Montemayor. Eso es porque si reducimos el fenómeno, pareciera que la Guerra sucia se limita a militares malos y abusivos, pueblo bueno y defensor. Esa es una película de vaqueros. En realidad vivimos fenómenos mucho muy complejos. Si uno pone atención se dará cuenta que había una discusión adentro del Ejército mexicano. Montemayor lo retrata de manera estupenda. También hay muchísimos actores en esa entelequia que de pronto se llama pueblo. Es difícil limitar la realidad para que quepa en una cajita. Cuando me refiero al pueblo me doy cuenta que hay un debate de esta palabra, que puede ser muy delicado.

 

 

Carlos Montemayor es una presencia tutelar en A la orilla de la carretera. Vicente Alfonso sigue sus pasos para entender la cocina narrativa que él construyó para escribir Guerra en el paraíso, quizá la novela referente sobre la historia de las guerrillas en México. Cuenta que un año decisivo fue 1983, cuando Montemayor tendría 35 años y se acercó a Juan Rulfo para que lo guiara en temas de literatura indígena. Esta experiencia significó para Montemayor –profundo conocedor de literatura grecolatina– una especie de epifanía o golpe de timón en su trayectoria literaria por su nueva relación con las comunidades indígenas de Oaxaca y Guerrero.

 

 

¿Cómo fue ese proceso de descubrimiento de Montemayor al pasar de la literatura clásica a escribir de la guerrilla?
Hay dos personas que retratan muy bien esta transformación. Una es Juan Villoro, quien lo tiene clarísimo, no sólo del estudio de la obra de Montemayor sino del estudio de los movimientos sociales en Guerrero y el sur del país. Es una persona muy informada de estos temas. El otro es Christopher Domínguez en su Diccionario crítico de la literatura mexicana. Tiene una entrada que corresponde a Montemayor. Allí menciona un libro clave: Encuentros en Oaxaca. El retrato es muy certero. Montemayor llega ahí especializado en temas grecolatinos y mitología. Empieza a dar un taller de poesía, reúnen a los miembros de la comunidad. Pregunta quiénes son los poetas y resulta que no hay poetas. Se pregunta para qué le pidieron un taller. Después se van a comer y a beber. En la conversación se va dando cuenta que en la comunidad sí hay quien versifica, sí hay quien escribe canciones cuando alguien nace o alguien muere, sí hay quien escribe los sucesos importantes. Se da cuenta de que, en realidad, la visión que no cabe es la suya. El que debe aprender las cosas es él. Él no es el profe que llega a imponer sus criterios, sino que es alguien que debe adecuar su visión de la realidad para ser funcional en un lugar lejanísimo de las veleidades del mundillo literario. Ahí es clave Juan Rulfo, quien trabajaba en el Instituto Nacional Indigenista. Llegó con él con el pretexto de compartirle un cuento de mineros, lo agarra de terapeuta y Rulfo le responde: “Escuche a la gente. Escúchela”. Ahí hay una vuelta de tuerca importante en la vida de Montemayor. Qué bueno, porque la literatura mexicana salió beneficiada. De otro modo es poco probable que hubiera tenido la sensibilidad para andar en la sierra de Atoyac documentando y registrando historias. Eso me tocó verlo porque subí a varias comunidades que él visitó. Años después, la gente lo recordaba con mucho cariño. Les daba gusto saber que la estela de historias se había fijado en la novela. Recordaban que una vez que fue a Acapulco, llegaron unos habitantes de El Paraíso a visitarlo. Él les decía que había guardado granos de café que había comprado en El Paraíso para recordar ese momento. Montemayor jamás dejó esa actitud de escuchar, lo que Rulfo le había sugerido.

 

FOTO:  Vicente Alfonso también es autor de la novela Huesos de San Lorenzo (Tusquets, 2015)./ Germán Espinosa/ EL UNIVERSAL

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