“Habitar rincones de corpóreo albor”: Lina Quezada, ganadora del Premio Dolores Castro 2021 de ensayo

Abr 9 • destacamos, principales, Reflexiones • 2377 Views • No hay comentarios en “Habitar rincones de corpóreo albor”: Lina Quezada, ganadora del Premio Dolores Castro 2021 de ensayo

 

Este es un adelanto del libro Transparencias: sobre flotar en una estela, de Lina Quezada, ganadora del Premio Dolores Castro 2021 en la categoría ensayo. En este fragmento, la autora reflexiona sobre la autoconcepción del cuerpo enfermo, cómo éste pone de manifiesto la fragilidad de la vida y la manera en que otras enfermedades quedaron invisibilizadas por el Covid-19

 

POR LINA QUEZADA
¿Cuántos granos de arena han pasado desde que estoy mirando bailar el lienzo que filtra la entrada del cielo? Al volver a casa de mis padres, en el cuarto designado para mis cosas había cortinas gruesas de anaranjados espesos que limitaban el pasar de la luz, haciendo del espacio un cajón rancio de colores oscuros. Una mañana, sin pensarlo dos veces, tomé fuerza y las tiré con un jalón de cuerpo que valió la pena sacudir. Dejando la cortina blanca transparente que se suele poner debajo de los telones decorativos, los vilos luminosos del amanecer inundaron la habitación, el viento comenzó a pasearse por las tardes y el cielo a ser el motivo de cada despertar. En los días reflexivos rosáceo, en los días llorosos azul.

 

Me conserva la fugacidad andante de pensamientos y ensoñaciones que tienen lugar cuando se está postrada en la cama. De vez en cuando los cuerpos pierden el interés del movimiento, los jardines guardados entre calles pedregosas o las cosquillas palpitantes de los pies al correr se convierten en sensaciones mínimas, la pereza se transforma en tentación y el consciente latir encuentra la manera de morder sus brillantes uñas. Al ensimismamiento del cuerpo se llega de diferentes latitudes y, por consecuencia, se obtienen diferentes resultados. Por un lado, hay quien decide tumbarse en la cama para recuperar su energía, conservar la que tiene o simplemente, matar el rato. Sus motivos son diversos, y seguro con razón de ser. En otras circunstancias, hay quienes amanecemos tumbados debido a la fuga de vitalidad, popularmente conocida como salud.

 

Salud es una palabra proveniente del latín salus/ salûtis que significa “salvación”. También se le relaciona con los vocablos “saludar” y “libertad”. Por sí misma, y según las máximas autoridades lingüísticas españolas, salud refiere al estado en que un organismo ejerce sus funciones con normalidad. Mientras la sangre se me acumula detrás del ombligo, retumba desde la pared la mirada de los ojos santificados que mi madre ha puesto frente a la cama para que ore por mi salvación cada noche antes de dormir. ¿Cuál? ¿La salvación de mi cuerpo, la salvación de mi alma? Las dos. Tener salud redime a un estado de salvación, un estado de gracia en el que se puede transitar por los cómodos y efímeros estados de la cuestión cotidiana, como pensar de qué color cambiarse las uñas o qué tipo de ensalada mediterránea prepararse hoy. La divina habitación del sin sentido mudo, en la que las voces interiores no atormentan canturreando que le deseaste mal a alguien o te portaste indecorosamente, de lo contrario no estarías en tal estado encarnando la anticipada penitencia. La salud se desea en cada oportunidad: al saludar desconocidos, al hacer la oración que nos enseñó la abuela, el día de cumpleaños cuando se soplan las velas e incluso en las uvas que nos atragantan en la víspera de año nuevo. Tener salud es virtud, regalo divino, ideal aspiración. Y al mismo tiempo, banalidad habituada, condicional del organismo.

 

No obstante, cuando ocurre la fuga de algo aparentemente común, que por el simple derecho natural de existir se tiene, es parte del tumultuoso devenir encontrar las disidentes costumbres volcándose en cuestionamientos agresivos hacia el principio de la existencia misma. No sé cae en cuenta de que, en efecto, se existe hasta que el cuerpo advierte el escape de aquello que parecía imposible perder. La pérdida, el luto por el vacío de algo que antes no se sabía con certeza poseer. El mayor ejercicio de consciencia es saber lo que se es a través de lo que no se es: “Nadie sabe lo que tiene hasta que lo mira enfermo” escribe Laura Sofía Rivero en Tomografía de lo ínfimo. Nos desconocemos, hasta que los actos que realizamos en el día a día se ven pausados por algún pequeño eco de dolor o incomodidad, que al principio podemos ignorar, pero que eventualmente se convierten en un grito sonoro, paralizando cualquier tipo de actividad, plan o deseo. La enfermedad sostiene al enfermo en el presente, le inhabilita la capacidad idealista del futuro. El devenir es un fruto prohibido para quien se ve, en su presente, amputado de la movilidad corpórea, al menos en un principio. El pasado se convierte en el habitar de los recuerdos, el presente en el sentir avivado y el futuro en el juego de la ensoñación. Si nuestro desenvolvimiento en la sociedad se define por el actuar normal derivado de la salud que poseemos, ¿su fuga nos transforma en seres fuera de lo común? La ausencia de la salud no es una pérdida, un hecho fuera de lo habitual, una extrañeza en la acera de la vida sino parte de la transitoria capacidad de existir. Si no es el peso, es la altura. Si no es el azúcar es la ausencia, la hipo o la hiper, el dedo o la pierna, el hueso o la carne. Tener salud es lo extraordinario, en muchas ocasiones y realidades, un envidiable privilegio no sujeto a la afortunada selección natural.

 

Entre dolencias, olvido la sensación de mantenerme despierta. Apenas el sol alcanza su altar en el cielo cuando ya estoy tan agotada como si hubiera regresado de recoger garambullos del cerro. Los pies me bailotean en el espacio vacío de la cama. Si en este momento no estuviera asida de carne mallugada, probablemente andaría recorriendo las calles en picada del centro de la ciudad. Traería el morral con libros sacados de la biblioteca que no alcanzaría a leer pero que me harían caminar con esos aires de ingenua intelectualidad que dan al pasear con las ideas de otros en el bolsillo. Andaría tropezando con mis diminutos pies, mientras busco una mesa para sentarme a tomar un buen pulque de avena y luego, a esperar el atardecer húmedo que aún se siente en los primeros de marzo. Cuando llegué al Cuévano, hogar de Ibargüengoitia y de “La China” Mendoza, en ningún osado momento pensé en la chispeante realidad que estalla al despertar cada día rodeada de cerros y casas multicolor. Dice Conrad a través de Maslow: “Cuando se es joven hay que ver cosas, acumular experiencias, ideas; hay que ensanchar el espíritu”; el vaivén de los ruidosos días al andar por los callejones, contrario a su condición arquitectónica, es la prueba corpórea de expandir el juvenil espíritu.

 

Hace tres años comenzó mi transformación a la enfermedad, la que se palpa con las manos y examina agudamente la vista, porque si hablamos de las dolencias que sucumben en el interior de la mente, en el cuerpo de las emociones tendríamos que partir desde otra historia. La primera complicación física que tuve sucedió a finales del 2017 cuando mi vesícula fue diagnosticada con cálculos biliares. En dos semanas el médico dictaminó una laparoscopia para retirarme el pequeño órgano disfuncional. Los siguientes años, padecí problemas gastrointestinales, movilidad limitada, inflamación constante del abdomen y la pelvis, dolor agudo en la zona. Mas nunca, a pesar de las incomodidades en el día a día, se les consideró síntomas graves, sino efectos postoperatorios que con el tiempo desaparecerían. En febrero del 2020 fui hospitalizada por infección general en los sistemas digestivo, urinario y reproductor. Lo que comenzó como somero dolor se convirtió en un atropellado descontrol de microorganismos.

 

Desde entonces pasé la mitad de mis días en consultorios médicos, clínicas reconocidas de la ciudad, manos frías, procesos y tratamientos que parecían más un experimento que un dictamen seguro. Diagnósticos contradictorios y procederes dolorosos son el crisol de las jornadas cuando se tiene un cuerpo enfermo. Después de la manipulación insensible de la carne, los aparatos y cámaras miniaturas entrando por las fisuras del cuerpo, los piquetes en las venas hinchadas y el poco derecho que se le deja al enfermo de opinar sobre su propio estado, es devenir natural reconocer que en efecto se tiene un cuerpo enfermo, pero que se tiene a medias porque ya no se puede decidir sobre él. Conrad también menciona: “Una salud triunfante sobre la derrota general de los organismos constituye por sí misma una especie de poder”. La salud es la llama vigorizante que permite trasladar de un lugar a otro, a través de las selvas y los mares, de las horas luminosas y lo impenetrable de la oscuridad, esto que cargamos como envoltorio del alma que nos da apenas un atisbo de la verdadera libertad.

 

Qué asidera rígida la de perder el poder de sentirse libre. El día en que me realizaron la primera colonoscopia, el médico especialista me indicó pasar a la habitación contigua para comenzar el procedimiento. Tocaba cada zona de mi vientre hincando los blancos dedos con la mirada rugosa de alguien que piensa con fuerza. La enfermera se acomodó sosteniéndome, respiré profundo y en ese momento supe que el dolor de padecer es apenas un guiño rudo en el camino de recuperar la salud, que el tratamiento desgasta más los nervios que la enfermedad por sí misma. Entre los días porta-pastillas, estar despierta parecía habitar en un sueño, uno en el que tumbada en las camillas viajaba por las ondas de un mar multicolor, pero que cuando me levantaba, se volvía borroso. No hay descanso para la enfermedad, nunca hay un momento en el que, conmovida por las lágrimas o la aparente cordialidad, ésta se diga a sí misma —como que ya va siendo hora de dejar de fregar—. No hay libertad para salirse del propio cuerpo más que cuando se está dormido.

 

Ante el desgaste emocional encontramos múltiples actividades que nos aseguran el descanso, entre ellas hacer yoga o meditaciones con música tibetana, dibujar mándalas, hacerse un té de pasiflora. Ante el cansancio físico, una ducha con agua caliente, estiramientos suaves, subir las piernas sobre almohadas. ¿Qué se hace con un cuerpo enfermo cuando está cansado de serlo? Tumbarse en la cama no es opción, es prescripción. La tristeza que surge cuando se asimila la limitación de convertirse en un ser humano poco funcional no se cura con actividades hechas para los que sí funcionan con normalidad.

 

Atravesar por el malestar es un hecho íntimo, variable e irreconocible para los de afuera. El resto no sabe cuánto duele uno por dentro, y aunque observan las lágrimas e intentan sentirte, no lo saben. El dolor es un camino personal, uno en el que el cuerpo grita lo que al espíritu no se le escucha. ¿Cuánto no oímos de nosotros mismos?

 

Un miércoles me realizaron la primera tomografía, mis doctores afirmaban cáncer en el colon. Sentada por una hora en medio del pasillo y con los nervios desgastados, sentía las ásperas paredes venirse contra mí. El vaso de líquido amarillento se balanceaba con mis ojos, cuyo habitual modulador de tensión era observar a los pacientes salir de sus citas contentos o agobiados. El químico para contraste tenía un sabor amargo y ferroso, me zambulleron tres de esos casi a la fuerza. Cuando estuve lista, pasé al espacio donde habitaba aquel gran ser mecánico curvado por encima de la camilla. La habitación estaba blanca y helada, como imagino sería estar dentro de la gran ballena de Dickens. Al ponerme la bata mis huesos calaron chocando unos con otros. Tumbada en la parrilla fría, casi sentí que la orina retenida saldría disparada al médico, que sonreía mientras ponía la intravenosa, asombrado por la tranquilidad con la que miraba la enorme aguja. El hombre pensaba que se trataba de un acto de astuta valentía para impresionar, y no de una pinchada carne ya acostumbrada. Durante todo el procedimiento estuve temblando, de frío y de miedo, pues tener semejante aparato moviéndose en paralelo por encima del frágil cuerpo daba pie a imaginaciones estrangulantes. Con el aparato justo en mi cabeza, el cuerpo se calentó ardiendo desaforadamente, transformándome en un fósforo de metro y medio. Tuve miedo de que fuera la entrada triunfal a los fuegos de un infierno dantesco, miltoniano o peor, la perpetuación del dolor en vida. Al cerrar los ojos, recordé a María, la de Isaacs, recogiendo mejoranas y claveles de su jardín. Recordé sus ojos y trenzas negras rozando verdosos tallos recién nacidos. Me sentí María, en medio de una salvaje naturaleza, en un tremendo huracán de organismos enfermos. Me dejé volar a la romántica ensoñación de andar por el Valle de Cauca, gozando del polen perpendicular a la punta de mi nariz. Cuando el calor encendió el centro de mi pecho, me negué a continuar soñando por miedo a que mi suerte se tornara como la suya.

 

En La Metamorfosis de Franz Kafka, “Una mañana, tras un sueño intranquilo, Gregorio Samsa se despertó convertido en un monstruoso insecto”. Una mañana, desperté convertida en una mujer enferma. En nuestras anécdotas, ambos somos bichos tumbados en el cuarto tratando de escapar por cualquier rincón, por cualquier puerta abierta. Dejamos de ser engranajes funcionales en la gran máquina de vivir para producir. Ver la cara de preocupación de mis padres cada vez que pagaban los tratamientos, los hospitales, los honorarios; ver su tristeza y decepción al verme tumbada en la cama llorando me hacía preguntarme: ¿qué es lo que, verdaderamente, duele? ¿La devastación o la inactividad? Es cruel la forma en que el sistema de intereses nos transforma en sujetos sin nombre ni cuerpo, haciéndonos sentir importantes en la medida en que somos funcionales a sus propósitos. Fue hasta sentirme en la enfermedad que comprendí el sometimiento propio al que me orillaba con recurrencia, adentrándome en el juego de la productividad como parámetro de mi propia valía. Si no estaba leyendo o estudiando, estaba con las tareas domésticas, trabajando o escuchando los problemas de los demás. Incluso, en mi familia muchas veces me acusaron de no dar lo suficiente, de no aprovechar la oportunidad de estudiar en otra ciudad. Soy la tercera mujer en mi árbol genealógico en ir a la Universidad, de la forma en que mis parientes ven las cosas, al menos debía hacerle honor al apoyo y agradecer con cada poro de mi cuerpo el habérseme permitido tal posibilidad. La expectativa colectiva nos hace sentir piezas banales e incompletas si no le entregamos, envueltas en papel de regalo, nuestras vidas. En el caso de tener cuerpos y apariencias de mujer, las prestadas vidas.

 

Cuando estuve en el hospital noté la organización de los pisos destinados a las personas contagiadas por el virus que llegó a finales del año pasado: el SARS-CoV-2. Mientras esperaba mi turno para acceder a una camilla, veía pasar con urgente velocidad al equipo de enfermeras que antes de entrar a la zona de contagios se detenían brevemente, rápido como un parpadeo, evidente como la duda. La nueva realidad nos mantiene a expensas del azar, de la espera. Éste es un virus triste, cargado de sollozos e incógnita que cuando se disipe, o termine por convertirse en un efecto normal, se llevará arrastrando el dolor desafiante del mundo entero.

 

Era abril de 2020. Fue confuso llegar en la madrugada a urgencias y que antes que nada me hicieran pruebas para saber si estaba contagiada del virus. Las personas me miraban con interesada curiosidad, atentos al dictamen de las enfermeras. En cuanto escucharon la negativa respuesta, se voltearon con la disimulada decepción que da cuando no te acercas a lo desconocido. Fue triste ver que había personas llorando, rogando ser pasadas a las camillas para ser detenidas con la respuesta —No, porque no tienen COVID. Tendrán que esperar—. Durante el tiempo que ha permanecido la pandemia, he escuchado muy poco de las otras enfermedades que paralizan a las personas. De repente, si no tienes el virus del momento no estás verdaderamente enfermo. Pese a, comprendo que habitamos una situación impredecible, un virus desconocido y se debe tener prioridad para los enfermos que aún no se sabe, a ciencia cierta, cómo tratar. Supongo que dicha estrategia médica radica en eso, en tener el mayor tiempo posible para tomar decisiones ante lo incierto. Resulta extraño cómo en tan poco tiempo, las mascarillas se han vuelto extensiones imprescindibles de nuestras caras. Entre marcas de alto prestigio se ha implementado la moda de llevarlas cargadas de diamantes e incrustaciones de extravagantes colores. Entre las cosas que no tienen límite como la enfermedad, el dolor y el porvenir, ocupa su propio asiento la vanidad.

 

Tras pasar al área de urgencias, recordé las inmediatas veces que estuve así, tendida mirando los cuadros grises de los techos del hospital, con la esperanza de que fuera la última vez, de que se me cerraran los ojos suavemente para no volver a sentir, irme bailando en los suspiros de la nada. Un médico recorrió las cortinas amarillas, feas como pus crudo, y empezó a revisar mi cuerpo. Un par de horas después me sentí como frasco, vacía por dentro. Por la tarde los estudios estuvieron listos, revelando la extensión de la infección en las vías urinarias hasta los riñones, un sistema digestivo destrozado hasta el esófago y una enfermedad pélvica inflamatoria apenas sanando. Cuando llamaron a mi especialista, inmediatamente me dio más medicamento, nuevos estudios y algo para calmar los nervios. Con afanoso hincapié en lo último, como si eso fuera lo que con mayor urgencia necesitaba, calmar los nervios. Pensar que se le deben calmar los nervios a alguien que padece es un acto insensible y déspota, me niego a aceptar que los médicos crean que éste es un recurso hábil para ejercer su profesión.

 

Con los despertares vino la asimilación. Asimilar que tomar más de diez pastillas por día me encaminaba a la posibilidad de reencontrarme, de recobrar mis fuerzas. Notar que el descanso al que estaba prescrita al menos me permitía la posibilidad del sueño, el que se tiene cuando se viaja con la memoria despierta. De repente, tomar el té de las mañanas mezclado con salinas lágrimas no significaba tener lástima por mí misma, sino mirarme desde otra perspectiva. En efecto, tengo un cuerpo. Un cuerpo que existe bajo la anomalía de la enfermedad. Estar enferma quizá limita mi experiencia física, pero no limita mi pensamiento. Me reconozco en la enfermedad aceptando que ni aún el dolor destruye lo que soy por dentro. La llama divina habita en el centro de mi pecho, si la carne se apaga, el espacio de transmutación será mi encendido hito de luz.

 

La cortina blanca transparente serpentea, duda en su movimiento espiral, se detiene. Cierro los ojos y descanso, me acomodo en la conclusión de que esto es lo que soy ahora. Dejo de luchar con mi inesperada condición de escarabajo adquirida en los albores de la mañana. Multiplicados los ojos al igual que los brazos escucho cada murmullo de la casa, entiendo el lenguaje de las tuberías comenzando a soplar y atenta a los símbolos de las sacudidas de mi gata, la acurruco con los redondos contornos de mis pies. Estar tumbada, encerrada en una habitación, la mía o la del hospital, me ha dotado de sentidos que creía dormidos. He aprendido a escuchar los susurros de mi cuerpo, a verme colgando desde el techo balanceándome con las patitas que me salen cuando poco a poco voy quedándome dormida.

 

FOTO: Especial

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