Héctor García, el fotógrafo siempre a “pata de perro”

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Se cumplen 100 años del natalicio del fotoperiodista que demostró que informar puede ser un hecho estético. Protagonista de la escena cultural en los años 60, retrató a Siqueiros, Kahlo, entre otros; su obra es una lectura visual de la evolución de la ciudad

 

POR ADRIANA MALVIDO
En el centenario del nacimiento de Héctor García que se conmemora con exposiciones por toda la Ciudad de México hay una invitación a seguirle los pasos. ¿Será posible? Yo todavía escucho sus grandes pasos por la sección cultural del unomásuno donde lo conocí en los primeros años de la década de los 80 cuando tantas veces reporteamos juntos la fuente de artes plásticas que el oficio me regaló como ventana para ver el mundo.

 

Cuando me propuse escribir este texto, recordé los cientos de retratos de artistas e intelectuales que Héctor reunió a lo largo de toda su vida y pensé que con ello, bien acotado, podría desarrollar una reflexión puntual, pero luego de echarme un clavado visual por su obra fotográfica, sus textos, sus libros y mis propios recuerdos sobre el amigo que fue, me di cuenta que para Héctor, la cultura no sólo estaba en la pluma brillante, la mano virtuosa o el cerebro prodigioso de nuestros creadores y pensadores sino que también la respiraba en la calle, en el teatro popular y la carpa, en los cementerios un Día de Muertos, en los rituales de los coras nayaritas, en un campo de henequén, en el inmenso universo visual de la ciudad y en el verdadero espejo colectivo de todos nosotros que es la vida cotidiana, con sus maravillas y sus tragedias, sus movimientos sociales y sus personajes más sencillos que no por eso dejan de ser únicos e irrepetibles.

 

Héctor parece caber dentro de todas las categorías y los géneros del fotoperiodismo, porque a su mirada ansiosa todo lo interesaba. Casi imposible catalogarlo, y sus imágenes se tejen unas con otras para darnos una gran lectura visual de México. ¿Cómo entender el retrato de Siqueiros tras las rejas de Lecumberri sin considerar el contexto represivo de su tiempo? ¿Cómo valorar Trabadores de un ingenio azucarero o Niño del machete en su verdadera dimensión, sin tomar en cuenta la traición del PRI a los ideales de la Revolución Mexicana plasmados en la pintura mural?

 

Héctor es un extraordinario fotógrafo cultural, no sólo por sus excelentes retratos, sino por su participación activa en el momento histórico que le tocó vivir. Es a la fotografía, lo que Gabriel Figueroa al cine, pero también lo que fue el Luis Buñuel de Los olvidados. Es, a la imagen fija en blanco y negro, lo que Orozco, Rivera y Siqueiros a la pintura, pero también a lo que fue años después Alberto Gironella, Vicente Rojo o José Luis Cuevas.

 

Es decir, nunca dejó de caminar al lado de la historia. Es observador de la vida, pero también participante, retrata personajes pero también él es un personaje que queriéndolo o no, labra una leyenda y una épica de su vida y su obra.

 

Lo dijo mejor Carlos Monsiváis:

 

“(…) el propósito de Héctor García no es conmover o persuadir o enrarecer o embellecer, sino tal cual… informar. En última y primera instancia Héctor García es un fotógrafo de prensa, es un periodista. Pero un momento, la información tiene derechos y niveles. Esto nos reitera: informar puede ser también un hecho estético, un acto cultural de primer orden, un fenómeno de alta creatividad. El informante Héctor García es testigo, actor, narrador, sentencia, absolución, demanda y voz interpretativa. La información como síntesis artística de la vida cotidiana o el suceso extraordinario”.

 

Héctor García, tomando fotos sobre la avenida 5 de Mayo, circa 1950. Crédito: Fundación María y Héctor García.

 

¿En dónde nace una mirada como la de Héctor García?

 

Sabemos que su maestro más admirado fue don Manuel Álvarez Bravo quien me dijo un día: “En la vida cotidiana y en el contacto que establecemos con ella, no hay más remedio que entregarse”. Frase en la que reconocemos, sin lugar a dudas, la actitud de Héctor García.

 

Pero el origen va más atrás y está en su infancia, como todo lo importante en la vida. Hay que imaginar a ese niño que vivió en la miseria, y al que su madre, ante el abandono del padre, dejaba amarrado a la pata de una cama para que no escapara mientras ella iba a trabajar.

 

“Verás —le contó a Juan de la Cabada— dentro del cuarto que habitábamos en un patio de la vecindad de la calle Juan de la Granja, por este barrio de La Candelaria de los Patos, me dejaba mi madre amarrado a una de las patas del catre para que no saliese yo a la calle. No había ventanas: en tinieblas me quedaba íngrimo, chilla y chilla, dolido y enrabietado, hasta que de fuera venían las primeras voces de la mañana y entre las rendijas y hoyos de la puerta, la luz iba violando la sombra que a su turno espesaba la claridad que ofrecía un interminable desfile de figuras agrandadas como a través de cristales de aumento, con lo cual, calmábanse mis berridos y quedaba extasiado. Veía a toda la vecindad proyectada en la pared”.

 

Desde ahí, pues, el niño aprendió a percibir la luz y las sombras que, reflejadas sobre los muros, le permitían imaginar figuras. Por eso, y porque su madre le enseñó a leer y le regaló muchos libros y le contó un montón de cuentos, Héctor desarrolló una rica imaginación.

 

Pero, además, contaba que la mayor, y quizá única diversión de su infancia, fue el cine. Que entraba a las funciones con su mamá a las dos de la tarde y salía a las diez de la noche. Así asistió al nacimiento del cine sonoro. Con pedazos de rollos de película que su madre le compraba, él armaba sus proyecciones de cine con cajas de cartón y con velas daba funciones en una carbonería.

 

Así, Héctor aprende a mirar la realidad a través de su representación. Primero en las sombras, luego en la pantalla del cine y después, aún de niño, en la sala del entonces Museo Nacional de Historia en la calle de Moneda donde descubre aterrado a la Coatlicue, la diosa mexica de la tierra, en su representación petrificada.

 

Las duras condiciones de su infancia se salvaron en la memoria por el recuerdo de una madre que le contaba cuentos y le cantaba arias de ópera o trozos de zarzuela. Héctor pudo entonces recordar esa etapa con cariño y ver al niño que fue como “un pequeño héroe” que, una vez que aprendió a desatarse, fue libre para recorrer el mundo. Desde México hasta China.

 

Su mirada, desde entonces y a pesar de su gran altura, fue siempre horizontal hacia la gente de la calle. Nunca ajena, nunca distante, siempre viéndose a él mismo en todos los niños descalzos. Por eso es autor y actor de la imagen. En sus palabras: Estoy en los hechos y ellos están en mí, una definición de su fotografía que me parece insuperable.

 

Héctor se desata y se convierte en la pata de perro que fue durante toda su vida. A los siete años huye en tren con una pandilla de niños a conquistar el mundo y acaba en un Tribunal de Menores. Después caería en el Reformatorio que él llamaba su alma mater porque, le dijo a Dionicio Morales, no sólo le enseñaron la forma de cometer pillerías y modos de sobrevivir “en una sociedad inequitativa y explotadora”, sino que supo de la ternura, el cariño y la sabiduría de maestros y trabajadores sociales. Recordaba al maestro Ángel Salas que le dio clases de esgrima y de violín, que le descubrió a Bach, a Rilke y “las indignaciones y la fuerza de Tolstoi”.

 

Pero ahí también conoce al doctor Gilberto Bolaños Cacho de quien recibe, al salir, su primera cámara fotográfica y una beca para estudiar en el Poli, pero él no estaba dispuesto a dejarse amarrar de nuevo, ni a las aulas universitarias. Se vida estaba hecha ya para volar, explorar la vida, trotar por el mundo con la mirada atenta y un ansia de vida y aventura insaciables.

 

Con Juan de la Cabada, con Dionicio Morales y con su biógrafa, Norma Inés Rivera, Héctor cuenta su vida y se revela a sí mismo como un gran narrador.

 

El momento definitivo sucede, como les contó a todos ellos, cuando trabajando de bracero en Estados Unidos presenció la muerte de un compañero. Limpiaban los rieles del ferrocarril en Maryland cuando una mañana descubrió, tras el paso veloz del tren, a su amigo Ernesto destrozado entre la nieve. Impresionado, tomó una fotografía de la escena que después del revelado del rollo, resultó blanca como la nieve. La frustración lo llevó a tomar cursos de fotografía en Nueva York y así, decía, “empecé mi carrera de escribir con luz”.

 

La actriz Katy Jurado ca, 1950

 

Héctor vuelve a México en 1945 y hace su primera inmersión en el medio cultural del momento cuando trabaja, como barrendero y mensajero, en la revista Celuloide que dirige Edmundo Valadés. Ahí, conoce a José Revueltas, Efraín Huerta, Xavier Villaurrutia y Salvador Novo. Valadés es un hombre sensible que percibe las facultades de García y lo recomienda para estudiar en el Instituto Mexicano de Cinematografía donde conoce a dos de sus grandes maestros: Manuel Álvarez Bravo y Gabriel Figueroa.
Muchos años después, y confieso que no conocía nada de esta historia de Héctor, fuimos juntos a una entrevista con don Manuel cuando el maestro estaba por cumplir 80 años. Y ahí en su casa de Coyoacán, en enero de 1982, el artista de la lente nos dijo algo que seguramente también impactó a mi compañero del unomásuno.

 

Álvarez Bravo hablaba de su relación personal con Tina Modotti, de la amistad epistolar que sostuvo con Edward Weston y de su propio aprendizaje tomando fotos de la pintura mural. En eso estaba cuando retrocedió en el tiempo y recordó con claridad un viaje a Oaxaca en 1925 y una lectura definitiva: las Páginas Escogidas de Pío Baroja.

 

Mientras Héctor lo retrataba, nos contó:

 

“En el prólogo leí una frase que nunca me ha dejado de impresionar. Decía así: ‘Si yo fuera arquitecto, haría que una viga fuera viga aunque tuviera oportunidad de disfrazarla’.”

 

Sostenía Héctor: “Como fotógrafo de prensa que soy, me atengo a lo que está sucediendo, tengo que serle fiel a los hechos. Si las cosas no son como yo las quisiera, no puedo cambiarlas. A lo más, podría estrellar la cámara contra el suelo”.

 

Junto con Nacho López, Héctor aprendió mucho de don Manuel, lo esencial, diría siempre. La diferencia, contaba con humor, “es que Nacho se hizo un clásico y yo un callejero”.

 

En 1953 logra una de sus fotografías emblemáticas que, dicen, bautizó años después André Malraux: Niño en el vientre de concreto. “Ese niño soy yo”, le dijo Héctor a Norma Inés Rivera.

 

Siempre se consideró, ante todo, periodista. Así trabajó como freelance en Mañana, Siempre!, Impacto, Paris Match, Revista América, Time, Life, Cine Mundial, Excélsior y Novedades, entre otros medios y una decena de agencias. Hace mancuerna con reporteros y escritores de la talla de Fernando Benítez, Elena Poniatowska, Juan de la Cabada, Elena Garro, Carlos Fuentes, Renato Leduc… y su temática se hace tan amplia como el mundo frente a su mirada.

 

Documenta con grandes reportajes movimientos sociales como el de los ferrocarrileros, el de los maestros, el de los médicos, el del 68; recorre de día las calles de la ciudad, se ve y se retrata a sí mismo en los niños de la calle, los vendedores, los trajeados y después la vida nocturna. Por la mañana retrata a Frida Kahlo recostada en su cama y por las noches a las coristas de El Blanquita. El festejo de Día de Muertos en un cementerio un día y los sepelios de Goitia y de Frida, otro. Recorre México y nos lo entrega fiel, sin miradas antropológicas (que son muy válidas, pero él es periodista), sin ambiciones artísticas (por eso tantas fotos suyas alcanzan esa categoría), sin discriminaciones sociales o culturales. Tan sensual la vedette de arrabal, como Tongolele o Gloria Mestre en pleno vuelo sobre la ciudad. Tan digna la mujer maya como la bella María Félix. Tan interesante la puesta en escena de la Semana Santa en Tepito, como Silvia Pinal posando para Diego Rivera en su estudio. Tan atractiva La Celestina de la calle como Dolores del Río…

 

Su obra, como él y como la vida, es movimiento. Porque como periodista hay que estar alerta, decía, con los ojos bien abiertos todo el tiempo. Y tercamente buscando la expresión cultural.

 

El abanico de sus intereses no tiene límites, como su arrojo.

 

Por eso estuvo en Lecumberri para retratar a David Alfaro Siqueiros en una foto que ha dado la vuelta al mundo. Ahí estaba con Elena Poniatowska quien dice que Héctor retrataba al pintor con una emoción casi febril y que lo llamaba “maestro” con absoluta reverencia. Cuando ella le preguntó por qué se emocionaba a tal grado, él contestó: “¿Sabes por qué? Porque es el único que me ha hablado de mi padre”.

 

Elena Poniatowska visita a Alfaro Siqueiros en el Palacio Negro de Lecumberri, sin fecha.

 

El fotógrafo retrata a José Clemente Orozco y no sabemos ni sabremos ya, cómo le hizo para que este genio de la pintura mexicana apareciera sonriente en algunos de sus retratos. Lo que sí sabemos es que está ahí, en primer plano, la mano portentosa del autor de La trinchera, El hombre en llamas y tantas otras obras maestras.

 

Héctor fotografía en plena acción creativa a Diego Rivera, pero también a la hora de la comida con su hija Ruth y escenas de la vida cotidiana que se le presentan. Estar, siempre estar en todos lados y con sus cinco sentidos en alerta para activar su cámara. Y parece tener, como Monsiváis, el don de la ubicuidad para apoderarse del instante decisivo en donde quiera que éste suceda.

 

Pero, además, se hace cuate de todo el mundo: de Carlos Fuentes y de Pedro Infante, de José Luis Cuevas y del Indio Fernández, de Rufino Tamayo y de Juan García Ponce…del Dr. Atl y de Gabriel Vargas o de Abel Quezada, Francisco Toledo, José Emilio y Cristina Pacheco… Así tiene acceso privilegiado a ese espacio íntimo que la gente reserva para los amigos.

 

No había en su vida una división entre la persona y el periodista. Lo recuerdo llegando a la sección cultural del unomásuno junto con su comparsa de parrandas, el poeta Javier Molina, listo para cumplir con la orden de trabajo del día. Yo estaba en mis pininos y vi como todos los temas le atraían, no había uno que le quedara chico, así fuera una entrevista con una joven pintora que inauguraba su primera exposición, o una exclusiva con Rufino Tamayo.

 

Hay que estar donde la vida sucede, ser un pata de perro como él, para retratar a Rivera justo en el momento que escribe, en una parte de su mural Sueño de una tarde dominical en la Alameda, la frase “Dios no existe”; al Ché Guevara en un gesto espontáneo, a Tin Tan desnudo bañándose en la regadera, a Elena Garro bailando con García Márquez o a Raquel Tibol en plena bronca con Siqueiros.

 

El 18 de abril de 1982, durante el I Congreso Nacional de Artistas Plásticos, el muralista y la crítica de arte tienen un enfrentamiento público. Tibol había cuestionado al pintor en varios artículos y luego había afirmado que “el artista que hace obras por contrato con el gobierno tiene su libertad de expresión limitada”. Furioso, Siqueiros pidió la palabra, la acusó de “provocadora de asamblea”, exaltó al muralismo mexicano y se refirió a ella como una argentina incapaz de comprender el verdadero alcance del arte público nacional. Como cuenta Tibol en su libro Confrontaciones, al término de la sesión ella se acercó y le dijo “Vengo a invitarte al coctel de despedida que haré el día que me echen de tu país”, a la vez que “le tendía con amarga furia mi mano que él no se dignó a estrechar. Fue entonces cuando, descontrolada, le propiné la más fuerte cachetada que haya dado yo en mi vida”.

 

Sobre la fotografía de García, Raquel Tibol revela: “Héctor no estaba en el momento de la cachetada, pero al enterarse llegó y la discusión seguía, y con la rapidez mental de un fotógrafo profesional, buscó sustituir una realidad por otra parecida. Se trata de una sustitución del gesto, porque la foto que tomó es la de mi mano. Con esa rapidez actuó Héctor García, que al perder un tema lo recompone”.

 

Y cuando uno ve la fotografía, podría jurar que la mano levantada de Raquel Tibol acaba de cachetear a Siqueiros. Y no es un truco de photoshop, sino el ojo periodístico.
“Mi vida ha sido clic, clic, clic…y a correr. Para cuando se daban cuenta las personas ya las llevaba dentro de la cámara”, le comentó un día a Anasella Acosta de la revista Cuartoscuro.

 

Héctor García forma parte de la misma generación que, junto con Rodrigo Moya y Nacho López, dio un impulso determinante al fotoperiodismo en México. Grandes autores antecedieron al maestro como: Hugo Brehme y Guillermo Kahlo, Romualdo García, Víctor Casasola y los Hermanos Mayo, mientras que con Álvarez Bravo se introducía la voz poética, onírica, mágica, erótica y artística de la fotografía.

 

Ahí están en su generación, por orden de fecha de nacimiento entre 1906 y 1934, Walter Reuter, Faustino Mayo, Julio Mayo, Francisco Patiño, Enrique Bordes Mangel, Enrique Metinides y Rodrigo Moya.

 

Héctor formó parte del equipo que inició el unomásuno y junto con María su esposa, trabajó en ese diario durante su mejor época, cuando lo dirigía Manuel Becerra Acosta y Carlos Payán fungía como subdirector.

 

Christa Cowrie, Aarón Sánchez, Martha Zarak, Pedro Valtierra, Armando Salgado, Enrique Ibarra, Gustavo Miranda, José Barragán y Héctor y María García participan activamente de este proyecto que se convirtió en escuela de muchos de nosotros. En lo personal puedo decir que ahí aprendí a ver. Y Héctor era tan sencillo que, lo confieso de nuevo, aún no me percataba de la grandeza de su obra. Estaba demasiado cerca y la vida era un torbellino. Eso sí, lo recuerdo muy divertido, “Habitante del relajo”, como le decía Monsi, y amigo de casi todos a los que yo entrevistaba.

 

Germán Cipriano Teodoro Gómez Valdés y CastilloTin Tan, 1953, Cuba.

 

El nuevo movimiento fotográfico de prensa que surge en el unomásuno, continuará en La Jornada con Pedro Valtierra, Marco Antonio Cruz, Rogelio Cuéllar, Elsa Medina, Frida Hartz, Raúl Ortega, Francisco Mata Rosas, Eniac Martínez y Fabrizio León, entre otros herederos de Héctor García, Nacho López y Rodrigo Moya.

 

Optimista, Héctor decía: “La fotografía siempre está en su mejor momento desde que nació”.

 

Él mismo participó con Benítez fotografiando coras y huicholes nayaritas para el Tomo III de Los indios de México, esa obra monumental a la que el autor dedicó 20 años y escribió cinco volúmenes traducidos a varios idiomas.

 

Según Héctor García “México es un país ideal para el fotógrafo por su mosaico de seres y formas de ser”. Le dijo a Luis Suárez: “(…) junto a la ternura y la sensibilidad artística de los seres, convive y emerge ante la cámara el rostro odioso del criminal nato y terrible”. Precisó: “Yo soy mexicano y trabajo en México. En mi país yo busco las peculiaridades y los tonos especiales que se dan en nuestro ámbito en un mismo momento del mundo”.

 

El mexicano “no es sino el hombre en esta región geográfica del mundo. Un hombre que, en una central henequenera moderna, convive en Yucatán con un espíritu de hace dos mil años. He visto familias yucatecas que, junto a las grandes máquinas, se mueren de hambre, sumidas en su filosofía antigua; pero que se mueren con una solemnidad y un señorío, que produce admiración”.

 

Su obra ha detonado ríos de tinta, manantiales de palabras, ensayos poemas y reflexiones. Y es que Héctor no sólo aprendió a ver la realidad sino a leerla con la inteligencia y la sensibilidad siempre al acecho.

 

Al maestro Antonio Rodríguez, le comparte sus lineamientos. Es decir, detrás de ese clic, clic, clic… y correr, hay toda una intención y una propuesta estética:

 

1.- El fotógrafo, como cualquier otro artista, necesita haber vivido mucho para poder tener cosas que decir.

 

2.- Periodista que no conozca bien a su país, no puede ser un verdadero periodista.

 

3.-El fotógrafo de prensa debe tener una inquietud permanente. No debe esperar que los asuntos vengan de él sino, al contrario, debe ir hacia los asuntos, buscándolos en todas partes, con una curiosidad incesante.

 

4.- Un fotógrafo debe dominar por completo la técnica de su modo de expresión. Pienso, como Manuel Álvarez Bravo, que el fotógrafo sólo podrá cumplir verdaderamente su misión cuando sienta que le corren en las venas la hidroquinona y el hiposulfito. (Ahora diríamos que ¿los pixeles?).

 

5.- El fotógrafo de prensa, cuando trabaja, debe olvidarse del arte.

 

6.- Pero, si además de todo eso, tiene inquietudes estéticas, el reportero gráfico puede llegar a ser un verdadero y buen fotógrafo de prensa.

 

Antonio Rodríguez agregaba uno más: “El fotógrafo que no tenga algo —o mucho— de vagabundo no deberá jamás dedicarse al periodismo”. De ahí que bautizara a Héctor García como “el vago con credencial de periodista”, para quien la cámara fotográfica era un pasaporte diplomático a la aventura.

 

Niño en vientre de concreto.

 

¿Para qué sirve la fotografía?

 

Héctor le contestó a Anasella Acosta: “Sirve para informar, educar, a dónde habría de ir el mundo de la publicidad sin la fotografía…pues me río, y también sirve para enamorar…para mostrar la belleza. La persecución de la belleza por medio de la fotografía es maravillosa. Todos los grandes cueros salen fotografiados en todo el mundo. La canija fotografía se da sus agasajos porque la belleza es su territorio. Ya sea llena de trapos o desnuda, la belleza es pan comido”.

 

En la misma entrevista, Héctor dice que, si bien la pintura y el grabado tienen su propio territorio, llegó la fotografía y les dijo: “Vete para allá que ya llegó aquí tu azotador”.

 

Y llegó la fotografía de Héctor a las salas de galerías y museos del mundo y a las múltiples publicaciones y libros sobre su obra. Pero, como decía él, “la foto es la foto” y un fotógrafo de prensa nunca hace su trabajo pensando que se va a colgar en un museo. Tomar fotos para Héctor era como respirar y le bastaba recorrer la ciudad con una cámara en mano para sentirse “dueño del mundo”.

 

Reflexionaba:

 

“Las fotos no son obras de creación mías de las cuales yo soy total y absolutamente responsable, sino que son actos que tienen su propia vida, que funcionan delante del espectador. En la conjunción de la gente que ve el material y el material mismo es que en cada ocasión surge un diálogo. La fotografía tiene su vida o no tiene nada, logra comunicar o no lo logra”. El producto de la fotografía “es la conjunción de mis posibilidades y las circunstancias alrededor”.

 

Héctor viajó a Europa, retrató a Breton, a Brigitte Bardot, a Jeanne Moreau, a Malraux y a Picasso; fue a Israel como corresponsal de la guerra de los siete días, llevó su cámara a China, a Japón y a Medio Oriente, ganó tres veces el Premio Nacional de Periodismo y recibió el Premio Nacional de Ciencias y Artes y muchísimos reconocimientos más.

 

Pero su premio más importante en la vida se llama María, su compañera, su colega, su pareja, su mancuerna indispensable. Con ella hizo tal cantidad de fotografías que a veces firman al alimón, con ella armó un archivo de más de un millón de negativos que ella maneja como una linterna para dar con la imagen requerida para una exposición más o para el siguiente libro. Con Mary, como él le decía, armó una familia y plantó dos árboles que vieron crecer. Como a su hijo Héctor, que heredó su sonrisa, su talento y su oficio.

 

A ellos, la ciudad de México y el mundo, les debe que el valioso legado de Héctor García, patrimonio cultural de este país, habite en su casa y que una fundación que lleva su nombre guarde tan dignamente su memoria.

 

Héctor deseaba un rollo fotográfico que no acabara nunca “¿Qué más podía pedir este pata de perro?”. Quizá le hubiera gustado tomar la foto de Marco Antonio Cruz, su talentoso discípulo, entre esa multitud de fotorreporteros que en junio de 2012 cubría su homenaje luctuoso en Bellas Artes y que pidió hacer una guardia de honor al maestro.

 

Desde el infinito nos mira junto a Marco, creo que feliz, y enamorado, como se decía, del ser humano.

 

 

 

 

FOTO: Doctor Atl, fotografía impresa en gelatina de plata, sin año. Crédito de imagen: Del libro Héctor García, editado por Turner, DGE/Equilibrista y Conaculta, 2004

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