Henri Michaux: el relámpago de la mescalina

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El poeta belga Henri Michaux revolucionó con su poesía y visión existencialista a la literatura europea de posguerra. Siempre en búsqueda de nuevas experiencias, encontró en la mescalina una posibilidad de libertad espiritual que enriqueció su poesía y obra plástica que hasta la fecha permanece vigente

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POR ADÁN MEDELLÍN

Escritor. Autor de Acéldama (UAS, 2020) Twitter: @adan_medellin

Durante los primeros días de enero de 1955, los escritores Henri Michaux, Jean Paulhan y Edith Boissonnas se reunieron en el París invernal para probar por primera vez la mescalina, alcaloide alucinógeno contenido, entre otros, en cactáceas como el peyote mexicano. El trío había conseguido algunas ampolletas de 0.1 gramos de la sustancia gracias a la amistad del editor Paulhan con Julián de Ajuriaguerra, neuropsiquiatra y profesor de la Facultad de la Medicina de Ginebra, posiblemente sintetizadas por los laboratorios suizos Sandoz como muestra genérica para estudios experimentales. 1

 

Sin supervisión médica y por pura exploración literaria, en estas investigaciones sobre la incidencia de mescalina en la escritura subyace un fondo común a la vida y la obra del poeta francés nacido en Bélgica Henri Michaux (1899-1984): el relato de la autobservación en medio de las condiciones más fronterizas de la subjetividad, el experimento autoinducido de la descolocación de la identidad.

 

Pero la travesía de Michaux con alucinógenos está en las antípodas de la alegría comunal beatnik. El poeta y pintor no idealiza ni romantiza su ingesta, e incluso llega a sentirse decepcionado “por la calidad de las alucinaciones” que le es dado ver bajo los efectos de la mescalina. Por eso no será gratuito el juego fonético e irónico del título resultante de esta experiencia: Miserable milagro (1956), primera parte de su díptico de la droga cuyos tres capítulos iniciales corresponden a aquellos días de enero de 1955 y que continuaría con el relato de su experiencia con LSD en El infinito turbulento (1957).

 

Como ha apuntado la escritora y académica Muriel Pic en su ensayo “Moralidad de la mescalina”, una de las grandes motivaciones para estas sesiones de consumo era la posibilidad de comprobar y registrar, durante el viaje alucinatorio, si la droga generaba un lenguaje excepcionalmente expresivo sobre quien la ingería y cómo ésta interactuaba con la gestación de lo imaginario: “Estas obras, en nada testimonios ni de un gusto por la ebriedad ni de un combate contra la dependencia toxicómana, abren a la imaginación sensible un nuevo continente por explorar gracias a la observación de sí en la pérdida de puntos de referencia constitutivos de la subjetividad”.

 

La experiencia mescaliniana en Michaux apunta acaso a otra conexión secreta: a la posibilidad de liberarse de sí mismo, de hacer el viaje a los infiernos, un descenso simbólico y psicotrópico al país de los muertos donde quizá el poeta pudiera hallar a Eurídice, quien no era otra que su esposa Lou. Marie-Louise Termet había fallecido a consecuencia de las quemaduras sufridas luego de un accidente doméstico en 1948 y provocaría uno de los textos más entrañables de Michaux: la serie de poemas de luto amoroso Nous deux encore (Nosotros dos aún).

 

Otro dato interesante provisto por Pic es la relación de los estudios de laboratorios suizos Sandoz con estos relatos poéticos de experimentación, que incluso resultaron en algunos cortometrajes científicos y la publicación del ensayo Contribución al conocimiento de las psicosis tóxicas. Experimentos y descubrimientos del poeta Henri Michaux, del año 1963, en compañía de François Jaeggi y bajo el auspicio del ya mencionado doctor Ajuriaguerra.

 

La experiencia literaria de la droga en Michaux se bifurcará en distintas formas de escritura, desde las descripciones clínicas, las generalizaciones teóricas, los relatos, las bitácoras, las notas al margen o los registros sensoriales, y sobre todo, la entrada en juego de los dibujos de la mescalina, instrumentos expresivos para seguir gráficamente las visiones y las oscilaciones que el alcaloide provoca en el cuerpo y la mente del que escribe, porque es “como si hubiera una abertura, una abertura que sería una aglomeración, que sería un mundo, que sería algo que puede suceder”, siguiendo las palabras del poeta en Miserable milagro.

 

Estremecimiento, destellos de imágenes, mundos nuevos y amenazantes. Aunque la droga dificulta la escritura, el observador hiperconsciente en Michaux está decidido a asir las propiedades del estilo que brota de la mescalina. Pese a que Michaux elige no ser acompañado por un ojo científico que documente y atestigüe la validez del experimento en sus primeras tentativas, la exposición al peligro, el miedo y el sufrimiento quedan empeñados como garantía de verdad del poeta. Cuando se terminan las palabras, aparecerán los trazos para atrapar los desbordamientos del significado lógico causal, señales gráficas de la representación fonética, rítmica o lingüística que registra una pausa de sentido bajo los efectos del alcaloide.

 

Entre los puntos más álgidos de esa simultaneidad contradictoria de sensaciones y estímulos, destaca la visión relampagueante que Michaux tuvo de un surco “con exploraciones pequeñas, rápidas, transversales… me atraviesa para irse de nuevo al otro extremo del mundo” (¿Y cómo no recordar a otros que fueron atravesados por relámpagos que los descolocaron al borde de la mística o la locura, como les ocurrió a Hölderlin o Viel Temperley?). Surco que divide al poeta y lo transforma en “no man´s land”; surco de la alucinación que se conecta icónicamente con la palabra delirio en latín, pues delirare significa “salir del surco”. Así, Michaux se analiza y se concibe golpeado y escindido por el delirio, buscando a tientas el lenguaje para fijar la experiencia de la ruptura del yo.

 

De aquella primera sesión en el departamento de Michaux en la calle Séguier que dará pie a los capítulos iniciales de Miserable milagro, vale conocer el testimonio de una de las compañeras de experimentación, la poeta suiza en lengua francesa Edith Boissonnas, que nos sumerge en la atmósfera de aquel espacio parisino. La escritora registra en su diario la imagen de un Michaux enganchado en el viaje de la droga con las siguientes palabras: “Medio tendido en su diván, M. escribía y escribía y esa mano a sus anchas en la casi oscuridad me parecía una suerte de larga garra blanca desencarnada. Por cierto, tiene una apariencia extraña de semidemonio”.

 

Las sospechas y el sentimiento de extrañeza y distancia afectiva respecto a los otros compañeros de experimentación (Michaux y Boissonnas se conocían muy poco entonces, aunque después de las sesiones de la mescalina llegarían a tener una amistad duradera) es una constante en esas reuniones alucinógenas. Los tres participantes se ven con recelo y timidez. Ante la ausencia de Paulhan en el segundo día de experimentación, Boissonnas no duda en consignar la ansiedad y el nerviosismo de Michaux al tomar la segunda dosis (“Hizo dosificaciones muy complicadas, parecía muy nervioso… Creo que echó a perder una ampolleta”).

 

Boissonnas también entregará una de las descripciones más extraordinarias de Michaux, el observador observado en su observación, con una estampa del poeta atravesado por el relámpago de la mescalina:

 

 

No lo imaginaba para nada como es: esteta, femenino, aunque brutal y cruel, bueno y amable tal vez muy en el fondo, pero con la continua necesidad de rasguñar y desgarrar. Al haber hecho de su vida un todo con la pátina austera de las monedas de los viejos tiempos, ignoraba ese envés (y habría preferido ignorarlo siempre; sin embargo, quizá era esa ligera locura la que en ocasiones se transparentaba en los textos). Ese envés, no obstante, de una vida de poeta que nunca subió a escena para que le aplaudieran como casi todos.

 

 

Lo que no imaginaron los integrantes de esa exploración es que, en aquel enero de 1955, bajo los pliegues de esa realidad desplegada, Michaux forjaría un compromiso estilístico y consolidaría una forma de escritura que transformaría el resto de su trabajo literario en una voluntad de conocimiento fundada en las grietas, los pliegues y los abismos (metáforas que se volvieron cada vez más comunes en su poética) del ser, ahí donde se conectaban la escritura, la enfermedad, la locura y el viaje interior por un yo fragmentado; todo lo cual llevaría a Michaux a afirmar en Las grandes pruebas del espíritu (1966):

 

 

Puesto que se ha conocido y desvelado el cuerpo (sus órganos y sus funciones) no por las proezas de los fuertes, sino por los trastornos de los débiles, de los enfermos, de los impedidos, de los heridos (pues la salud es silenciosa y fuente de esa impresión tremendamente errónea que da todo por sentado), las perturbaciones de la mente, sus disfunciones serán mis maestros. Más que el excelente “saber pensar” de los metafísicos, son las demencias, los retrasos, los delirios, los éxtasis y las agonías, el “ya no saber pensar” los que de verdad están destinados a “descubrirnos”.

 

 

Esa fue, acaso, la revelación más perdurable de la mescalina en Henri Michaux tras esos días iniciales de alucinación y desasosiego.

 

Nota:

1. Uno de los esfuerzos más bellos y completos editorialmente para registrar el encuentro individual de estos tres creadores con la mescalina es el dossier documental titulado Mescalina 55 (México, CantaMares, 2020), que rescata el periplo de la droga en la pluma de estos tres protagonistas, y sobre cuya extensa documentación me he basado para la elaboración de este texto.

 

FOTO: Henri Michaux tomando notas en un cuarto con paredes tapizadas de estrellas. Circa 1940./ Especial

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