Intimidad y constancia de Alfonso Reyes

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Clásicos y comerciales 

 

POR CHRISTOPHER DOMÍNGUEZ MICHAEL 
Entre las novedades editoriales del año que termina deberá contarse, en primera línea, Sólo puede sernos ajeno lo que ignoramos. Ensayo biográfico de Alfonso Reyes, de Javier Garciadiego (El Colegio Nacional, 2022). No es el primer libro de esa naturaleza en la ya vasta bibliografía del regiomontano nacido en 1889 ni será, desde luego, el último, pero es —entre lo que he leído— el que se acerca con mayor precisión al proyecto de una extensa y detallada biografía de Reyes como aquellas que a mí me entusiasman. Por su dominio de las correspondencias de Reyes con medio mundo y siendo uno de los editores de su Diario, publicado entre 2010 y 2018 (FCE), Garciadiego, historiador de la Revolución mexicana y no en balde actual director de la Capilla Alfonsina, era la persona indicada para escribir este ensayo biográfico.

 

Sin dudar de la devoción de Garciadiego por Reyes, celebro que su libro se aleje, con una elegante determinación, de la pacatería que hasta hace tiempo rodeaba a la figura de don Alfonso, la cual acabó por hacer del decoro alfonsino —combinación virtuosa de la reserva castellana con lo que de mustio conserva el indiano, según dijo un clásico— una herencia zalamera. Primero se procedió de esa manera dizque para no contrariar a su viuda doña Manuelita, y después con el propósito de dejar tranquila a su nietastra Alicia Reyes, heredera cabal y comprometida como los ha habido pocos.

 

Así, leyendo Sólo puede sernos ajeno lo que ignoramos, quien no sea exégeta de las cartas de Reyes a Genaro Estrada o hasta de algunas dirigidas a Valery Larbaud, se enterará de la importancia de las amantes argentinas y brasileñas del entonces ministro plenipotenciario mexicano en Buenos Aires (1927-1930 y 1936) y Río de Janeiro (1930-1935), de alguna infección de origen priápico que contrajo en esas andanzas y, sobre todo, de la prolongada tristeza que esas aventuras trajeron a su dilatado matrimonio. También se da cuenta del melodrama de aquella familia, cuando de regreso a México en 1938 tras prolongada ausencia, vio convertirse a la tía por parte de la madre en esposa del hijo único, argumento —el de la cuñada-nuera— que le habría parecido imposible al costumbrista Georges Feydeau.

 

Garciadiego nos presenta a un escritor vivo, apasionado y errático, corto de imaginación pero con un ánimo enciclopédico de ensayista que lo hizo único; hace muy bien en ofrecer como frontispicio imaginario de su biografía al Reyes rotundo y feliz que David Alfaro Siqueiros pintara para el tzomplantli, al decir de Eduardo Matos Moctezuma, de El Colegio Nacional, la galería donde se exhiben los retratos de los miembros ya extintos de la corporación. No habiéndose privado Garciadiego de asomarse, así sea de pasada, a la privacidad del polígrafo, tampoco evade los claroscuros de la vida literaria y política del autor de la Visión de Anáhuac (1917).

 

Somos puestos al día, por Garciadiego, en la obsesión de Reyes, tan censurada por su amigo y “hermano mayor” Pedro Henríquez Ureña, de publicarlo todo cuando saliera de su profusa pluma, reciclándolo en periódicos, revistas y folletos aun en los más recónditos confines de la lengua, manía sólo aplacada por la aparición de los primeros tomos de sus Obras completas. Eso fue a partir de 1955 y un proyecto que no alcanzó a ver consumado, fallecido en 1959.

 

Garciadiego demuestra en Reyes una genuina voluntad de acarrear “el latín para las izquierdas” y convertirse en un hombre de la Revolución mexicana ante la cual se inmoló su padre el general Bernardo Reyes, en 1913. Por ello, su facineroso hermano Rodolfo lo tachó de traidor a la memoria del padre tan amado. Fue Reyes, también, un diplomático obligado a justificar la Guerra Cristera en la católica Argentina o la escabechina entre generales que sólo se apagó tras el asesinato de Álvaro Obregón, piruetas que sus antiguos amigos del Ateneo, José Vasconcelos y Martín Luis Guzmán, juzgaron como servidumbre callista por parte de quien, ejerciéndola, se tornaba singularmente indigno. Con más razón de ser, Reyes arriesgó su carrera por la República española, sembrando con Daniel Cosío Villegas lo que se convertiría pronto en El Colegio de México. Socorriendo al extranjero, según Reyes, se hacía patria.

 

Vida y obra, la de Garciadiego introduce a un probable neófito en Reyes, tanto en su vena poética (juzgada por el biógrafo, pese a los ímprobos esfuerzos de don Alfonso y con justicia, como cosa menor), así como en su verdadera constancia, la del gran periodista de prosa inmaculada cuyo compromiso público siempre lo sitúo entre liberales y demócratas, salvo un acaso inadvertente coqueteo con Charles Maurras y su Acción Francesa hacia 1927, que no tuvo consecuencias.

 

Fue Reyes muy sabio en Luis de Góngora, devoto de Stéphane Mallarmé y curioso en J.W. Goethe; aficionado, en la más noble acepción del término, a Grecia. Se sabe de sobra que esa debilidad se la aplaudieron Werner Jaeger y otros eruditos. Y así como Marcel Proust (cuyo inglés, como el de Reyes, era malo), descifró a John Ruskin, el autor de Junta de sombras (1949) descifró a Homero, con resultados más provechosos para cientos de lectores que el trabajo de no pocos connotados traductores de oficio. Y nos recuerda que el propio Reyes juzgó “espantosa” su aventura en la teoría literaria, pese a lo que piensan algunos ingratos: para no ser anticuado, el autor de El deslinde (1944), se abstuvo de seguir concursando en la moda. Sólo me intriga por qué Garciadiego, al repasar con detalle la admiración de Borges por Reyes, no cite las maledicencias del argentino en el Borges (2006), de Adolfo Bioy Casares, que lastiman a la gratitud con la hipocresía. No sé si juzgó poco fiable el testimonio recogido por el amigo, como lo cree, por ejemplo, María Kodama. Yo tengo a ese libro por obra sapiencial y verídica.

 

Terminado de leer Sólo puede sernos ajeno lo que ignoramos, quedé una vez más agradecido con Reyes, como cuando lo leí por primera vez. Tuve entonces acceso a unas Obras completas que lejos de alejarme de él han sido, en mi biblioteca, una fortaleza con pórtico y mercado, palacio municipal por fuerza provinciano y antañón museo de sitio, caballerizas y hasta lavandería, ágora de universalidad donde nada me obliga y casi todo me provoca una curiosidad que no se ha saciado durante 40 años.

 

Contabiliza nuestro biógrafo hasta un centenar de antologías alfonsinas, diseñadas para desbrozar una selva oscura. Desde mi atalaya, yo no echo en falta ese “libro insignia” que Hugo Hiriart y Garciadiego quisieran ver asociado al nombre de Reyes; tengo a la póstuma Oración del 9 de febrero (1963) por nuestra Carta al padre y a La experiencia literaria (1942), ejemplo venturoso de falsa modestia, como libros insustituibles en mi vida, buena o mala, de lector. Sin temor al celo patriótico o al brindis hemisférico, extiendo mi agradecimiento a Javier Garciadiego, por habérmelo recordado: sin los trabajos y los días de Alfonso Reyes, a la vez rutinarios y del todo excepcionales, México (y buena parte de Hispanoamérica) serían solamente un erial.

 

FOTO: El pensador Alfonso Reyes fue cinco veces nominado al Premio Nobel de Literatura/ ARCHIVO EL UNIVERSAL

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