James Gray y la telemaquia sideral
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En Ad Astra, protagonizada por Brad Pitt, el astronauta Roy McBride es enviado a una misión espacial en la que se enfrentará al fantasma de su padre desaparecido
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POR JORGE AYALA BLANCO
En Ad Astra: hacia las estrellas (Ad Astra, EU-China, 2019), cienciaficcional opus 7 del neoyorquino barrial pronto brillante estilista multigenérico de 50 años James Gray (Cuestión de sangre 97, Dueños de la noche 07), con guión suyo y de Ethan Gross, el introvertido comandante astronauta de vasta experiencia en un futuro indefinido Roy McBride (Brad Pitt sobria e irreconociblemente maduro) sufre y está a punto de perecer a causa de una sobrecarga de energía en el transcurso de un retorno a la Tierra, luego es informado por un dúo de eminentes generales (John Finn, John Ortiz) de un secreto ultraconfidencial clave, según el cual el planeta entero y el sistema solar en su conjunto se encuentran amenazados por ese fenómeno energético en expansión, al parecer procedente de la nave de un fallido Proyecto Lima que fue lanzado hacia Neptuno desde hace 16 años en pos de recóndita vida inteligente y comandado nada menos que por el padre del propio comandante de nombre Clifford (Tommy Lee Jones vuelto imagen petrificada) a quien se ha preferido dar por fallecido y estratégicamente elevado a héroe galáctico, por lo que el propio Roy será enviado en busca de los restos de esa antigua misión en el astuto olvido idealizado, y en efecto, apenas diciéndole adiós a la relegable esposa con quien no ha querido tener hijos para no involucrar a terceros Eve (Liv Tyler insignificante), y presa de una agitación bastante superable gracias a su entrenamiento esencialista pero detectada sobre la marcha por continuos exámenes psicológicos aprobatorios, el buen comandante emprende el crucial viaje en total secrecía, apadrinado por un maltrecho coronel examigo paterno Pruit (Donald Sutherland cual exCasanova felliniano perpetuo), quien le informa de un motín sofocado por su progenitor a sangre y fuego previo de quedarse varado a media ruta como él ahora; y por etapas de muy diversa índole, o sea, hacia la Luna, como cualquier turista de lujo pero alcanzando el Lado Oscuro infestado por violentos piratas motorizados al ataque, y hacia Marte, como un viajero clandestino que aborda su nave en un subterráneo y es obligado a toparse con la triste solitaria nativa marciana siempre deseosa de contacto humano terrícola Helen Lantos (Ruth Negga conmovedora) que, pese a ser hija de uno los tripulantes ferozmente reprimidos por el padre Clifford, auxiliará a Roy en la continuación de su travesía, incluso transgrediendo todas las reglas, pues el obsedido varón ha sido de repente, por razones de control psicológico, relevado de la misión encomendada, debiendo proseguirla por la fuerza, hasta toparse, ya en los anillos de Neptuno, con su padre en persona, como coronación de la más riesgosa, personalista y decepcionada telemaquia sideral.
La telemaquia sideral hurga y explora en la orfandad el espacio, como antes lo hizo su realizador inmersivo y aventurero con la aclimatación en NY de las desesperadas noches blancas dostoievskianas (Amantes 08), con el dolor inmigrante (Sueños de libertad 13) y con la sobrehumana excursión legendaria por el Amazonas mortífero (Z, la ciudad perdida 16), cuyos ecos dictan las desazonantes noches eternas de Roy por el espacio, así la global pesadumbre estacionaria y la exploración cósmica surtidora de peligros ignotos, aún cuando el precio de 125 dólares por una simple frazada extra en el rutinario transporte espacial o la persecución a balazos en autos chocones por el páramo selenita remitirían a historietas infantiles tan vetustas como Titanes planetarios, pero también dicta el tono ensoñador declinante de la dura fotografía a la polaca de Heyte van Heytema y de la desfalleciente música ambiental de Max Richter, homologando los momentos de poca acción con los sonidos de baja densidad cual si fuese una vanguardista técnica armónica.
La telemaquia sideral fue concebida por su creador como “la más realista descripción de un viaje espacial jamás filmada”, pero si bien la acumulación de hechos verídicos y detalles presuntamente autentificadores resulta apabullante, el producto final se impone más bien, a lo Cortázar como un viaje de viajes: el viaje, por la observación de los verosímiles en cada etapa-estación del largo Viaje-Via Crucis (Luna, Marte, límites de Neptuno) más lo que vaya interponiéndose en el camino, tanto como por sus referencias culturales irrealistas y simbólicas, desde la cándida condensación espaciotemporal del Viaje a la luna de Méliès (1902) hasta el viaje a la destrucción de la tiránica computadora borgeanomnipotente de Aphaville (Godard 65) y de 2001: Odisea del espacio (Kubrick 66), el viaje a la masa encefálica de Solaris (Tarkovski 72) o del Apocalipsis de Coppola (79), y un alucinado viaje metafórico exterior/interior.
La telemaquia sideral dramatiza la soledad del abandono y el autoabandono como dos formas distintas pero equivalentes de un deseo de transgresión a un tiempo metafísica y deísta, basada en la suplantación herética y en la Paradoja de Fermi sobre la profusión de mundos paralelos probables aunque ninguno alcanzado ni demostrable todavía, pues en su meollo se encuentra “el miedo a la inmensidad de lo posible” (Cioran) y “ya que nadie puede ser impunemente el portador de Dios” (Broch).
Y la telemaquia sideral se consuma en fin como un delicado y a la vez agreste viaje desde los síntomas hasta los confines cósmicos de la melancolía, la inflexible melancolía autocomplaciente que explica el monstruoso e inocultable fracaso comercial de la cinta en el mundo, la melancolía hereditaria y contagiosa que impregna todo lo que toca y arrastra y pudre a su paso, la melancolía como anestesia del ser o “ausencia del deseo” (Kristeva) que hace tabula rasa espiritual, la melancolía paralizante que aqueja de agudo e irreversible extravío mental a la figura paterna, la melancolía añorante que sin saberlo duplica cual figura sacrificial y chivoexpiatoria el hijo desde el origen antropológico del tiempo y de las especies sin sentido.
FOTO: Ad Astra estuvo nominada a Mejor Película en el Festival de Cine de Venecia./ Especial
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