La penumbra

Ene 5 • destacamos, Ficciones, principales • 2312 Views • No hay comentarios en La penumbra

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Hay un animal que no fue nombrado por Adán, que es anterior a la Creación y procede de una flor”, dice una profecía recurrente en distintos personajes de este cuento. Desde el libro de Génesis, hasta prédicas gnósticas egipcias, los almanaques del doctor y adivino Diego de Torres Villarroel y la voz de un enigmático pescador de Guerrero Negro, en Baja California Sur, dan cuenta de esta criatura conocida sólo como La Penumbra

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POR JAVIER GARCÍA-GALIANO

para Frida y Karina Sosa, para Guillermo Santos

Fue una noche de agosto en Magdalena de Kino, en Sonora, donde lo oí por primera vez. Lo pronunció, como una amenaza, una mujer del desierto: “Que no se olvide que la Penumbra existe”.

 

Ni siquiera los más rudos atrevieron una ironía.

 

Recordé a la profecía del desierto mucho tiempo después, en Chihuahua, cuando oí a una anciana menonita explicarle pacientemente a una niña, que quizá era su nieta, que “la Penumbra existe; es una flor del mal, de algo de antes del infierno”.

 

En el segundo relato de la creación que refiere el segundo libro del Génesis, Yaveh Dios dice: ‘“No es bueno que el hombre esté solo. Voy a hacerle una ayuda adecuada’. Y Yaveh Dios formó del suelo todos los animales del campo y todas las aves del cielo y los llevó ante el hombre para ver cómo los llamaba, y para que cada ser viviente tuviese el nombre que el hombre le dijera. El hombre puso nombres a todos los ganados, a las aves del cielo y a todos los animales del campo (Gen. 2.18-20).

 

En un manuscrito secreto que se conserva en el monasterio de San Dionisio, en el Monte Athos, sin embargo, se sostiene que “hay un animal que no fue nombrado por Adán, que es anterior a la Creación y procede de una flor”.

 

En Egipto todavía persiste una herejía gnóstica que afirma que todavía están por sucederse diversas creaciones y que sus semillas aguardan en la tierra.

 

Quizá a esa flor que es animal se refería, hacia el siglo XIV, en los caminos del Languedoc, el predicador irlandés Maximus O’Leary, que advertía con vehemencia que San Patricio había recurrido al trébol de tres hojas para revelar el Misterio de la Santísima Trinidad, pero que en Cahir, en Tipperary, el demonio había dejado caer una piedra y había sembrado una flor.

 

Un espía de la corte de Alfonso X, el Sabio, descubrió que esa flor única, que es animal y precede a la Creación, se hallaba oculta en Esmirna. Sin embargo, en 1724, en uno de sus Almanaques y Pronósticos, el doctor Diego de Torres Villarroel, que anunció la muerte de José I, sostuvo que “la flor gnóstica aguarda en Guinea”.

 

Una mañana de Norte de 1959 en el puerto de Veracruz, entre el viento y la lluvia crecientes, un predicador mulato se apresuraba con la ayuda de un viejo impermeable sin botones y de lo que parecía un ejemplar malgastado de la Biblia en la mano para anunciar con exultación el fin del mundo en la Plaza de Armas, en la de la Aduana, en el malecón, en el mercado: “No será la primera vez que el Señor Yaveh destruya su Creación; está escrito en el Génesis: ‘el corazón del hombre tiende al mal’, vociferaba en la ciudad desierta. ‘“Y viendo Dios que había mucha maldad en la tierra y que todos los pensamientos de su corazón se dirigían siempre hacia el mal, le pesó haber hecho al hombre sobre la tierra, y doliéndole en el fondo del alma, dijo: Voy a borrar de la superficie de la tierra al hombre que he creado; borraré desde el hombre hasta los animales, desde los reptiles hasta las aves del cielo, porque me pesa haberlos hecho’. Entonces sobrevendrá la Penumbra”.

 

Ciertas historias de la piratería sostienen que los corsarios conocían el secreto de la Penumbra, por lo que “esa flor que es animal” puede hallarse en lugares míticos como la Isla de la Tortuga, la Isla del Esqueleto, Borneo o en el fondo del Mar de Cortés. Sin embargo, algunos viajeros, como el conde Harry Kessler o Johann Moritz Rugendas, han creído que se preservaba en alguna de las sierras de Oaxaca.

 

La conversación circunstancial acerca de ballenas y lobos marinos con un desconocido en Guerrero Negro, en Baja California Sur, derivó azarosamente en el “único animal que no nombró Adán”.

 

Era un holandés de Surinam y le decían Panchito porque se llamaba Frans. Hablaba con fascinación de Monte Albán, de Palenque, de Bonanpak, de Mitla, de Teotihuacán, del Tajín, de las caras sonrientes de los olmecas, de la Serpiente Emplumada, de los jardines botánicos prehispánicos, del zoológico de Moctezuma. Adiviné cierta ironía sospechosa cuando habló de las falsificaciones que abundan en los museos de antropología e inferí que se trataba de un traficante de piezas arqueológicas. No sin vanidad, como si revelara un secreto, se demoró disertando acerca de las pinturas rupestres de la Sierra de San Francisco, en Baja California Sur. Aseguraba que algunas eran falsas y parecía insinuar que era autor de alguna de esas falsificaciones para sustituir las originales, que habían sido robadas. “Una cueva de Baja California puede hallarse en Singapur”, aventuraba con una sonrisa perversa.

 

Bebía tequila en caballito de un solo trago y sentenciaba que “los mejores cuadros de Rembrandt son de Frans Hals” y que “el gran falsificador fue Pablo Picasso”.

 

También fumaba cigarros Del Prado con algo de compulsión y afirmaba que “las falsificaciones son más originales”, pero reconocía que “persiste lo que no puede falsificarse”.

 

Apuró un caballito de tequila y se quedó callado.

 

—La Penumbra… —murmuró mientras se servía más tequila. —La Penumbra no se puede falsificar —se atrevió a susurrar antes de apurar el caballito de tequila.

 

—La Penumbra está cerca —sentenció trabajosamente acaso por el efecto del alcohol mientras encendía un cigarro y se servía más tequila. —Aquí, en la Sierra de San Francisco —concluyó luego de darle la primera fumada a su cigarro.

 

Panchito, el Holandés, se quedó con la mirada perdida, fumando. De pronto pareció que lo asaltaba una idea o un olvido, apagó su cigarro con insistencia, se sirvió otro caballito de tequila, se lo bebió de un trago y dijo con la mirada extraviada de un borracho iluminado:

 

—La Penumbra está en una de las cuevas donde hay pinturas rupestres, pero no fue trazada por el hombre.

 

Se quedó como pensando. Encendió otro cigarro, se sirvió otro caballito de tequila y se lo bebió otra vez de un trago.

 

—La Penumbra, así le dicen, aunque no se llama así. Su nombre permanece secreto. Ahí aguarda el origen —advirtió con gravedad. —Es una flor en la que habita un animal que no fue nombrado por Adán y que es anterior a la Creación.

 

No volví a verlo, pero muchos años después no pude dejar de acordarme de él cuando leí, en De Telegraaf, la noticia de que en Singapur se exponían pinturas rupestres procedentes de la Sierra de San Francisco en Baja California Sur.

 

ILUSTRACIÓN: Dante de la Vega

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