Batallas de Pepe de la Colina
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Narrador, periodista y destacado crítico cinematográfico, José de la Colina falleció el 4 de noviembre a los 83 años, luego de seis décadas de trabajo en las principales revistas y suplementos culturales del país. Uno de sus colaboradores más cercanos lo recuerda como polemista generoso y como una de esas almas que no cesan de reclamarle belleza al mundo
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POR JUAN JOSÉ REYES
Cuando termine todo esto muchos te harán la guerra, me dijo uno de esos días en que había llegado a la oficina de pésimo humor y se había sentado a leer La Jornada, aquella “hoja parroquial” que sin falta le hacía pasar grandes corajes. Dejaba su paraguas y su gorra sobre su escritorio y revisaba página tras página de aquel periódico. Se quejaba, mentaba madres. A algunos de los articulistas les había encontrado un mote elemental e injurioso, como a uno de Proceso: ‘El padre Mazacote’. No veía otro diario más que aquél hasta que empezó a llegarnos el ABC madrileño, que le gustaba y a menudo ponderaba con cierto entusiasmo (¿alguna nostalgia contenida?, ¿alguna insalvable envidia?). Por qué, Pepe, por qué la guerra, quise saber. ¿Cómo? ¿No te has dado cuenta? Yo sólo te prevengo. Tengo muchos enemigos, que en automático se vuelven tus enemigos. Guardé silencio, como si me tomara en serio la advertencia. La verdad era que no. Simplemente Pepe exageraba. Una vez más exageraba. Ves moros con tranchete. Muchos te buscan, te respetan. Arriesgué un te quieren, que era menos una salida rápida y de consuelo que un ademán de sinceridad. Él se quitó las gafas sólo unos momentos, una de esas raras veces en que dejaba ver sus bellos ojos breves, esclarecidos y alertas, y me miró con aire de conmiseración y asombro. Ya verás.
A los pocos días de aquella escena hablé por teléfono con el poeta Marco Antonio Campos, querido amigo mío. Me buscaba también para soltarme con discreción y con aplomo una advertencia. Acababa de conversar telefónicamente, o de hacerlo cara a cara, ya no recuerdo, con un amigo común: José Emilio Pacheco. Dio rodeos Marco Antonio, anunciándome con su reserva el asunto central, lo que de veras quería decirme: José Emilio está muy extrañado, sorprendido contigo. No enojado. Sorprendido, no vayas a preocuparte demasiado. ¿Qué te dijo? Nada. Bueno… que lo traicionaste. Bien sabía yo a qué se referían Pacheco y Campos pero disimulé mediante un inútil gesto defensivo: ¿Por qué? Pues ya sabes. Por los ataques que lanza en contra suya Pepe desde El Semanario. Tú lo has dicho, Marco Antonio: Pepe. Pepe y José Emilio: es asunto de ellos, entre ellos, y no es que yo quiera estar al margen sino que estoy al margen. Eso lo sabe José Emilio, apuntó Campos. ¿Entonces? Ya sabes. Es consciente de eso pero está dolido. Ya se le pasará.
Cuando aún no había brotado aquella serie de fuertes críticas adversas a la obra de José Emilio en las páginas del Seminario que dirigía Pepe de la Colina y en el que yo trabajaba con un empeño que tardaría años en declinar, pude estar bien al tanto de la incordialidad entre aquellos dos escritores, mis amigos admirados ambos. Recordé entonces, tras la llamada de Marco Antonio, la noche en que en algún lugar de la Universidad Autónoma Metropolitana ha de haber sido en 1984 o 1985 se hizo un homenaje a Juan Vicente Melo. Llegué un poco tarde aquella noche y la sala estaba repleta. Mucha gente de pie, mucha cabeceando en el intento de ver aunque fuera un poco la mesa donde un sonriente Juan Vicente tenía a su lado a distintos personajes. Uno de ellos era Pepe de la Colina (otra, deslumbrante, Marta Verdusco). Me resigné a escuchar solamente luego de unos minutos de alcances visuales mínimos al sitio del homenajeado. Una mano tocó uno de mis hombros. Una de las manos de José Emilio. Había llegado él tardísimo a causa de no sé qué, me dijo al apartarnos del gentío. Nada pasó para que concluyera el acto y José Emilio, animado, de excelente humor, me sugirió nos viéramos aquí mismo en quince minutos, después de que cada uno salude a quien tenga que saludar. Bien. Y vamos a cenar con Juan Vicente. La invitación de José Emilio me entusiasmaba tanto como me inquietaba. ¿Y Pepe de la Colina? Nos separamos José Emilio y yo y luego de unos segundos alcancé a ver cómo Juan Vicente Melo lo abrazaba con cariño, emocionado. Yo saludé en ese momento a Pepe, quien de inmediato, muy contento también, con esa voz jubilosa y limpia que le brotaba en circunstancias tales dijo ah, Juan José, mira te presento a Marta Verdusco. ¿Se conocen? La sobria belleza de la actriz no consiguió disipar mis miedos. Volvió Pepe a la carga: vamos a cenar, ¿eh? ¡Vamos! Ya le dije a Juan Vicente.
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José Emilio y yo nos encontramos en el sitio original precisamente quince minutos después. Vamos al alemán, por El Palacio de Hierro. Lo conoces, ¿no? Asentí sin decir palabra y él me pidió que nos fuéramos juntos. Llovía; apresuramos el paso hasta mi coche y comenzamos nuestro camino hacia el restaurante, muy cercano. Al entrar vimos que todos ocupaban ya una mesa larga. Juan Vicente en el centro, a su derecha Pepe, y a su izquierda una silla vacía. José Emilio tomó su lugar allí. Me senté justo en frente de Pepe, y junto a Marta Verdusco. Pasaron unos minutos y Pepe me llamó mediante una seña. Me dijo fíjate en cómo José Emilio terminará lo que haya pedido y comenzará a picotear aquí y allá, en los platos vecinos. Tuvo razón. Yo no sé qué cosa comía yo aquella noche pero recuerdo que luego de una pregunta dicha en voz baja y muy raudamente José Emilio pescó con su tenedor varias porciones de aquellas papas, salchichas, lo que fuera. Sonreí, miré a Pepe, quien sonreía satisfecho y le dijo a José Emilio un no cambias cordial, de viejo conocimiento y larga amistad. José Emilio sólo sonrió, masticando y echando ojo sobre la próxima presa. Bebíamos todos. Había alegría y una nostalgia viva robustecida por la elección del lugar que había hecho José Emilio. En aquellos tiempos aquí nos juntábamos. Tantas tardes, tantas noches como ésta. De pronto, sin que viniera a cuento o sin que yo me diera cuenta de por qué, Pepe de la Colina comenzó a recitar, con perfección, poemas de Pacheco. Calló la mesa entera. José Emilio encendió sus ojos, conmovido y con asombro. Fin. No sabes cuánto me emociona que recuerdes tan bien versos míos. Algo más iba a decir José Emilio pero se adelantó Pepe: y cómo no voy a recordar aquello en que hablas de Sor Juana —y vigorizó Pepe la voz—: “es la llama trémula / en la noche de piedra del virreinato”, cómo no voy a recordar que haces creer que para ti el virreinato no trajo más que a unos cuantos poetas y que olvidas y olvidas muchas cosas”. Sorpresa general. En Pacheco, aplomo. Lo que pasa Pepe es que tú tienes la visión del vencedor y yo la de los vencidos. Silencio. Luego de que Pepe hizo el intento de insistir (pero si eres un Berny, tu familia viene de unos invasores, y la mía de unos condenados al destierro…) y de que José Emilio brevemente respondió (importa el aquí y ahora, lo que escribimos, lo que somos) todos en la mesa por acuerdo tácito y espontáneo nos pusimos a hablar de otras cosas, a preguntarle lo que fuera a Juan Vicente, a comentar una obra en la que Marta Verdusco acababa de actuar. Salimos todos. José Emilio y yo caminamos hacia mi coche. En unos minutos lo dejé en la puerta de su casa. No habíamos cruzado palabra ni acerca del virreinato, sus poetas ni de Pepe de la Colina. Hablamos de la lluvia y de su poesía.
Pepe estuvo rodeado de amigos y no tengo duda de que aquellas relaciones fueron tan sólidas, tan llenas de luces y calores buenos, como estuvieron pobladas de irregularidades, diferencias naturales a veces serias pero que terminarían sin falta disipándose. Irascible, De la Colina mantuvo y fortaleció una firme sensibilidad moral. No admitía trampas, ni de los otros ni mucho menos las que pudieran acaso brotar en su propio modo de actuar, por aquella irascibilidad que tan frecuentemente parecía desbocarse y nunca detenerse. En voz queda, bajando y levantando un poco la cabeza, mirándome desde sus ojos por encima de los lentes, con frecuencia esbozaba conmigo la expresión de su arrepentimiento tras haber cometido lo que a él le había parecido un exceso, una arbitrariedad. Exponía sus razones al tiempo que los motivos de sus sinrazones. Y luego de un desencuentro con alguno de los personajes con los que había reñido podía encontrármelo en una cantina próxima bebiendo un jerez con aquel mismo personaje. Habían quedado atrás los adjetivos. Permanecía una sola palabra: cordialidad. Sus enemigos, aquellos de los que me advirtió, no eran tales. Si acaso dos o tres, que yo supiera, nada fuera de lo común. Poseía ese encanto que hace a ciertos hombres de veras queribles —palabra que empleaba con gusto especial— y supo querer, en aquel penduleo perenne alrededor de un eje firme, a sus amigos. Los admiraba secreta pero a la vez muy claramente: al escritor Pedro F. Miret (“es uno de los raros”), a Juan Almela (el poeta Gerardo Deniz, “de quien soy el único que conoce las claves de todos sus poemas”), a sus colegas críticos cinéfilos Emilio García Riera y Tomás Pérez Turrent, al cineasta Luis Buñuel (cuya voz cavernosa y extrañamente cálida imitaba a la menor provocación con un entusiasmo que maravillaba), al poeta Octavio Paz (“Oooooctavio”, al que remedaba entre risas, como un niño travieso, y al que defendía en todo trance, ante todo ataque, “calumnias de ignorantes de la izclesia”), a sus antiguos compañeros y colegas Juan García Ponce, Salvador Elizondo, Fernando del Paso, Juan Vicente Melo, Antonio Montaña, Huberto Batis (a los que poco vio las últimas décadas pero cuya compañía mantuvo en el corazón de la memoria). De los más jóvenes, ilusionados y temerosos, desconfió en casi todos los casos. Generoso cabalmente, no transigía y durante lustros entre él y yo ocurrieron estira-y-aflojas que concluían en apuestas y en acuerdos. Con felices resultados, casi siempre. Entre aquellos escritores incipientes recuerdo ahora solamente a los que del todo lo interesaron y llegaron a entusiasmarlo: Fernando García Ramírez, Fernando Fernández, el de muy fugaz aparición en las páginas de El Semanario Víctor Hugo Piña Williams, Alejandro Toledo, Ricardo Cayuela, Alicia y Ana García Bergua, José Homero, hacia la etapa final de la publicación Javier García-Galiano y Moramay Kuri.
En los años ochenta comenzó De la Colina a lamentarse por la situación mexicana. A la que juzgaba como una completa falta de información y de análisis de la prensa que leía a diario añadía en su diagnóstico el asombro frente a lo que consideraba una “verdadera guerra civil”: la del crimen organizado contra las fuerzas del gobierno, y una larga serie de insuficiencias que se habrían enquistado en la población: la “nula o pésima preparación”, la indolencia, el valemadrismo, la astucia chata que tenía como única desembocadura el embuste, la doblez, “que no el cinismo, ni siquiera”. “México es un país que no cuajó, sencillamente” repetía convencido. Pero Pepe, ¡no digas eso! Si aquí te formaste y has llegado a ser todo lo que eres, que es mucho. Pero Pepe tenía la contestación definitiva: me hubiera formado igual en cualquier parte. Recuerda que me formé solo, en la calle. Y sí, De la Colina repetía la historia de su paso corto en la primaria del Colegio Madrid, sus tempranas y felices incursiones en la radio, su afición apasionada al cine (“estuve cerca de ser El Jaibo de Los olvidados, pero al final Buñuel no quedó convencido: me faltaban estatura y edad”.) Un mediodía bebíamos en la cantina de siempre Pepe, Jorge López Páez y yo. Pepe comenzó y terminó su lamentación. Jorge lo miraba con unos ojos que unían algún azoro y cierta impaciencia. ¿Y por qué no te regresas a España, a tu Santander? Lo dijo López Páez sin sorna, conmovido. Aquella era la salida que él hallaba. ¿Y en qué trabajaría? No dije palabra porque me parecía todo esto, más allá de las palabras justas de De la Colina, una de esas conversaciones que no tenían eso, precisamente: una salida. Explicó Pepe: allá la competencia es feroz, como yo hay decenas; no digo que estén arriba de nosotros los que están más alto pero sin duda aquellos son mucho más que nosotros. Y a final de cuentas en España soy un fuereño. No había duda de que Pepe no decía la verdad. Yo estaba seguro, y seguiría estándolo siempre, de que como Pepe de la Colina en España o en cualquier otro país no habría más de dos o tres. Como él, en su nivel altísimo, no por encima. Lo dije, en aras de la verdad y lejos de ningún afán de adulación o de consuelo. Pepe de la Colina no agregó nada más. Luego de un largo silencio, Jorge pidió otro whisky, Pepe un tequila y yo una cuba libre. ¿No has ido al cine? dijo entonces López Páez.
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El humor de Pepe cambió a las claras un tiempo después, cuando el Fondo de Cultura Económica, a instancias de Consuelo Saizar y de Joaquín Diez-Canedo Flores, reunió en un volumen todos sus cuentos. Un hecho que hacía mínima justicia al mejor prosista de una generación que, vista como un arco amplio, comienza con Carlos Fuentes (1928) y concluye con José Emilio Pacheco (1939). Magnífico cuentista, De la Colina es insuperable en la crítica, el ensayo libre, la estampa, el retrato. Sus miradas al cine no tienen par en nuestro medio, intuitivas, profundas, imaginativas. Se ha dicho ahora que ha muerto que fue un conversador espléndido y tengo yo la certeza de que nadie podrá discutirlo. Fue un intransigente y a la vez una de esas almas que no cesan de reclamarle al mundo más belleza y siquiera un poco de bondad. Después de aquella edición del Fondo dio a conocer al fin varios libros más, precisamente los que contienen aquellos de escritura tan asombrosamente elástica y lujosa, transparente y tan llena de descubrimientos y relámpagos.
Un día, mediante uno de sus amigos queridos, el periodista cultural José Luis Martínez S., supe que la amistad entre José de la Colina y José Emilio Pacheco se había reanudado, fortalecida. Los dos pudieron disfrutarla los últimos años. Por mi parte, ninguna guerra tuve que librar luego de mis largos años con Pepe, mi amigo siempre.
FOTO: José de la Colina recibió los premios Mazatlán de Literatura ( 2003) Xavier Villaurrutia (2013)./ Rodulfo Gea/CNL-INBA
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