Saramago, mi padre: un texto de Violante Saramago Matos

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La hija única del Nobel portugués refleja en este testimonio las vivencias más significativas que tuvo con su padre, no exentas de dificultades como en cualquier relación filial, pero en las cuales siempre prevalecieron los aprendizajes que la han acompañado durante toda su vida, y entre las que fue la partida del autor uno de los momentos más dolorosos. Este artículo fue publicado originalmente en la revista portuguesa Visão en julio de 2022. Tanto la autora como esta revista autorizaron su reproducción en Confabulario

 

POR VIOLANTE SARAMAGO MATOS
Me llamo Violante, soy de profesión bióloga, tengo 74 años, hija única del único premio Nobel de literatura en lengua portuguesa, y con la certeza de ser una desconocida para la mayoría de las personas. ¿Por qué comienzo de esta manera el texto que Visão me pidió? Porque tal vez ayude a que quede más claro cómo es difícil hablar de mi padre. Intentémoslo.

 

La relación con mi padre se puede repartir en tres grandes periodos: el de la infancia y anterior a la juventud, cuando todo era sencillo, el enriquecimiento constante, en que se aprende sin darse cuenta de ello, aquel tiempo en que nuestros padres pueden ser —y eran— nuestros ejemplares ídolos, el tiempo en que creemos que nuestras amigas tienen padres parecidos, aunque acabemos por entender que no siempre es así. Sólo años más tarde comprendí que tuve una infancia de excelencia en lo que respecta al afecto y la educación.

 

Mientras, crecí y llegó la joven adulta, categórica, obstinada, como cualquier otra persona de mi edad, en marcar terreno. Además de tener padres que se iban consolidando cada vez más en la literatura y en las artes plásticas (recordar que él sería Premio Nobel y ella Premio Europeo de las Artes puede facilitar lo que quiero decir) y de necesitar de mi espacio y de mi individualidad, los años de la dictadura estaban llegando a su fin, las posiciones y opciones políticas se volvieron inevitables: las divergencias eran las que resultaban de que mi padre era militante del Partido Comunista Portugués y yo del Movimiento Reorganizativo del Partido del Proletariado. Por otro lado, mis padres se separaron, y yo me quedé más cerca de mi madre. Por eso, hubo un periodo (que ni siquiera fue muy prolongado) en que nos enojamos. Hablo de esto con toda tranquilidad por dos motivos: el primero, para afirmar que este enojo no fue necesariamente algo malo —ambos mostramos que estábamos convencidos y que éramos coherentes dentro y fuera de casa—; el segundo, aclarar que hubo quien afirmó que sólo me había acercado a él después del Nobel, afirmación que no va dirigida a mí (como puede parecer a primera vista): quien afirma esto insinúa que él era tan tonto que no se daba cuenta del oportunismo de su hija. Y sería todo eso, ¡si no fuera porque todo es mentira!

 

Y después tenemos el Después. El Después es el tiempo en que los caminos se vuelven a encontrar naturalmente, sin dramas ni recriminaciones, definitivamente, sin equívocos, o incomprensiones. El Después fue tiempo de conversación entre dos, de tanta memoria intercambiada, de tanta ausencia presente. ¿Había muchas palabras? No, no era necesario, nos conocíamos muy bien, teníamos cercanía con la mirada y con el gesto, con la expresión y con las manos.

 

Muy pronto, desde que me acuerdo, la figura de mi padre fue de complicidad y entendimiento. En ese entonces, imaginaba que ser padre era así, y no sabía que la nuestra era una relación diferente. Nunca fue la figura autoritaria, nunca me pegó, nunca le tuve miedo, me habrá dado uno que otro regaño, claro que sí, pero lo que él sabía hacer mejor era hablar conmigo, conversar, explicar. Ante una pregunta, raramente respondía de forma directa. Prefería sondearme, darme la vuelta, instigarme, hasta que yo lograra alcanzar una respuesta. Y después, continuar con la conversación. Fue así toda la vida. Crecí con mi padre y mi madre presentes, cercanos, atentos, educadores. Crecí sin nada de conciencia del modo como esa convivencia me sería fundamental cuando llegara a la edad adulta.

 

Fue de su parte que recibí los dos primeros e importantes libros: El maravilloso viaje de Nils Holgersson y Corazón: diario de un niño. Al dármelos, dijo que ya era tiempo de comenzar a leer. Tendría unos trece o catorce años y, desde entonces, Selma Lagerloff y Edmondo de Amicis están en el entrepaño de un librero de mi casa. Fue él, quien muchos años más tarde, en una Navidad en Lanzarote, con la mismísima tranquilidad y complicidad, al terminar de bajar del estudio con un bonche de hojas de tamaño A4 impresas, me las entregó y dijo:
—Toma, la acabo de terminar.

 

Era el Ensayo sobre la lucidez. ¡Y ahí fui, una vez más, a leer!

 

Fue él también quien me enseñó a sentir Azinhaga y el río Almonda que, a pesar de ser hoy tan diferentes, aún conservan un encanto distanciado en el tiempo, no en el afecto. Y fueron esa Azinhaga y ese Almonda, a los que se juntaron mis bisabuelos, Josefa y Jerónimo, que de repente, el 7 de diciembre de 1998, desembocaron en la sala de la Academia Sueca en Estocolmo, tres días antes de recibir el diploma y la medalla del Nobel de Literatura. Días absolutamente inolvidables, de emoción y aprendizaje, con tantos y tan buenos amigos. Días que también sus nietos, la joven mujer que era Ana y el adolescente Tiago, tuvieron el inmenso privilegio y la enorme emoción de disfrutar.

 

Me enseñó muchas cosas y casi siempre de forma inédita e inesperada, por regla, sin alaridos ni confusión. Era el gesto, la mirada, la palabra. Y tantas veces, lo inédito de lo que fue dicho, la observación imprevisible, la actitud inolvidable.

 

Como ocurrió en mayo de 1973, cuando fue con mi madre, de quien ya estaba separado, a verme en la cárcel de Caxias. Me preguntó si yo quería que pagaran la fianza. Dije que no; entonces respondió que tendría que encontrar fuerzas en el dedo gordo del pie. Extraña, pero absolutamente inolvidable manera de decir que era necesario tener valor, ser firme, contar sólo conmigo. Si me lo hubiera dicho de otro modo, la verdad no se me habría quedado grabado de forma tan indeleble en cualquier parte de mi cerebro, de mi espíritu, no sé en dónde…

 

Como ocurrió también en enero de 1998. Salió de Lisboa a Lanzarote y, un día después, mi madre, que ya estaba muy enferma, murió. Cuando se lo dije, me pidió atrasar el funeral. Regresó al día siguiente y estuvo siempre junto a mí, apoyo y soporte, sin necesidad de una sola palabra. De regreso a casa, al despedirnos en el aeropuerto, sólo me dijo:

 

—Anda, vete y trata de descansar.

 

Cuando mi marido y yo vinimos a vivir a Madeira, me preguntaba con frecuencia cómo podía vivir en una isla. Irónicamente acabó por escoger otra, lo que llevó a que, en 1993, por primera vez pasáramos la Navidad en Lanzarote —que, la verdad sea dicha, no es muy diferente de lo nuestro, o quizás era el ambiente tan portugués que yo sentía en su casa.

 

Vino algunas veces a Madeira y una de ellas, en 1991, en el segundo aniversario de una galería de la que éramos socios, la Funchália, una sala llena tuvo la oportunidad de asistir a la extraordinaria conferencia “Una acuarela de Dürer y lo que más se dirá”. Fuimos, también, al mirador de Eira do Serrado, para que pudiera ver el Curral das Freiras, un pequeño poblado que se extiende a lo largo del valle apretado entre dos vertientes de montaña: la de este lado que sube casi verticalmente hasta el mirador a mil 100 metros sobre el nivel del mar, y del otro lado del valle otra vertiente casi paralela por donde se distribuye, montaña arriba, un número interminable de pequeños poios de tierra, terrazas agrícolas escalonadas, trabajados a mano y azadón, en un ir y venir diario. Después de un silencio prolongado, sólo tuvo una palabra: apabullante, y nunca olvidé lo emocionado que lo vi, ni el mucho impacto que le provocaba la violencia y la tenacidad de aquel trabajo.

 

Volvería por última vez en 2002. La sala de la universidad se llenó para oírlo hablar. Quedó el recuerdo de lo que dijo. Quedaron las imágenes de una complicidad reforzada una vez más.

 

Memoria viva, sensorial, fue la del festival Escritaria, en Penafiel, en 2009. Ya estaba muy enfermo, yo acababa de salir de una situación clínica muy grave. Cuando nos encontramos, sin mediar palabra, nos dimos un abrazo que siento hasta hoy. Fue el último gran y muy sentido abrazo. Parecía abrazarme como Jerónimo había abrazado los olivos…

 

Cuando murió, le dije a mi hija que por primera vez sentía la falta de un hermano, de alguien que pudiera tener un dolor parecido al mío. Pero no existía. Fue, esta vez de verdad, necesario enfrentarlo sola. Como cualquier persona, sé que la vida comienza y acaba. Pero en el fondo, parece que pensamos que con nosotros y con las personas que amamos puede ser diferente. No lo es. Tenía, quería creerlo, la cabeza razonablemente en su lugar y eso podría ayudar. Ayudar a sobrellevar el luto siempre difícil, porque su presencia era y es constante, ayudar porque dejó tanto que nos permite continuar aprendiendo e intentando decidir bien, ayudar, sobre todo, a entender el lugar que cada persona ocupa, aquello que cada persona es, aquello que cada uno de nosotros puede realizar para hacerlo mejor, usando el tiempo de la forma más adecuada de que seamos capaces. Continúa siendo un ejemplo. No lo oigo sin oír, más allá del pensador, al padre. No soy capaz de leerlo sin tener tan presente su presencia. Tengo la sensación de que el joven padre que me educó de una forma tan especial crecía al hacerme crecer, se preparaba para llegar lejos mientras me enseñaba los caminos, me enseñaba a elegir, me enseñaba a tener valor y principios.

 

“No tengamos prisa, pero no perdamos tiempo”, dijo un día. Es también lo que intento cumplir en la vida. Como lo veía hacer.

 

FOTO: José Saramago con su hija única, Violante Saramago, retratados en la década de los 50/EFE/ Fundación Saramago

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