Justin Kurzel y la usurpación temerosa
POR JORGE AYALA BLANCO
En Macbeth (RU-Francia-EU, 2015), atronador segundo largometraje del australiano de 41 años Justin Kurzel (cuyo primer filme fue el corrosivo thriller heterodoxo Los crímenes de Snowtown 11 aún inédito aquí), con guión de Jacob Kosoff, Michael Lesslie y Todd Louiso, se reenfoca la tragedia homónima (1605-06) de William Shakespeare (1564-1616) como el insólito caso límite y censurable del supersticioso barón escocés medieval Macbeth (Michael Fassbender en pleno desenfreno reprimido) que, patéticamente trastornado por los crímenes de guerra (los suyos, los ajenos) y azuzado paranoicamente por el presagio de unas brujas halladas por el camino al regreso del campo de batalla, decide escuchar los ambiciosos consejos arribistas de su esposa Lady Macbeth (Marion Cotillard diáfana retorcida) para tomar de sangrienta manera el poder que detenta su bondadoso Rey Duncan (David Thewlis) y erigirse en inamovible usurpador despótico, aunque paradójicamente atormentado, sin conseguir nunca acallar su conciencia traidora y socavado por sus temores, al grado de volver a consultar los inquietantes conjuros de las hechiceras, ordenar el bárbaro exterminio del linaje de su presunto sucesor, provocar el suicidio de su desintegrada Lady y luchar infructuosamente hasta lo último para retener su trono amenazado por un bosque andante.
La usurpación temerosa procede por reducciones que son elevaciones, al igual que las más célebres versiones operáticas y fílmicas que la precedieron, ya que en rigor la ópera de Verdi reducía (al tiempo que la elevaba) la tragedia original al maligno rol catalizador de Lady Macbeth en la ambición de su marido entre desusados giros armónicos y audacias tonales o modales, la forzada cinta de Orson Welles (Macbeth 48 rumbo a su cimero épico Otelo 52 y a su crepuscular maravilla autoirrisoria Falstaff-Campanadas de medianoche 66) la reducía (o elevaba) poseisensteiniana y claustrofóbicamente a un cavernícola drama megalomaniaco y egocéntrico en vistoso cartón-piedra literal y declamatorio, la obra maestra de Akira Kurosawa (Trono de sangre 58) la reducía o elevaba a un macabro espectáculo antiépico lleno de clamorosos borbotones de flechas ávidas de sacrificial exterminio en el Japón feudal, la inclasificable reinvención de Andrzej Wajda (Lady Macbeth de Siberia 62) la reducía o elevaba a incontenible vuelco plebeyo-cotidiano con base en un relato del zarista Nikolái Léskov que también inspiró la ópera politonal de Shostakóvich (prohibida por Stalin) y el patológico filme de un hipertraumatizado Roman Polanski (Macbeth 71) la reducía o elevaba a mero desahogo catártico que alegremente bordeaba la sensacionalista nota roja con ropaje de época (Extra, La Extra: mareado por su mujer, tasajeó a su patrón), por lo que, con todo derecho recreador al extremo, la versión ultramoderna del aventadísimo Kurzel la reduce o eleva a una colección descoyuntada de ánimas en pena confinadas a tinieblas mal clausuradas, o vagando zombiescas por el páramo, o destacando como sombras infrahumanas contra nubes de luz inundada a punto de reventar en la incandescencia total.
La usurpación temerosa ofrece sin cesar en momento alguno una audiovisualidad bombástica y flamígera bastante inesperada, hecha en suma de ruido enceguecedor y furia ensordecedora que, aun no logrando igualar ni de lejos las supremas invenciones posFEKS del ucraniano vanguardista eterno Grígori Kozintsev que siguen generando sin duda las más cabales y bellas e insuperables adaptaciones-recreaciones shakespearianas jamás realizadas (Hamlet 64 y El rey Lear 72), despliegan una ensimismada y crispante serie de escenificaciones abismales, gracias al incesante delirio concertado entre la alucinada fotografía del asimismo australiano Adam Arkapaw y la erizada música del fraterno Jed Kurzel, como el determinante entierro inicial del hijito de los Macbeth en túnica blanca a mitad del fragor del combate, el cruento heroísmo cuerpo a cuerpo entre las salvajes oposiciones vértigo/stasis y estruendo/silencio, la fusión puente-corona, la fiebre metafórica para representar lo irrepresentable en verbal contrapunto con los mínimos encierros (según el teórico Jan Kott), los top-shots cenitales en el templo gótico, el ballet de siluetas con espada incontenible, la premonitoria ilustración feraz y plural de las frases-dictum “Lo hermoso es horrible” y “Fuera, marchaos, el infierno es turbio” vueltas programáticas, y last but not least la omnipresencia del Fuego, todos los fuegos interiores posibles o ardiendo en la llanura, que nada tienen de quemantes ni purificadores ni de inmolación wagneriana.
Y la usurpación temerosa lleva su brutal nostalgia medievalizante a los límites inhumanos de cierta malvada devolución de supremacía protagónica a un Macbeth varón inútil, una contraída bestia peluda, un pobre tipo autoerigido majestuoso e impostor, una especie de Quijote envilecido que llevaría dentro de sí a su abortado Sancho Panza jocundo (como aquél inolvidable Tewjè el Lechero del novelista ucraniano en yiddish de principios del siglo pasado Aleishem Shalom), a través de cuya efigie lastrada y de cuyos acerbos pánicos fatales/fetales habrá de conformarse el retrato de un tirano paralizado y deshecho por el miedo, pues “lo que está hecho no puede deshacerse”, incapaz de gozar del poder alevosamente conquistado y en realidad aplastado por el peso del crimen y de la condición humana al desnudo, ya que la vida no es más que “un cuento narrado por un idiota, lleno de ruido y furor, sin significación alguna”, ni posibilidad de grandeza siquiera en la destrucción/autodestrucción paulatina ((“Ven, destrucción”), donde todo lo que necesitas no es amor, asesino e iluso ilusorio bien visto en verdad, sino iracundia y decepción, para que el primitivo jugo del Juego de Tronos prototípico pueda continuar, interminable y sarcástico, hasta fundirse con el rojo prístino y póstumo, como un largo lamento hueco e ineluctable.
*FOTO: Macbeth, de Justin Kurzel, se estrenó en México el 27 de noviembre, y cuenta con las actuaciones de Marion Cotillard y Michael Fassbender/Especial.
« Barro Rojo: creatividad, persistencia y riesgo en la danza René Girard, un antropólogo de la violencia »