La bendición de las complicidades; entrevista con Bárbara Jacobs

Mar 2 • Conexiones, destacamos, principales • 1865 Views • No hay comentarios en La bendición de las complicidades; entrevista con Bárbara Jacobs

 

Resultado de su duelo tras la muerte de Vicente Rojo, su pareja durante 18 años, la autora escribe De un reencuentro insospechado en adelante, donde evoca los vínculos creativos e íntimos con el artista; ensayos que suplen la ausencia con memorias, poesía y literatura como bálsamo

 

POR SOFÍA MARAVILLA
“Seguramente usted sabe lo que puede ser una pérdida. La verdad es que yo quería correr detrás de Vicente. Y dije, como no lo voy a hacer, como no me voy a atrever a hacerlo, entonces me voy a poner a trabajar”, comenta la escritora Bárbara Jacobs (Ciudad de México, 1947) a propósito del fruto literario derivado de su duelo, De un reencuentro insospechado en adelante (UIA-COLNAL-UV- ITESO, 2023), obra en que la autora cumple la promesa que hiciera a la memoria de su difunto esposo, el artista Vicente Rojo, de contar la historia de amor que vivieron por casi dos décadas.

 

Al libro le acompañan dibujos, hasta entonces inéditos, de Vicente Rojo (Barcelona, 1932-Ciudad de México, 2021). Su máximo simbolismo, ahora ya plasmado y fusionado con el libro, recae en la profunda admiración y en el amor que la autora profesó a su compañero, y que fue también correspondido por Vicente. Son, en última instancia, un vestigio más del genio de Vicente, a quien podemos imaginar trabajando en su estudio, comunicado con el de Bárbara por un inmenso ventanal que siempre los mantenía unidos, aun en los momentos de mayor introspección creadora.

 

De un reencuentro insospechado... es un reflejo de la conmoción que deja la muerte, de la fragilidad a la que se somete el espíritu cuando el ser amado se ausenta para siempre; la obra, al igual que la vida, va cobrando resignación, obsequiándonos una mirada a la intimidad creativa de la pareja, al humor compartido, y, al mismo tiempo, lanza claroscuros sobre ese universo enarbolado entre ambos que, en los últimos años de vida de Vicente, se alojó en la casa de Bárbara, en el barrio de Chimalistac.

 

En las primeras páginas, Jacobs evoca la profunda amistad que existió entre ella y su entonces pareja, el escritor Augusto Monterroso, con Vicente Rojo y su entonces esposa, Alba Cama. Cuenta cómo fue enterarse de la enfermedad terminal de Albita, como Jacobs la llama con cariño, que partió en enero de 2003, y en poco menos de un mes fue Monterroso quien también se marchó para siempre, lo que desencadenó en Bárbara una severa depresión que la obligó a internarse en la Clínica San Rafael. Allí, Vicente iba a visitarla, lo que contribuyó a la sanación de la escritora, y una vez de vuelta en su hogar, el artista continuó frecuentándola, como los viejos amigos que eran, aunque poco a poco esa amistad mutó en un afortunado amor que Bárbara celebra en su libro como una “bendición de bendiciones”.

 

 

Desde luego, redescubrir a Vicente Rojo bajo esta nueva luz transformó la vida de la escritora: “Fue increíble; insospechado, porque conocí a Monterroso a finales de 1970, y a los Rojo en 1971. Estábamos Tito y yo en un café en Francisco Sosa, en Coyoacán, y vimos pasar a Vicente y a Albita; Monterroso, que ante el mundo decía que era muy tímido, pero en realidad era muy divertido, abrió la ventana del café y les dijo: ‘¡Hola! ¿Cuándo regresaron?’, porque ellos hacían viajes a Barcelona, donde estaban por varios meses. Ahí los conocí, y Albita, que era toda sociable, nos dijo: ‘¡Ay!¿Cuándo se vienen a comer a casa?’. Durante los años que estuve con Tito, las dos parejas íbamos a todos lados. Es decir: su familia me conoció, mi familia los conoció, mi mamá se llevaba muy bien con la esposa de Vicente porque hablaban de temas de cocina, de los cuales yo no sé nada”, agrega sonriente la escritora, recordando que su mamá era “magnífica, entregada a la cocina”, y entre risas, apenada se “confiesa” Jacobs de no saber nada de secretos culinarios. “¡Así que fuera de la cocina!”, bromea.

 

La autora habla también de su padre, a quien considera un héroe, pues, vivió la Guerra Civil de España como parte de las brigadas internacionales de Estados Unidos: “Mi padre apreciaba muchísimo a Vicente y viceversa, y se entendieron muy bien. Toda mi familia lo adoraba”. Desde luego, uno de los puntos nodales de esas conversaciones entre Emile Jacobs y Vicente Rojo era el franquismo: “Vicente se exilió aquí muy joven junto con sus hermanos. Su padre fue el primero en llegar, y él fue el último de la familia con la mamá, quien murió en México”.

 

El libro es un reencuentro insospechado en más de una manera: Jacobs dialoga en ciertos momentos con su niña interior, recuerda las preguntas que desde entonces la perseguían, esa inquietud que terminó por formar su ánimo literario, la exquisita sensibilidad que a lo largo de los ensayos podemos ver reflejada. Esa niña encontró un eco en Vicente, de quien Jacobs nos obsequia muchos instantes de una infinita jovialidad, de una alegría que se desvelaba con timidez y sólo para sus seres amados. Momento emblemático, por ejemplo, en el ensayo “Tiempo grabado”, texto escrito en 2012, donde Jacobs recuerda una repentina danza hecha por Vicente bajo la lluvia, con paraguas en mano. Esta inusitada improvisación celebraba el genio de Vicente, quien plasmó este momento en la obra Canto nocturno, cuyo protagonista, que puede o no ser Vicente, indica Bárbara, casi en un registro sagrado, que “no es un ser triste, es un ser azul y plata”.

 

“Nos entendíamos muy bien Vicente y yo, y permíteme contarte que, cuando Monterroso ya estaba en el hospital, lo fue a ver Vicente —que ya había enviudado — y Monterroso le dijo: ‘Vicente, yo ya me voy a morir, te encargo mucho a Bárbara’. Esto me lo contó Vicente ya después, y dije: ‘¡Ay, qué bueno que le hiciste caso!’ Ese es el principio del cambio de nuestra relación, estuvimos juntos 18 años”, cuenta la escritora.

 

Jacobs recuerda cómo es que Vicente y ella siempre fueron “huraños”, reservados para sí, en tanto que Tito y Albita, al contrario, eran sociables. Ese carácter reservado de Vicente y Bárbara fue, llegado el momento del amor después de la viudez, una fuente de inspiración y de gran felicidad, pues entre ambos artistas construyeron una atmósfera que tenía por escenario, en un inicio, el estudio de Rojo en Coyoacán, y en sus últimos cuatro años de vida, la casa que él mismo mandó reconstruir en el que fuera el hogar familiar de Jacobs en Chimalistac.

 

“Vicente construyó esta casa. Toda la manzana la había comprado mi abuelo hace poco más de 80 años, y había dos casas, ésta y otra que eran muy antiguas. En ésta vivieron mis papás; mi hermana y yo, como éramos las mayores, nos mandaron a vivir a casa de mis abuelos, y ahí tuvimos una recámara increíble. También mis abuelos conocieron a Tito, a Vicente también pero no en relación conmigo. Cuando se murieron mis abuelos, mi abuelo había subdividido todo entre sus 17 nietos, a mí me tocó esta casita. Yo quería ampliarla, pero Vicente dijo: ‘¡De ninguna manera!’, y decidió empezar una desde los cimientos. Vicente desgraciadamente la vivió pocos años, pero muy contento por el estar juntos en esta casa”.

 

Otro reencuentro es el de Bárbara con su propio yo en los diarios solitarios, a los cuales dedica el texto “Día a día”. Jacobs señala que ha escrito diarios desde 1964, es decir, cuando apenas tenía 17 años, y se enorgullece de presumir que nadie los ha visto, “más que por afuera”, recalca con gracia, y justamente a EL UNIVERSAL le permitió ingresar a su estudio para observar el armario donde los diarios se encuentran almacenados. Si bien la autora reconoce que en los diarios “las notas actúan como detonadores”, en realidad acentúa que los suyos permanecerán inéditos hasta que alguna Universidad los tome, “aunque como son tantos, no sé si quieran”, exclama con buen humor.

 

Dos textos resultan impactantes “La mujer dormida” y su continuación, “Despierta”, en donde Jacobs hace una exploración de la figura del volcán; en el primero, el despliegue retórico recuerda la potencia de lo femenino, esa versatilidad siempre latente, a veces transformada en fuego, y otras, en soberbio paisaje pétreo. Lo maravilloso es que esta obra encuentra resonancias con los volcanes también presentes en las obras del artista: “Vicente llegó aquí a los 16 años y se fascinó con México. Creo que no habían viajado mucho, entonces ¡imagínate alguien que nunca hubiera visto un volcán!”.

 

“¿Dónde radica esa fascinación de usted por los volcanes?”, le pregunto. La escritora dice melancólica y ambigua: “Será tal vez por la afición de Vicente…”, pero mantiene su hermetismo, y se limita a agregar, casi en un murmullo: “A mí los volcanes me dan mucho miedo”.

 

Un aspecto crucial de este libro es que es el primero que Bárbara Jacobs publica sin la lectura de Monterroso ni la de Vicente Rojo. ¿Qué representa para usted enfrentarse ahora a este tipo de ausencia, la del lector cómplice? “Te agradezco que me hagas esta pregunta, porque al principio yo era su discípula (de Monterroso, en un taller literario impartido en la UNAM). Entonces me decían: ‘A ti te escribe todo Tito’. Ja, ja, ja, ja”, recalca Jacobs con ironía ante el eco de esos comentarios. “Se ve que no habían leído a Tito ni a mí, porque somos muy diferentes. Pero la gente así es”.

 

No sólo su relación con Monterroso fue controversial, llegado el amor con Vicente, Bárbara tuvo que lidiar nuevamente con comentarios terribles: “Mis grandes amistades, muy queridas todas, me fastidiaban mucho, porque me decían: ‘Bueno, se acaba de morir Tito y tú ya del brazo de Vicente’. No sabían que habíamos enviudado casi al mismo tiempo; eran comentarios que decían sobre todo las mujeres”. Así que ahora encontramos una Bárbara Jacobs que ha demostrado una honda fortaleza literaria y espiritual, sobreponiéndose a las pérdidas, a las ausencias, a las críticas despiadadas que recibió en su momento por amar, por crear a su manera.

 

La pregunta sobre la ausencia de un lector cómplice, por primera vez desde la muerte de Vicente, remonta a Jacobs a ese pretérito donde no están, al igual que ahora, ni Vicente ni Monterroso, ese momento en que sólo eran Bárbara y su autonomía creadora naciendo al mundo: “Yo al principio no quería estudiar Letras, porque no quería que alguien me dijera qué tenía que leer o escribir”. Fue así como decidió estudiar Psicología, donde un amigo le recomendó, al ver su talento literario, que se cambiara de carrera, pero Bárbara continuó e hizo una tesis sobre la risa, “y mi mamá me decía que lo publicara en libro”. La recomendación materna fue prudente: en un futuro, esa tesis sería publicada como Nin reír.

 

Ahora, Bárbara Jacobs se encuentra en una etapa de trabajo y disciplina con ella misma: “Te puedo adelantar como gran chisme que viene otro libro, también de ensayos, recogidos de aquí y de allá, se llama De la mano a la luz; después hay un tercer libro, que aún no he entregado, que es bastante diferente al resto de mis libros, es hasta divertido. Y ahí está, esperando su momento”.

 

Tal vez el duelo es el tiempo de una crisálida. De un reencuentro insospechado en adelante comienza con una honda desolación, palabra que azota la escritura de Jacobs; no obstante, al ir pasando sus páginas, vemos que esa desolación va cediendo, que el reencuentro con ella misma, con sus memorias, con los poemas y la música que le recuerdan a Vicente, a quien vemos partir un 17 de marzo a los 89 años (y cuyo bucle obsesivo y doloroso de lo irremediable vemos magistralmente expuesto en el escrito “Alas de papel”), traen también para Bárbara una gran lección de vida: la sabiduría de aquel que, día a día, aprende a vivir mejor.

 

“¿La poesía le ha ayudado a encontrar la serenidad?”, pregunto. Bárbara Jacobs se queda pensando un momento. Al final, responde con estoicismo: “Serenidad… pues, más bien aceptación. Porque no voy a hacer nada, no voy a levantar ni un dedo en contra de mi destino. Voy a dejar que mi destino final llegue cuando tenga que hacerlo. Yo no lo voy a ayudar”.

 

 

 

FOTO: Bárbara Jacobs nació en Ciudad de México en 1947. En la imagen, la autora en el estudio de su casa en Chimalistac, al sur de la capital. Crédito de imagen: Gabriel Pano /EL UNIVERSAL

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