La destrucción del mundo en tres novelas: Margaret Atwood

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Maddaddam completa la saga de la escritora Margaret Atwood planteada en un universo entre lo distópico y lo postapocalíptico, derivado de un avance desmedido en la manipulación genética, que ha hecho surgir híbridos monstruosos

 

POR RAMIRO SANCHIZ
El País/ GDA

La reciente publicación en castellano de Maddaddam (2013 en inglés) completa la trilogía de Margaret Atwood (n. 1939) compuesta además por las novelas Oryx y Crake (2003) y El año del diluvio (2009), cuyo eje temático es la construcción de un escenario narrativo de corte distópico y postapocalíptico. Es una de las formas que ha tomado la relativamente reciente nueva ola de atención a la ciencia ficción, en particular entre lectores, escritores, críticos y editores que en principio no frecuentan el género, y se vincula a los escenarios y lugares comunes de eso que cabría llamar “ficción distópica” o “distopía” a secas.

 

En una primera instancia, la mera lectura etimológica opone “distopías” a “utopías” y, por tanto, apunta a circunstancias de organización colectiva que habremos de entender como indeseables o “peores” a las familiares. Un matiz usual es colocar este estado peor de cosas —que evidencia tomas de partido ideológicas de quien propone la distopía, y así tantas utopías de algunos son distopías irremediables para otros— en el futuro cercano, y cargar la observación de ese valor negativo con tintes políticos. Así, las distopías que podríamos llamar “clásicas” —Nosotros de Yevgueni Zamiatin, 1984 de George Orwell, Un mundo feliz de Aldous Huxley, Fahrenheit 451 de Ray Bradbury, y V de venganza de Alan Moore y David Lloyd— suelen obedecer a la matriz especulativa de “como esto siga así…” (según Asimov las matrices especulativas son tres: “¿qué pasaría si…?”, “si tan solo…” y “como esto siga así….”) planteando, por tanto, un recrudecimiento o radicalización de tendencias detectables en el presente de la escritura y extrapolables a ese futuro cercano en que se ven aumentadas hasta lo indeseable. Estas ficciones, naturalmente, hablan del presente; de hecho, sus protagonistas suelen ser de alguna manera nuestros representantes o emisarios, en tanto quedan presentados en calidad de sujetos como nosotros —en términos de sensibilidad, afectos, horizonte moral, etc.— que responden a circunstancias que damos por adversas muchas veces resistiendo y otras tantas rebelándose. La ficción distópica, entonces, extrapola lo peor del presente para labrar una advertencia y así pautar una intervención política: el caso de Orwell y el estalinismo —o el de Moore y el thatcherismo, o incluso el de Bradbury y ese cúmulo de tendencias mayoritariamente tecnológicas que el escritor consideró “deshumanizantes”— es en ese sentido paradigmático de esta solución a la pregunta por el modo de ser de las distopías.

 

Por supuesto, esto no agota al género, y cabe imaginar ficciones del “futuro peor” que no hagan intervenir de manera transparente la política en un sentido inmediato de agencia colectiva humana, o que incluso prescindan de esa función de “representante” del lector llevada a cabo por él, la, los o las protagonistas. Así, en las novelas catastróficas tempranas de J. G. Ballard (El mundo sumergido, La sequía y El mundo de cristal) ese mundo futuro no solo queda planteado por fuera de una suerte de decisión colectiva pensable en términos políticos (en la primera de las novelas mencionadas, publicada en 1962, el cambio climático que inunda al mundo ni siquiera es antropogénico: más bien es causado por un aumento dramático de la actividad solar) sino que ninguno de sus personajes resiste o se opone a la catástrofe (de hecho encontramos lo contrario: buscan internarse aún más en el corazón de tinieblas de ese mundo anegado) y, en ese sentido, no están allí en representación de nosotros los lectores sino que se vuelven signos de un cambio en los sujetos que habitan ese futuro, cuya diferencia con nosotros es resuelta como un eje de la narrativa o un adentrarse en la otredad. En esta suerte de “antidistopía”, incluso, quienes resisten o se rebelan —a su manera— contra el estado de cosas, ocupan más bien el lugar del antagonista o el de los “malos” de la novela.

 

Ficción especulativa

 

En esta línea vale la pena preguntarse por la naturaleza distópica de esta trilogía de novelas de Atwood, Oryx y Crake, El año del diluvio y Maddaddam. Entre los antecedentes de la autora se encuentran El cuento de la criada (1985) y su secuela Los testamentos (2019), cuya línea política —ambas novelas están ambientadas en un futuro donde Estados Unidos ha devenido un estado teonómico militar, totalitario y patriarcal llamado la “República de Gilead”— y su relato de resistencia las ubican cómodamente en lo que ya se señaló como distopías clásicas. Para la trilogía recién mencionada, sin embargo, el panorama es más complejo.

 

Para empezar, las tres novelas —que más que funcionar como tres momentos sucesivos en una línea cronológica quedan ofrecidas como simultáneas o puntos de vista alternativos y complementarios de los mismos sucesos— lidian con una catástrofe generalizada que destruye a casi la totalidad de la vida humana, lo que podría también sugerirnos un acercamiento a otra matriz genérica, que podríamos pensar como la de las ficciones “postapocalípticas”.

 

Si bien es dable problematizar una distinción fuerte entre lo distópico y lo postapocalíptico en términos de géneros o subgéneros —algunas distopías, como Snowpiercer, presentan una organización social terrible cuyo afuera es un mundo arruinado, postapocalíptico—, es indudable que en la ecología de géneros y subgéneros interna a la ciencia ficción (y Atwood ha rechazado el término “ciencia ficción” como etiqueta, prefiriendo siempre “ficción especulativa” para eludir el aparente anclaje en lo científico o, más específicamente, en las ciencias duras) ha propuesto estos dos modos como (sub)géneros de alguna manera contrapuestos; así, las ficciones del tipo “el último hombre en la Tierra” (The Quiet Earth, Soy Leyenda, etc), por involucrar un caso digamos extremo de ficción postapocalíptica, no suelen ser leídas como distopías, por más que —evidentemente— involucren “futuros peores”. En última instancia, no se trata de distopías en el sentido clásico ya que, incluso aceptando el posible origen antropogénico de la catástrofe (una tercera guerra mundial devastadora, por ejemplo), el desarrollo de la trama no desemboca en la presentación de una nueva estructura social establecida, a lo sumo sugiriendo la imposibilidad de su construcción.

 

Esto último es especialmente relevante para Oryx y Crake: la mitad de sus episodios narra la vida cotidiana de Hombre de Nieve, “el último hombre” en un mundo posterior a la extinción (casi) total de la humanidad, en una clara referencia a la tradición de novelas de supervivientes, de la que Robinson Crusoe es, por supuesto, el ejemplo paradigmático (aunque no podemos olvidar la imprescindible serie de TV Lost (2004-2010) y la novela La isla de cemento, del ya mencionado J. G. Ballard). Estos episodios, que desde su mismo comienzo pautan la interacción de Hombre de Nieve con los aparentes sucesores de la humanidad (los “hijos de Crake”), se intercalan con una narración que funciona a manera de una enorme analepsis (o flashback) para contarnos el origen de la catástrofe. Y quizá lo más interesante del libro (que, en cierto modo, recién “arranca” hacia la mitad y se pone más interesante en la medida que la narración establece la pauta antropogénica de la catástrofe) es el hecho de que esas décadas inmediatamente anteriores a la extinción de la humanidad son presentadas como una distopía en la que ciertas pautas político-económicas —particularmente notorias entre las décadas de 1980 y 2000, y por tanto muy trabajadas por la ciencia ficción de ese tiempo— son exacerbadas: deterioro del estado, ascenso de las corporaciones como pauta cohesiva social basada en el capitalismo más salvaje, auge de los alimentos transgénicos y extraordinarios avances en la ingeniería genética que bordean (como suele pasar en las ficciones que se ocupan de este tema) la eugenesia. Tenemos, entonces, una ficción postapocalíptica yuxtapuesta a (o, mejor, intercalada con) una distopía relativamente clásica.

 

Oryx y Crake no presenta en su zona distópica una resistencia o rebelión. El año del diluvio, segundo libro en la trilogía, sí la presenta. En lugar de quedar planteado como una secuela del primero (a la manera de la ingeniería más común de sagas y trilogías) propone una narración sincronizada con las dos secciones del anterior. Su relato —dividido a su vez en dos voces y dos puntos de vista distintos— retrocede hasta los años anteriores a la extinción y se prolonga hasta un poco más allá —días, apenas— del final del Oryx y Crake.

 

Es en esas dos voces, que son las de dos mujeres pertenecientes a la secta de “Los Jardineros de Dios” —mencionada en el primer libro, pero recién desarrollada plenamente en este El año del diluvio—, donde encontramos lo más parecido al lugar de la resistencia o rebelión en las distopías clásicas. La secta en cuestión define su ideología en términos de un veganismo estricto y una oposición casi luddita a la tecnología, en particular a la intervención humana en los procesos evolutivos. En rigor, la secta no establece una pauta de acción violenta o revolucionaria, pero sí una vida al margen, independiente y autosuficiente, y por tanto una forma de resistencia pacífica.

 

Hay aquí un punto de articulación con el primer libro de la serie, en el que la intervención humana en procesos naturales apunta a la postulación de una agencia específica e individual, o una capacidad humana para, en efecto, intervenir o modelar lo que podríamos llamar el mundo natural. De hecho, el “Oryx” del título ocupa el lugar consabido (en las ficciones pulp) del “científico loco” que diseña un plan radical de mejora del mundo a costa del status quo o incluso de la humanidad como la conocemos, y después, como en Parque Jurásico, debe lidiar con la irrupción de lo imprevisto o imprevisible para salvar su propia vida, ya que ha devenido incapaz de ejercer cualquier forma de control sobre el resultado de sus planes. Así, el modo de ser de esa intervención (o esa conjetura de la posibilidad de llevar a cabo tal intervención en términos de voluntad, control y agencia) queda matizada (o anulada) por la noción de lo impredecible y caótico del devenir. Además, en la recién mencionada película de Steven Spielberg (a partir de la novela de Michael Crichton) sobre dinosaurios resucitados mediante ingeniería genética se alude a la teoría del caos y su puesta a punto o modulación de las viejas nociones mecanicistas: cuando el número de variables es inmenso, el sistema está “al borde del caos” y pequeñas causas producen efectos catastróficos; en Oryx y Crake esto queda en evidencia en la presentación narrativa de esos “sucesores” de la humanidad y la manera en que sus vidas se apartan de lo planeado por su creador Oryx, y en El año del diluvio la aceptación de esa imposibilidad de ejercer el control desde la agencia o voluntad humanas queda tematizada como parte central de la doctrina de los Jardineros de Dios, que rechazan la ingeniería genética y la ciencia en general por entenderlas fútiles y, a su manera, perversas.

 

Si bien cabría pensar que algunos momentos de Oryx y Crake han envejecido mal (su insistencia en los DVDs como formato para la conservación de datos es un ejemplo), la problematización de la agencia y el control humanos es un tema acuciante en relación al cambio climático, particularmente a la hora de preguntarnos si hay en efecto algo que podamos “hacer” para paliar los efectos más extremos y evitar la radicalización de las tendencias ya visibles. En última instancia, cuando Atwood escribió la primera de estas novelas el discurso sobre el cambio climático se configuraba como una advertencia; ahora, casi veinte años más tarde, se trata de una realidad cotidiana; pero más allá de la sensación de que la novela no envejeció bien, eso configura un campo de lecturas por el que resignificar ciertos aspectos de la novela, acaso no visibles antes.

 

A su vez, los temas de las dos primeras novelas quedan entretejidos en Maddaddam (2013), la última de la trilogía, que sí ocupa un lugar más convencional de secuela. Como las precedentes está estructurada también en dos líneas temporales principales: la del presente del relato (que es una continuación y desarrollo de los finales de Oryx y Crake y El año del diluvio) y la narración de los años inmediatamente anteriores a la catástrofe, desde la perspectiva de personajes tomados de los libros anteriores. El efecto es el de un poderoso “cierre” estructural de la trilogía, que aporta además un curioso efecto de lectura equivalente a decir que, después de tantas páginas y comienzos acaso un poco endebles, el esfuerzo sí que valió la pena.

 

FOTO: Margaret Atwood es también activista, pues pertenece a la asociación BirdLife International, que protege a las aves/ Darren Calabrese/ AP

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