Tarántulas: un cuento de Fernando Yacamán

Oct 1 • destacamos, Ficciones, principales • 1878 Views • No hay comentarios en Tarántulas: un cuento de Fernando Yacamán

 

Un amor condenado hará germinar un culto a su alrededor. Este es un adelanto del libro El demonio que nos habita, que será publicado en noviembre por Ediciones Periféricas

 

POR FERNANDO YACAMÁN

“Hay un mundo más allá del nuestro, un mundo que está lejos,
también cercano e invisible.
Ese mundo habla. Tiene un idioma propio”.

María Sabina

 

Desde mi altar escucho cumbia, mentadas de madre y cabrones ahogados en mezcal; en la Alegría los demonios se embriagan de almas con sed.

 

Los hombres me prenden veladoras para ganar feria, sanar enfermos, echar mal de ojo. Me traen ofrendas: flores, mezcal, monedas, leche que escurre por mis labios.

 

“Es Virgen porque después de su muerte a las mujeres de San Miguel de la Costa se les hincharon los senos de leche”.

 

En mi pueblo creen que las serpientes muerden los pezones de las embarazadas, que la marea son los ronquidos de un gigante que duerme en el fondo del océano, que los astros son el cuerpo de un dios desmembrado y, por supuesto, en mí; su madre.

 

Los rezos de los desdichados me llevaron al altar de su cantina.

 

“Virgen del amor prohibido, Virgen del Acantilado quédate a nuestro lado y para ti siempre será el primer trago”.

 

¿Y quién es una para negar un trago? Y como soy Virgen, puedo darme el lujo de ponerme hasta lo que soy; la madre de los descarriados.

 

Hay noches en que una tarántula atraviesa mi altar.

 

No cumplo peticiones de amor, esas que las atienda la Guadalupana o cualquier María. No, cabrones, el recuerdo de mi Amaranta, mi dulce niña, está por encima de cualquier historia, pero los hombres son peor que mulas.

 

“Ay, Virgencita del Acantilado, tú que estás en los cielos, haz que mi Perpetua me vea con ojos que me quiten lo feo”.

 

¡Que se mueran los feos! Sonó esa cumbia en la rocola.

 

“Virgen del Acantilado, ¿mi mujer qué le vio al Muégano? Un hombre que en vez de nariz tiene un muégano, a ella le juré mi vida, ¿y me paga poniéndome los cuernos?”.

 

Me aparecí en sus sueños para confesarle que el verdadero muégano del que se enamoró su mujer no está en la nariz.

 

“Pinche virgen acantilada, te cubrí de flores y no me cumpliste, quién te ha adorado como yo, mi reina, ¿por qué no me concedes casarme con Jesusa?”.

 

De un puntapié le tiré una veladora en la jeta.

 

El recuerdo de mi Amaranta me encadena a la eternidad. Su nombre significa inmarchitable. La recuerdo con un ramo de flores que cubrían su rostro de avispa. Mis manos las deslicé por sus labios gruesos; templo donde rompen las olas. En los pechos de Amaranta la divinidad de los astros.

 

 

 

Amaranta ponía gotas de valeriana en el té de su esposo y en la lengua de su hijo que no tenía un año; cuando ellos dormían se escapaba conmigo. Nos encontrábamos en la noche que mojaba nuestros pies, las olas reventaban contra el cerro en el que se mataron hombres que jugaban al valiente. Lo trepábamos como tarántulas, nuestras sombras se proyectaban en San Miguel de la Costa mientras sus habitantes dormían.

 

En la cima Venus navegó en la noche más oscura, mis labios en el astro diminuto, mi saliva en el pezón de Amaranta, vía láctea escurrió por mi boca, en mis manos callosas adentrándose en el templo donde los dedos se alargan como raíces.

 

Una noche nos sentamos en la orilla del cerro, las olas rompían en el acantilado y la luna marcaba una luz sobre el océano. Si esa noche hubiéramos huido de San Miguel nuestro destino sería otro. Me contó que Cruz había despertado a medianoche. Al ver a su hijo le pareció que estaba muerto, pero sólo dormía profundamente. Amaranta había dejado la valeriana sobre la mesa. Cruz con su hijo en brazos salió a buscar a su mujer que no estaba en el quiosco, ni afuera del templo del Dios Roto, tampoco en las calles, los borrachos en la Alegría lo ignoraron, pero ahí se encontró a su primo Teodoro que le contó algunos rumores sobre Amaranta. Cruz en ese momento lo ignoró y salió de la cantina. Caminó hasta llegar a la playa y la luz de la luna proyectó la sombra de dos tarántulas que trepaban la montaña.

 

Viendo las olas romper en el acantilado, Amaranta me dijo que no me preocupara porque Cruz después de casados se fue haciendo tonto. Le había creído que escapó de la casa por sonámbula y que no tenía idea de donde había salido la valeriana. La sonámbula del pueblo andaría por el quiosco, por el templo del Dios Roto y en la cima de la montaña noche tras noche me iba a querer más. No le creí porque en San Miguel de la Costa todos los hombres están apestados.

 

 

 

“Ay, Virgencita del acantilado, tú que eres la patrona de San Miguel haz que Brisa se fije en este pobre servidor”.

 

El borracho cubrió mi altar de alcatraces. Una noche se soltó a llorar y yo no soy pañuelo de lágrimas. “No cabrón, ni volviendo a nacer Brisa se fijaría en ti”. Se quedó con la boca abierta. “Sí, cabrón, la Virgen te está hablando, ¿o te lo repito?”. Salió disparado de la cantina.

 

“Virgen del acantilado, concédeme regresar con Prisca, nadie amará a una mujer como yo”.

 

Los hombres nacen tercos. Nadie amará a una mujer como yo.

 

“La Virgen lloró una lágrima blanca”. Mencionó un sombrerudo que al verme soltó la caguama.

 

 

 

Una noche, Amaranta no llegó a nuestro encuentro y la esperé en la playa hasta volverme sombra. A la luz del sol éramos comadres y la busqué por las calles de San Miguel, por el quiosco, detrás del templo del Dios Roto, frente a La Alegría, me detuve en una casa roja y toqué la puerta de madera. Cruz la entreabrió, tenía los ojos hinchados, la barba de días y los labios secos. Me miró como si fuera una delincuente.

 

—Amaranta se fue a la ciudad con un pariente.

 

Intenté asomarme, pero con su brazo lo impidió.

 

—Ella sólo iría por una emergencia.

 

Cruz evadía verme, pero yo quería verle la cara.

 

—Me cuenta lo indispensable. Todos saben que tú la conoces mejor que yo.

 

Me desagradó su tono de voz.

 

—¿Quiénes son todos? Mira, Cruz, hay cosas que sólo entendemos entre mujeres.

 

—¿Cómo qué?

 

—Para qué te cuento, no lo entenderías. ¿Se llevó al niño?

 

—Amaranta, pésima madre, pero buena para andar de comadre. Lo dejó conmigo y es su hora de comer.

 

Cruz intentó cerrar la puerta, pero metí el pie.

 

—¿Amaranta dejó su leche?

 

—Deberías buscar a la bruja para que te saque el demonio. —se le marcó una vena en la frente. — No se te olvide que Amaranta es mi esposa, mi mujer y que el infierno del Dios Roto está repleto de mujeres que piensan como hombre.

 

Me tomó del brazo.

 

—¿Para qué sirven las mujeres que no son madres?,¿para qué viven las mujeres que no aman a un hombre?

 

Me aventó, caí en la calle y cerró la puerta. Un niño que vendía esquites se aproximó. “¿Señorita, se encuentra bien?”. Tenía el rostro salpicado de pecas. Mencioné que Cruz me golpeó. Del balcón de una casa vecina se asomó una señora de trenzas larguísimas.

 

—Llamaría a la policía, pero no sirve para ni madres. Yo andaba con el dueño de la tienda. (señaló la que estaba en la esquina), pero una noche se puso jarra, sacó la fusca y me apuntó con ella. Me encerré en el cuarto y llamé a la patrulla, todo para que acabaran chupando juntos en la calle.

 

El niño de los elotes se fue en dirección a la tienda.

 

—San Miguel de la Costa apesta a meados por tanto macho que lo orina.

 

La señora se burló.

 

—Nosotras qué podemos hacer, estamos solas.

 

—Bien dicen que las tarántulas no mean porque se chorrean las patas.

 

El niño regresó acompañado de dos hombres que tomaban una caguama y un panzón que tenía una pistola en la mano.

 

—El chico me contó que el señor Cruz la golpeó y desde hace tiempo quiero romperle la madre porque es un tipo raro. Además no me pagó las últimas cebollas que me pidió fiadas.

 

El panzón golpeó la puerta. Cruz no abrió. La señora del balcón gritó que mejor sí llamaría a la policía. “Por argüendera después te romperé la madre”. Le respondió el panzón y con la pistola golpeó la puerta. El niño sacó uno de los elotes que vendía y lo preparó. Los otros hombres bebían cerveza. Miré al cielo y pedí que una bala se incrustara en el pecho de Cruz; muerto el perro se acabó la rabia. El Niño comía un elote mientras el panzón a puro madrazo hizo un hoyo en la puerta. “Dispara”, mencioné. Los otros hombres gritaron que lo hiciera. Apuntó a la puerta cuando otro hombre apareció en la calle y sacó un arma.

 

—¿Tú quién chingados eres?

 

Mencionó el panzón.

 

Era Teodoro, el primo de Cruz, lo reconocí porque Amaranta me había contado de él. Sentí un vacío en el pecho cuando apuntó a mi cabeza.

 

—Esa mujer anda de tarántula con la esposa de Cruz.

 

 

 

“Virgen del Acantilado, mi esposa me engaña con el salvavidas del pueblo, ahógalo, y si me cumples, juro tatuarme tu rostro en el pecho”.

 

Con qué poca dignidad los hombres hacen sus peticiones, en menos de seis cumbias él se ahogó en mezcal.

 

“Virgen del Acantilado, tú que eres la reina de este cielo, haz que Brisa se fije en mí, de verdad tengo buenos sentimientos hacia ella”.

 

“Otra vez tú, cabrón, nomás no entiendes. Ahora que sé de tus buenos sentimientos menos te haré el milagrito, de pendejos y bienintencionados está repleto el infierno”.

 

“La Virgen del Acantilado se apareció en mis sueños y en vez de ayudarme a regresar con mi mujer, se la robó en un caballo”. Le contó un bigotón a otro que apenas podía sostenerse en pie.

 

 

 

Amaranta regresó a la playa con los ojos extraviados en la noche, su abrazo lo sentí como una despedida, le pregunté donde había estado. Miró atrás. “Nos quieren matar”. Las olas reventaban contra el cerro en el que se han matado hombres que juegan al valiente, lo trepamos como tarántulas. Esa vez, escuché que alguien nos seguía, pero al mirar abajo sólo había despeñadero.

 

En la cima, la luz de luna fue nuestra, nos acostamos sobre la tierra. A pesar del calor Amaranta tenía frío, puso sus manos en mi espalda, me presionó contra ella y sonriendo me dijo que mató a su hombre después de cogérselo, como las tarántulas. Le pregunté por su hijo. “No hay más que decir”. Mencionó enterrando sus uñas en mi espalda. Al poner mi boca en su pezón supe que aún estaba cerca de él, en mi boca navegó leche, escurrió por mis labios hasta mojar la tierra; noche blanca que me embriagó.

 

El sonido de las olas me despertó y Amaranta no estaba junto a mí.

 

El sonido de las olas se volvió ruido porque Amaranta se perdió y una anda descosida cuando le falta el otro latido y la buena cogedera.

 

La ausencia de Amaranta se convirtió en sed, la busqué por el quiosco, donde los enamorados se besan, en el templo del Dios Roto que no me reconfortó, entré a la Alegría, donde el mezcal sólo me sacó la chilladera, la puerta de la casa de Amaranta estaba abierta, en la sala había un cuadro del Dios Roto, en la cocina, un ramo de valeriana, en el pasillo, un muñeco de madera, y en la recámara, un rayito de luz iluminó a una tarántula.

 

Pregunté por ella a la gente de San Miguel de la Costa.

 

“Dicen que en la capital conoció a un hombre que la compró con lujos”. “Aquí entre nos, me contaron que era bruja, que se llevó al marido y a su hijo al inframundo”. “Para mí que andaba en malos pasos, desde niña se le veía lo culebra”. “Me enteré que anda en la capital como mujer de cascos ligeros”. “La vieron meterse en el mar hasta desaparecer entre las olas”. “Acabó en el infierno por andar de tarántula contigo”.

 

Los chismes del pueblo se volvieron ruido.

 

 

 

La esperé a la orilla de la playa hasta que me tumbó el sueño, cuando desperté, la luna llena iluminaba el horizonte donde unos barcos desaparecieron. Sentí una espina en el pecho al darme cuenta que desde la cima del cerro se proyectaba la sombra de una mujer. Lo trepé como si arriba me quedara la vida. Escuché que me seguían y me detuve. Al mirar abajo sólo estaba el despeñadero.

 

Al llegar a la cima sentí la sangre golpeando mi pecho. La luz de la luna resplandeció el cuerpo de Amaranta como un sol negro. Ella ocho veces me miró, ojos no le faltaban para verme. Ocho veces me abrazó, hasta que acabé sobre la tierra. La luna proyectó nuestra sombra en el mar; dos tarántulas entregándose en la noche.

 

Sonó un balazo.

 

La luna marcaba una luz sobre el mar.

 

Teodoro se aproximó, me incorporé y di unos pasos atrás.

 

—El encargo de mi primo fue matarte, pero ahora bajarás conmigo al pueblo, en estas tierras no se puede ser tarántula sin castigo.

 

Teodoro no dejó de apuntarme, miré atrás y preferí seguir a la tarántula que caminó hacia el acantilado.

 

IMAGEN: Dante de la Vega/ EL UNIVERSAL

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