La disección de la bestia

Jul 9 • destacamos, Ficciones, principales • 6825 Views • No hay comentarios en La disección de la bestia

POR MARÍA LUISA LÓPEZ

@campociego

 

Menos de sesenta segundos bastan. Abre los ojos. Toda su vida pasa por su mente como una ráfaga de memoria ansiosa. Furiosa.

 

En él se repite la escena. Emerge adolescente. No. Momento… En realidad han pasado unas semanas… Todo es confuso. Pero ahí está, terminando el dibujo en el que aparece junto a sus padres y hermanos. Al centro, Felipa Sánchez, su madre, con las manos dentro de un círculo que las deforma. Junto a ella, Francisco Galván, don Pancho, y en sus piernas él, sentado con esa profunda mirada y los pies colocados como aves invertidas.

 

En su mano está la lupa de don Pancho que tanto le gustaba usar de niño, y a través de ella se asoma una calavera. Casi un signo premonitorio de su trayecto, del manojo de conflictos, del combate de su vida, de él mismo. En su cráneo una posible hormiga parece succionar sus pensamientos. Quizá de forma dolorosa, tanto como lo fueron las metrallas de sensación punzante sobre sus sienes, penetrantes, por momentos insoportables, a las que nunca llamó migrañas y que lo persiguieron siempre, indeseables hasta para sus peores enemigos, si es que los hubo. Algunos dirán que existieron, pero nadie podrá o se atreverá a darles nombre ni rostro…

 

Detrás están sus hermanos, Eduardo y su sombrero de animales, y Armando, con todo y sus sonrisas. También está Paco. Es la imagen a lápiz que reproduce aquella vieja fotografía en blanco y negro que lo rescata y a la vez lo confronta, mientras se desangra y el aire helado intenta congelar su respiración.

 

Es la madrugada del 29 de mayo de 1982 y su cuerpo pende de un alambre sujeto a una de las paredes externas de este terreno maltrecho del rancho San Isidro del Valle de Chalco. ¿O es el penúltimo día del mes? Apenas tiene fuerza, pero sus pensamientos no paran.

 

Piensa y busca respuestas:

 

—¿Cómo llegué hasta aquí? ¿Cuánto tiempo he estado aquí?

 

Su mente lo traiciona una vez más y como en una mesa de juego van cayendo las piezas del rompecabezas, en la media oscuridad de la madrugada, en desorden, siempre dispersas. El olor de su sangre se mezcla enrarecido con el aroma infantil de Amaranta, su hija que en sólo dos días cumplirá los doce años. Quiere ir a verla, como en cada aniversario, abrazarla, estar ahí. Pero su cuerpo no responde. Está aquí, pero ya no…

 

—¿Cómo llegué hasta aquí?

 

Y su duda apunta hacia la imagen de ese y otros dibujos de infancia o adolescencia, cuando según veredicto de su padre no era el mejor entre los hermanos al sentarse a la mesa para copiar láminas del Viejo Testamento o imágenes de la mitología griega.

 

El sudor helado lo tortura. Pero es inevitable. Su delirio no para. Necesita saber, en principio, cómo es que logró cortarse las venas de ambas muñecas para luego colocar su cuello en un círculo de alambre y colgarse, y luego, con toda calma, engarzarse las manos hasta dejar marcas evidentes. ¿O qué hizo primero?

 

¿Cómo ocurrió? Si al salir de casa y darle un beso a Amaranta mientras dormía, todo lo que quería era regresar a tiempo para su fiesta, conseguir dinero para comprarle el pastel, un regalo. Volver para abrazar a Oti, su niña, que desde nacida muchas veces lo apartó de su ahogo y conflicto, de su constante —para muchos exacerbada— confrontación con todo aquello que no pudo aceptar, que no supo cómo controlar.

No logra recordar qué pasó al salir de casa; no encuentra razón. Semanas hacía que había dejado el alcohol. No puede parar en su intento por recuperar en la memoria los días recientes, sólo aparecen escenas fragmentadas de años atrás.

 

Una respuesta a lo que siente en estas horas de hielo y zozobra, y de la que ya no sabrá, aparecerá incluso como noticia perdida. Página 27, diario La Prensa, martes 1o de junio:

 

PIDIÓ QUE LO MATARAN; COMO NO LO CONSIGUIÓ, SE AHORCÓ CON ALAMBRE

 

Un desconocido se presentó en la comandancia de la policía preventiva pidiendo le prestaran una pistola para matarse o que un policía lo matara. Cuando vio que no cumplían su deseo se retiró dejando en la barandilla dos libretas con extraños dibujos y dos tarjetas, una con un número telefónico y dirección: Lacui 553-56-49. Juan de la Barrera 9a, colonia Condesa, Atlixco y Parque España.

 

Pero al siguiente día, el administrador del rancho San Isidro, Remigio Garmendia, al descubrir que un sujeto se había ahorcado con un alambre, de inmediato dio parte del hallazgo a las autoridades.

 

Grande fue la sorpresa de éstas cuando al examinar al muerto comprobaron que se trataba del mismo que pedía un arma para quitarse la vida. El suicida, antes de ahorcarse con un alambre que pendía de una pared, se había cortado las venas de ambos brazos. Parece que el occiso fue un dibujante con ideas extrañas que dejó plasmadas en sus diversos dibujos y que tal vez éstos estén relacionados con su decisión.

 

Curiosamente, el lugar donde lo hallarán no mostrará rastros suficientes de sangre para suponer que es ahí donde se vació por completo. Muchos años después, cuando Amaranta sea adulta y el tiempo la vista de coraje y dudas al recordar su muerte, confirmará que él no presentaba características de haber muerto de asfixia, como la evidencia de venas reventadas en los ojos por la presión del peso del cuerpo. Tampoco la lengua de fuera ni amoratada, algo que suele provocar el ahorcamiento.

 

No hay lógica.

 

Cada segundo puede significar la prolongación o la nada. Lo sabe desde hace mucho. Quizá desde que doña Felipa lo parió aquel 11 de diciembre de 1945 en San Rafael, ese poblado del municipio de Tlalmanalco, Estado de México, donde por mucho tiempo la vida giró en torno a la fábrica de papel en la que trabajó su padre.

 

Para él no hubo antes, ni ahora, puntos medios. Tan pronto como pudo, cambió la “c” por una “s” en su nombre, de forma contraria a la que aparece en su acta de nacimiento: Melesio Pedro Galván Sánchez. La inconformidad fue su sello.

 

Para él, Melecio, es sí o es no. Blanco o negro, creación o comercialización, capitalismo o socialismo, sumisión o protesta, el buen humor o la rabia, violencia o ternura. Quizá por eso menos de sesenta segundos alcanzan, pero al mismo tiempo son insuficientes. Su transcurrir lo turba, aunque sigue intentando recuperar la memoria de corto plazo. Este frío atípico de madrugada de mayo ya se cuela hasta sus huesos de treinta y siete años. La imposibilidad para moverse llega a la desesperación. Pero por instantes puede respirar un poco mejor.

 

Escucha la voz de su amigo Arturo Pastrana y la de Catalina Jiménez, madre de Amaranta. Intentan serenarlo e indagar más ante sus frases inquietantes. “Me quieren matar.” “Ya vienen, me quieren matar.” Sus voces son más que nítidas. Hace una semana —¿menos?— se lo repitió. Los escucha de nuevo pero no aclara nada. Vuelve a sentir el temor inaudito. Lo había dicho antes, y ellos se inquietan un poco pero no le dan mayor importancia. Piensan: es paranoia, consecuencia en gran medida de su decisión abrupta de dejar el alcohol de forma definitiva. Incluso ahora, en esta situación de inmovilidad, está seguro. Ha hecho bien en no decir nada más. También teme por ellos. No dirá nunca por qué… Bloquea para sí mismo todo lo relacionado con el tema.

 

La última noche en que algunos pudieron verlo, el jueves 27 de mayo. Amaranta fue a dormir con él a casa de sus padres en San Rafael —adonde regresó luego de su divorcio con Catalina—, ahí mismo, en su pueblo, su lugar de residencia por azar y por elección, siempre el del retorno certero, aunque desapareciera a veces por semanas. Hasta hoy, que intenta moverse y volver.

 

No lo imaginó hace un par de días, pero luego de treinta años ella mantendrá el recuerdo intacto: esa noche, recostado sobre la cama, habló solo, como si conversara con alguien. No había nadie más. Ella, Oti, supuestamente dormía. Sólo fingía para cuidarlo, hasta que el sueño la venció. Con los años incluso sentiría culpa —aunque no debía— por haberse dormido y no haberlo detenido cuando parecía no estar bien. Pero, sobre todo, cuando creció y sospechó que quizá él necesitó apoyo para enfrentar no sólo las emociones y los conflictos filosóficos o éticos de carácter temporal, sino tal vez un trastorno mental que pudo llamarse esquizofrenia y pudo llevar a ese tipo de comportamiento. Nunca habrá certeza. Siempre la posibilidad. Nadie a su alrededor pudo advertirlo.

 

—¡No hay explicación para estar aquí! ¡Quiero salir!

 

Pero está afuera. En este paraje a la intemperie y con este frío atípico de mayo, bajo la presión de los segundos que parecen horas goteando frente a él, a su alrededor, dentro… Su esfuerzo alcanza para mover el pie izquierdo. Toca apenas una de las piedras amontonadas sobre el suelo.

 

Es cuando recuerda: hace unos días Catalina lo soñó llegando a su casa y la de Amaranta, amenazando, entre risas, con que se iría y se llevaría a la hija de ambos.

 

—Yo no le haría eso a ninguna de las dos, ¿cómo pudo soñarlo?

 

También le viene a la cabeza que llegó a golpearla por sus desacuerdos, aunque siempre rechazó la opresión ventajosa sobre el otro. El remordimiento contradictorio lo carcome. Quizá está de más. Llegará el tiempo en que ella elegirá quedarse con lo mejor de su convivencia. Incluso deseará “poder transformarse” en uno de sus dibujos y de forma mágica volverlo a la vida.

 

En estos segundos de sudor helado, sólo sus pensamientos pueden perder el control. Su cuerpo está casi inerte. Distinto de días pasados, cuando un goteo en las sienes, un temblor completo, náuseas y el empeño por vencer la tentación de beber no lo dejaban en paz. Habló sobre el suicidio con Amaranta. Le dijo: “Es algo tonto y egoísta, quien lo comete no piensa en los seres queridos”. Ella nunca lo olvidará. Tampoco el sueño previo: “Cuatro judiciales con cara de marranos” que lo golpean salvajemente en un lugar extraño, mientras pide ayuda y dice: “Amaranta, te quiero. Que seas feliz”.

 

Lo único que puede mover es la mirada. Atisba a su izquierda, a su derecha, arriba, abajo. A lo lejos, el aullido de un perro le trae la presencia del Púas y el Trotski. Es un aullido que alcanza un tono doloroso que lo vuelve a la desesperación de un reloj que no dice la hora.

 

Quiere huir. Este lugar le parece extraño.

 

—Mis libretas. ¿Dónde están mis libretas? No las pude haber perdido… —son las frases que repiquetean, que hacen sentir ese dolor punzante.

 

No puede batirse, ir en busca de ellas ni de Amaranta. ¡Amaranta! De la desesperación pasa a la ansiedad. O ambas se mezclan. Tiene que hacer algo, no debe verlo así. ¿Dónde están sus libretas, sus tesoros, sus dibujos? Son magníficos, no puede perderlos, son lo mejor que ha hecho en la vida.

 

Lejos, muy lejos está de imaginar que en unas horas —¿un día?— su cabeza ya no será la hoguera de recuerdos en desorden, vehementes, furiosos, disparando sensaciones incontrolables que sólo acrecientan su desesperación por hablar, correr, respirar.

 

Será entonces cuando el azar lo traiga de nuevo a casa. No antes, no ahora. Será cuando una enfermera vecina, por una de esas casualidades, llegue ahí con otro cadáver y se tropiece con el suyo en la morgue de la Cruz Roja de Chalco, donde estará por horas como un desconocido. Sólo entonces ella avisará a su hermano Eduardo.

 

Para esos momentos ya habrán llamado a su amigo Arnulfo Aquino, artista plástico como él, el de la Academia de San Carlos, el de las borracheras divertidas, peligrosas, el de las conversaciones interminables, el de los debates sobre los ideales políticos y la no comercialización del arte.

 

Pero ¿cómo llegaron a las autoridades sus libretas de dibujos con las que salió de casa, su agenda con su número telefónico? Dirán que él mismo las entregó cuando fue a pedir un arma para matarse. Eso dirán. Aunque prácticamente toda su vida odió a los policías, vivió en el extremo de pensar que todos eran corruptos y opresores. ¿Cómo entonces recurriría a ellos para pedir que lo mataran?

 

En una de sus libretas, “un cuaderno de pastas gruesas color café de aproximadamente veinte centímetros cuadrados, de aproximadamente cien hojas”, hallarán sus “dibujos ilustrados de figuras mountrencas o representando animales con figura de humanos y representando diálogos entre las mismas”. Sin tener idea de la grandeza de su obra, de su virtuosismo y su destreza, de su habilidad para el dibujo como pocos en la historia del arte mexicano. Eso les tocará decirlo a otros, y él ya lo sabe. Otros también lo habrán reconocido preguntándose por qué nunca quiso entrar en el circuito comercial del arte. Uno de sus permanentes conflictos. Si lo hubiera hecho, la función social en la que siempre creyó se hubiera ido por la borda. Dirigir el arte hacia abajo y no hacia arriba era su consigna.

 

La crudeza de la inmovilidad lo aterra, comienza a sentir que han venido por él. Que tenía razón hace unos días: “A Melecio lo quieren ver muerto”. Esta madrugada comienza a querer decirle algo.

 

Pero la respuesta no será para él. Llegará, con toda la confusión y desesperación heredadas, primero a los familiares y amigos que acudan al encuentro con la escena grotesca, luego a los otros que finalmente se enteren de que todo ha terminado.

 

Tiene que hacer algo. Moverse, simplemente.

 

No pasarán muchas horas y la tortura comenzará para ellos.

 

Llegarán. Llegarán sus hermanos Eduardo y Juan (Paco). También Arnulfo y Heraclio Ramírez, otro de sus grandes amigos al final de su vida, con quien compartió lo que con nadie: la militancia política encubierta.

 

El cuadro es insoportable. Pasarán casi tres décadas y aún será difícil recordarlo, hablar de él. Un pesar que quedará tatuado.

 

Estará ahí. Tirado sobre el piso del forense. Con las marcas evidentes en brazos, muñecas, cuello y pecho, huellas de que fue atado con alambres o cuerdas. Es él. Melecio. Lo habrán identificado.

 

Vendrá luego el sombrío funeral. El desconsuelo de sus padres, sus hermanos, Catalina, sus amigos, Amaranta —Oti—, a quien tanto le costará dejar la culpa.

 

También las discusiones para decidir si se solicita reiniciar la investigación sobre lo sucedido. Todos coincidirán: no hay más que hacer. Se ha ido y el temor a las represalias es más fuerte. La versión oficial quedará invulnerable. Aunque nadie la creerá.

 

De todas formas sucederán cosas raras. Su familia recibirá amenazas de hombres desconocidos. El deseo de saber lo que le sucedió para llegar hasta aquí, desangrado, torturado, quedará enterrado también. Es lo mejor para este encabronado desconsuelo.

 

La versión del suicidio, consignada en la averiguación CHA/552/82 de la Procuraduría de Justicia del Estado de México, un documento plagado de irregularidades, errores ortográficos, planteamientos ilógicos y lagunas, sólo contará con las firmas del agente del ministerio público Horacio Jaramillo Vences y el secretario Alejandro Cornejo Ceja. No habrá firma médica que avale que fue él quien se quitó la vida.

 

Un poco más de tiempo y su cuerpo hubiera terminado en la fosa común. Nadie sabría de su paradero. Su nombre se hubiera sumado a la lista de los miles de desaparecidos con que está tapiada la historia del país.

 

La madrugada parece nueva, pero el tiempo corre.

 

—¿Cuánto llevo aquí?

 

¿Cuánto ha pasado? ¿Cinco, diez segundos? ¿Una hora? Una eternidad y ese fatídico reloj que no marca, no llega ni al minuto transcurrido. Bastan unos segundos para recorrer su historia, siempre fue así. Siempre un vivir y morir a cada instante. ¿Morir? ¿Cuántas veces ha pasado ya?

 

En media oscuridad surge el paisaje en pleno. San Rafael. Su refugio. Alguien dirá luego de su muerte que “es una visión boreal de Macondo” y de ahí su fascinación por Cien años de soledad, que culminaría en la serie de dibujos a color —que tan poco solía utilizar, quizá por su afán por los extremos, el blanco y el negro…—. No en vano Oti lleva por nombre Amaranta, uno de los personajes de la historia.

 

Abandonó los estudios de contaduría que comenzó siguiendo los pasos de sus hermanos. Lo suyo era otra cosa: la exploración humana, colectiva y personal a través del arte, del dibujo como máxima expresión de la imagen. Nadie olvidará el impacto —hasta hoy— de su reproducción de juventud de La Gioconda, esa sonrisa de copia casi perfecta que determinó su ingreso en la Academia de San Carlos, que pronto dejó por considerar ¿deficiente? su enseñanza. Eran años de rebeldía, la marcada década de los sesenta. Después de todo gran parte de su conocimiento lo adquirió de forma autodidacta o por propia iniciativa, ampliando las referencias escolares o académicas. Así profundizó en sus grandes influencias: Alberto Durero, Francisco de Goya, Leonardo da Vinci o Gustave Doré. Los mexicanos Leopoldo Méndez, Julio Ruelas, José Guadalupe Posada.

 

Pero fue ahí, en San Carlos, donde encontró a varios de sus grandes amigos: Arnulfo Aquino, Rebeca Hidalgo, Jorge Pérez Vega, Salvador Camelo, Eduardo Garduño, a quien debe su desvelo encendido por la literatura de Thomas Mann.

 

Bien recuerda ahora, en estos segundos de pausa, la única frase en cursivas escrita en La montaña mágica: En nombre de la bondad y del amor el hombre no debe dejar que la muerte reine sobre sus pensamientos.

           

Este sudor helado ha disminuido en intensidad. Mientras, muchos de sus dibujos comienzan a repetirse a la vez que cierra momentáneamente los ojos, forzado por un cansancio de segundos cayendo a tal lentitud que siente haber pasado demasiado tiempo.

 

Los dibujos de su exposición temprana, a los veintitrés años, en la Galería Antonio Souza, a inicios de 1968, cuando sólo se exhibía lo que se consideraba importante —ahí estuvo uno de sus contemporáneos con quien compartía técnica, el polémico y destacado José Luis Cuevas, representante de la Generación de la Ruptura—. Sus obras a tinta, cera y lápiz de entonces, más cercanas a las formas clásicas, ya estaban modeladas por líneas que contribuían a figuras de tintes desarticulados y de carácter bestial o monstruoso. Desde entonces predominó el efecto dramático pero magistralmente desarrollado.

 

Aun antes de entrar en San Carlos, ya lo obsesionaban las perversiones de la condición humana, y eso terminó reflejándose en su trabajo: la corrupción, el oportunismo, el atropello, la injusticia social, el éxito fácil… ese que finalmente lo llevó a rechazar una mayor difusión de su obra con la intermediación de galerías.

 

No hay que olvidar otra de sus escasas exposiciones, la del espacio G. de Wichita, Kansas, en 1970. Treinta y cinco dibujos que sedujeron a todo espectador y trajeron más invitaciones importantes que a la postre no atendió. No soportaba la idea de una obra suya colgada en una sala del “mundo capitalista”.

 

Afuera queda entonces el “Comunicado Gráfico Número 1”, obra tridimensional y colectiva que aborda, una vez más, el tema de la violencia en la Ciudad de México, que realizó con sus compañeros y amigos del grupo MIRA, integrado por la mayoría de los artistas que conoció en San Carlos, y que obtuvo el primer lugar en el certamen de Gráfica Combativa.

 

Antes o después, artistas y críticos reconocerán la maestría de su trazo:

 

Melecio fue uno de los más conspicuos dibujantes e ilustradores que ha dado México […] La línea, su dirección, su desplazamiento, fue para Galván un proceso conclusivo en sí mismo. No hay manchas, accidentes provocados o imprevistos, borrados, sombrados artificiosos ni collages en sus dibujos, y cada uno de éstos es una obra concluyente que se basta a sí misma, incluso los que pueblan su sorprendente cuaderno de apuntes; es claro que poseía un especial talento para dominar la relación entre la idea preconcebida y el manejo del trazo. Fue dueño además de un oficio impecable.

TERESA DEL CONDE Doctora en historia del arte

 

Después de Picasso y, en México, después de José Luis Cuevas —pienso, por ejemplo, en La gusanera— no es fácil hacer de la figura humana el lugar de experimentación y generación de las formas sin que el resultado, al menos en lo que conocemos del ámbito local, no aparezca débil en relación a los modelos. En su corta vida, Melecio Galván no sólo consiguió salir airoso de tal confrontación sino que, además, se reveló a sí mismo como un gran dibujante […] Quiso articular el expresionismo de nuestro siglo con el aliento casi épico de los grandes maestros renacentistas.

LELIA DRIBEN Investigadora y crítica de arte

 

Pocos artistas en México llegaron a dominar a la perfección y con tal tenacidad su lenguaje, porque en el caso del dibujo es donde en arte sí puede hablarse de lenguaje.

IDA RODRÍGUEZ PRAMPOLINI Doctora en letras con especialidad en historia

 

El viento se enfurece, tanto que le hace abrir los ojos para sólo encontrar sombras luminosas que caminan frente a él, hacia él, y lo inunda un terror pasmoso. Es como si algunos de sus más recientes dibujos, los de su serie “Militarismo y represión” —vista por sus más cercanos y en los que se evidencia su mayor logro de concreción estética y conceptual—, cobraran vida. Nada más puede salvarlo, sólo sus lucubraciones.

 

Este lugar sigue siendo extraño. Él se reconoce como extraño. Después de todo, siempre fue así. No es un secreto para él que los otros, casi todos, lo miren como tal. ¿No serán ellos los absurdos?

 

—¿Cómo es que llegué aquí?

 

Aquí y a San Francisco. Es 1971. Lleva un par de años casado con Catalina. Pero le cuesta entender “la vida de artista”. Así que en busca de calma y en la propia permanente búsqueda, el viaje a los Estados Unidos viene bien, aunque sea un conflicto visitar el “imperio”. Días con Arnulfo Aquino y Rebeca Hidalgo, intentando calmar al tiempo la frustración que le dejó su participación en el movimiento estudiantil —que sin duda lo marcó, dice Carlos-Blas Galindo, para plasmar en su posterior obra los cuerpos represivos del Estado—, que por naturaleza se dio a través del apoyo gráfico que más tarde tendrá reflejo en el libro La gráfica del 68.

 

Aún le toca vibrar con el mundo de la psicodelia y la música de Jimi Hendrix y Janis Joplin y lo que queda de la revolución hippie. Experimenta con alucinógenos pero evita las “otras” drogas, que “representan la penetración capitalista”.

 

Y se encuentra con Patricia, esa linda pintora chicana que acabará alejándose cuando el embarazo de Catalina.

 

También ahí se refuerza su convicción de la función social del arte. Se involucra con latinos y se identifica con luchas de migrantes y farm workers. Trabajo mural y de ilustración, dibujos para el periódico Basta Ya, que edita el grupo chicano Los Siete de la Raza, son parte de ese ciclo que lo revitaliza sin dejarlo del todo satisfecho. Ha buscado una pausa en sus replanteamientos estéticos.

 

A su regreso a México no hubo más. Tenía una hija que necesitaba comer, vestir, ir a la escuela. Y aunque se confrontó al límite, buscó trabajo de paga segura. Comenzó a ilustrar algunos libros de texto para la Secretaría de Educación Pública, donde en 1974 conoció al artista Heraclio Ramírez. Otra vez el sentido del servicio a la sociedad. Lo que en otros era un trabajo “para la chusma”, para ellos simplemente era un camino, un buen camino.

 

Luego comenzaron a ilustrar libros de la serie infantil “Expresión y comunicación” del Centro de Estudios de Medios y Procedimientos Avanzados para la Educación (CEMPAE), coincidiendo con otros artistas como los hermanos Alberto y Miguel Castro Leñero. Todos admiraban su destreza y genialidad. Nunca lo dijo, pero en el fondo le gustaba mucho el reconocimiento. “Era un poco retraído, pero sí, sabía que era una chingonería. Y lo era”, dirá sin cortapisas Heraclio, ufano de su amigo. Treinta años después Heraclio lo recordará entre risas amargas. La broma constante era: “Tú eres el Sancho Panza de Melecio”, aunque no tenía panza.

 

De 1974 a 1979 el artista, que también se había involucrado —aun sin conocerlo— en el movimiento del 68, se convirtió en su enlace con la realidad cotidiana, quien lo conectaba desde su “dimensión de Quijote” que luchaba contra los molinos. Sobrino de Adolfo Ramírez Castillo, uno de los fundadores del Partido Comunista Mexicano, Heraclio se volvió “el traductor de la sabiduría” de Melecio, estética y política en la que coincidieron plenamente. Como pocos a su alrededor, el uno encontró en el otro una “percepción metafísica” que intentaban comprender y calmar.

 

—Heraclio, siempre fuiste mi “marxista zen” —repite, y su difícil respiración se detiene en una sensación de paz inconclusa.

 

Durante algún tiempo compartió con él una vivienda en la Ciudad de México, y juntos comenzaron a impulsar iniciativas en pro de los derechos laborales no respetados en el CEMPAE. Hubo incluso presencia de judiciales en vigilancia. No faltó “gente de izquierda” que los asesoró para lograr mejoras a favor de los trabajadores y para que ellos mismos fueran reinstalados luego de un despido temporal.

 

En ese proceso fue que “esa gente de izquierda” los vinculó a “reuniones secretas” que se realizaban cerca de Ciudad Universitaria y a las que asistían chilenos, nicaragüenses, cubanos y mexicanos miembros de la Liga Comunista 23 de Septiembre. En esa militancia que comenzó con debates y lecturas marxistas, el pacto principal era no contar nada. Treinta años después, Heraclio lo relata con cierto recelo, aparentemente despreocupado. Él mismo recuerda que quienes asistían a las reuniones a veces parecían mentir, sobre todo cuando llegaban “los iniciados”, cambiando su nombre y otros datos. Y de algún infiltrado en el gobierno federal recuerda el nombre perfectamente, pero juró con Melecio no decirlo. Y no. No lo dirá. “Era incluso una moda ser de izquierda. Pero no cualquiera, y aquello no era un juego.”

 

También Heraclio cuenta que intentaron capacitarse físicamente para ver si resultaban elegidos para el camino de la guerrilla. El Bosque de Chapultepec era uno de los sitios donde entrenaban. Quizá nunca vencerá, como Melecio, el temor a una represalia al contar “esas verdades”, a pesar de tanto tiempo transcurrido… Terminaron colaborando como sólo ellos podían hacerlo: dibujando carteles y propaganda para diversas organizaciones de solidaridad con “los movimientos”, con sede en México y otros países como El Salvador y Nicaragua.

 

Cambiaron de casa en aquella época, cuando alguna vez se sintieron vigilados por un automóvil sospechoso. Eso duró hasta 1980, dos años antes de que Melecio terminara aquí, en este lote baldío del rancho San Isidro. Para Heraclio es poco factible que la respuesta que ahora se busca estuviera ahí, en la subversión. Él tiene otra teoría. Al igual que sus amigos de MIRA y los miembros de su familia, muchas veces fue testigo de lo agresivo que Melecio se podía tornar al encontrarse con un policía, incluso sin razón alguna. “Quizá eso pasó. Quisieron darle una lección y se les fue la mano, buscando ocultar lo que en realidad sucedió…”

 

La paz inconclusa lo abandona. Siente haber pasado años en esta inmovilidad de frío.

 

—Necesito más tiempo —piensa por primera vez. Time.

 

Hace cuatro semanas estaba al lado de su hermano Vicente. Lo visitó en la refinería Pajaritos de Pemex, en Coatzacoalcos, donde se desempeña como ingeniero petroquímico. Él no lo vio deprimido ni preocupado ni inquieto en exceso. Lo cierto es que Melecio ya dedicaba bastante tiempo a escuchar una sola canción: Time, de The Alan Parsons Project: “Time, flowing like a river / Time, beckoning me / Who knows when we shall meet again/If ever/But time/Keeps flowing like a river / To the sea. / Goodbye my love / Maybe for forever…”

 

Luego de treinta años, Vicente apenas se animará a insinuar su sospecha, no sin recordar que doña Felipa, su madre, presintió que esta vez no regresaría. Uno de sus amigos —no revela quién— le dijo que no debía investigar más sobre el misterio de la suerte de Melecio. “Son cosas del sistema y los tienen bien identificados.” Nada hicieron. Pero pasado el tiempo dirá que fue entendiendo “cosas de antes”. Previamente ya le habían dado unas “calentadas” porque andaba metido en “cosas difíciles”. Una vez lo torturaron policías que terminaron arrojándolo de un vehículo en movimiento en la carretera de Cuautla, Morelos, desnudo y metido en un costal.

 

—Esa vez se salvó… —dice Vicente como queriendo dejar de hablar.

 

Y deja de hacerlo.

 

Casi no alcanza a dar ni media bocanada. En realidad quisiera que todo terminara ya.

 

Qué ironía, buena parte de su obra es testimonio de su interés permanente, casi obsesivo, por el tema de “la disección de la bestia” o los alcances de la violencia humana, particularmente la serie en la que trabajaba hasta hacía unos días, “Militarismo y represión”, que inició a mediados de los setenta.

 

La suya podría ser una historia del México reciente. De treinta años después de estos casi sesenta segundos de frío atípico de mayo de 1982.

 

La suya es ésta, la que contaremos otros, pero de la que no se podrá dar su última versión. La imaginamos porque no hay justicia que la cuente. Porque a tres décadas de esta noche de frío atípico de mayo que le congela la mirada, la historia será la misma, llena de miles de personas desaparecidas que no tuvieron la suerte de ser reconocidas por un vecino en la morgue.

 

Casi sesenta segundos bastaron

 

* Capítulo de El libro rojo. Continuación vol. IV, Gerardo Villadelángel Viñas (coord., cur., y ed.), México, Fondo de Cultura Económica, 2016.

 

*ILUSTRACIÓN: “Festín”, de la serie Militarismo y represión, 1980, Tinta sobre papel, 48 × 65 cm.

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