Lewis Carroll, fotógrafo de niñas

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POR ANA CLAVEL

 

Con el nombre de pluma de Lewis Carroll, el diácono inglés Charles Ludwige Dodgson (1832-1898) publica las Aventuras de Alicia en el País de las Maravillas en 1865. El personaje central es una heroína infantil que se desliza a un mundo fantástico en el que la sin-razón es ley. En la historia, Alicia es una niña encantadora, bien educada, curiosa y sagaz, cuya lógica pone en permanente estado de duda las evidencias que se le presentan como inobjetables. Del personaje literario, crisol de asombro existencial e intelectual, ha dicho, por ejemplo, Octavio Paz:

Las dudas de Alicia nos muestran hasta qué punto el suelo de las llamadas evidencias puede hundirse bajo nuestros pies, (…) las dudas de Alicia no son muy distintas a las de los místicos y poetas. Como ellos, Alicia se asombra. Mas ¿ante qué se asombra? Ante ella misma, ante su propia realidad, sí pero también ante algo que pone en tela de juicio su realidad, la identidad de su ser mismo”. [1]

 

Por su parte, la niña real de quien tomó el nombre el personaje, Alice Liddell, contribuyó a forjar el mito de la enfant fatale en la medida en que su imagen amada aparece y desaparece en los entretelones de un diario censurado, se oculta en los derroteros de la vida misma que la convierten muy joven en la Sra. Hargreaves, casada con un alumno del propio Carroll, pero sobre todo resplandece en las imágenes que le tomó Carroll con la seducción y la belleza del misterio fotográfico.

 

El discurso del deseo

 

Poco después de ordenarse como diácono en Christ Church, y de ser cinco años profesor de matemáticas de la Universidad de Oxford, el 4 de julio de 1862, según registra en su minucioso diario, durante un paseo con las hermanas Liddell, Carroll inventó el relato que inicialmente se llamaría “Las aventuras subterráneas de Alicia”. La historia es de sobra conocida entre sus seguidores: él y su amigo, el reverendo Robinson Duckworth, llevaron a las hermanas Liddell —Lorina de trece, Alice de diez, y Edith de ocho— a un paseo en barca por el Támesis. El autor improvisó la narración, que encantó a las niñas, al grado que Alice le pidió que le escribiese la historia. Carroll no durmió esa noche a fin de terminar un primer manuscrito que después ilustraría con dibujos propios para regalarlo a la pequeña en Navidad. El obsequio concluía con un retrato oval de su destinataria tomado por el propio Carroll.

 

Algunos meses después, súbitamente, los paseos y las fotografías tomadas a la pequeña Alice se suspendieron. A la madre de las niñas llegó a molestarle la asiduidad de Carroll. Mucho se ha especulado al respecto, incluida la hipótesis de una petición de mano que el especialista Jean Gattégno rechaza terminantemente. Tres años después de la tarde veraniega en que se originó la historia narrada por el autor, Carroll se topa con Alice en un patio del colegio en 1865. Entonces escribe en su diario: “Alice parece haber cambiado mucho, y no para bien; sin duda pasa ahora por esa desagradable fase de transición”. Ella tenía en ese tiempo doce años. De ser una niña en toda la extensión del significado, se había convertido en… ¡una nínfula!

 

No deja de ser revelador que sólo un par de años más tarde, en 1867, escriba Alicia a través del espejo, cuya distancia respecto a la heroína original —más intelectualizada, más compleja y abstracta— es evidente. Según Gattégno esa distancia marca también un alejamiento respecto al objeto de su deseo y en cierto grado una renuncia: “… cava deliberadamente un foso entre la heroína y el escritor, y así oculta aún más el discurso del deseo”.[2] Gattégno apela a la opinión de la escritora Hélène Cixous en este punto:

 

Carroll quería contar una historia a una niña; la historia divaga, la niña cambia, el Deseo se convierte en el único amo de un espacio que no está orientado por ningún tiempo; mientras tanto, aquel que dio la señal de partida se lamenta y confiesa sus angustias de adolescente viejo y masoquista en versos llorosos.[3]

 

Pasados los años, en una carta enviada a la Sra. Hargreaves, nombre de casada de Alice, el 1 de marzo de 1885, reconoce la importancia de su antigua amiga, con quien de adulta tiene ya escasa relación, en los siguientes términos: “La imagen de mi corazón de aquella que fue mi ideal amiga-niña a través de tantos años, es más clara que nunca. Desde aquella época he tenido docenas de amigas-niñas, pero con ellas todo ha sido diferente…”[4]

 

Borges lo resume de un modo brillante, al sugerir que en el personaje de Alicia el autor cifró una imagen de sí mismo, la mirada tierna, amorosa, compasiva de un Narciso que se contempla en un alter ego idealizado y profundamente amado:

Dodgson, según se sabe, fue profesor de matemáticas en la Universidad de Oxford; las paradojas lógico-matemáticas que la obra nos propone no impiden que esta sea una magia para los niños. En el trasfondo de los sueños acecha una resignada y sonriente melancolía; la soledad de Alicia entre sus monstruos refleja la del célibe que tejió la inolvidable fábula. La soledad del hombre que no se atrevió nunca al amor y que no tuvo otros amigos que algunas niñas que el tiempo fue robándole, ni otro placer que la fotografía, menospreciada entonces.[5]

 

Con la renuncia a la fotografía —verificada abruptamente en 1880, veinticuatro años después de iniciada, dando fin a la más larga relación amorosa de Dogdson—, se escinde por completo el mundo de la primera Alicia, la del País de las Maravillas, respecto a la segunda, la de A través del espejo, del mismo modo que la Alicia niña-eterna, amiga-niña ideal, se distancia de la Alicia de la vida real que no para de crecer… Para Jean Gattégno “no es Alice Liddell la que Carroll hace vivir y revivir en su cuento; es una imagen ideal: la suya”. Aunque también reconoce que “no puede negarse que esta imagen es, en parte, el resultado de la contemplación apasionada de una niñita de carne y hueso”, del mismo modo que cada quien en la vida o en la literatura “cree leer, en el rostro o en el destino de otro, su propio rostro y su propio destino”.

 

James Mathew Barrie, el autor del célebre libro Peter Pan y Wendy, llegó a afirmar que “nada pasa después de los doce años que importe mucho”. Por su parte, Lewis Carroll, a través del personaje de Humpty Dumpty, llegará a decir respecto a la edad de Alicia: “una edad bien incómoda. Si quisieras seguir mi consejo te diría ‘deja de crecer a los siete’…, pero ya es demasiado tarde”. En abierto rechazo a la pubertad, llegará a afirmar en una carta a una dama:

Cerca de nueve o diez de mis amistades infantiles han naufragado en aquel punto crítico en que “el arroyo desemboca en el río”, y las amigas, antes afectuosas, se convierten en relaciones sin interés, que no tengo el menor deseo de reanudar.[6]

 

Fijar la belleza fugaz

 

El 18 de marzo de 1856, con la compra de una cámara oscura de quince libras, da inicio la historia de una pasión que sólo concluirá, tajantemente, en 1880, es decir, 24 años después. A las primeras experiencias de fotografías de grupos familiares y personalidades de su medio, poco a poco, van tomando importancia las fotografías de niñas: naturales, disfrazadas y, a partir de 1867, desnudas. Niñas a las que conquistaba con sus juegos de palabras y de ingenio, con historias, con dibujos, con regalos. Con una fruición de verdadero coleccionista, en una anotación de su diario del 25 de marzo de 1863 —apenas unos meses después de aquella tarde memorable de julio de 1862, cuando inventó la historia de Alicia para las pequeñas hermanas Lidell de paseo por el Támesis— llegó a contar 107 nombres de niñas, agrupados por sus nombres de pila: todas las Alice, todas las Beatrice, todas las Evelyn juntas, sólo diferenciadas por su fecha de nacimiento. “¿Cuál era la naturaleza de la extraña fascinación que ejercían sobre él?”, se preguntará Brassaï en el prólogo titulado “Lewis Carroll fotógrafo o el otro lado del espejo”. Más allá de una posible interpretación psicoanalítica, el fotógrafo húngaro que fue Brassaï responde con una versión de índole más humana y evidente:

Carroll nunca amó —aunque él así lo creyera sinceramente— a una u otra niña, sino, a través de ella, a un cierto estado fugitivo, transitorio, este breve instante del alba que despunta entre el día y la noche. Todas sus amigas-niñas no eran más que las médiums, las reveladoras de este estado y, gracias a ellas, el poeta conservaba el espíritu de la infancia. El reverendo Charles Lutwidge tuvo que luchar constantemente, desesperadamente, toda su vida, contra la irremediable marea del crecimiento que se las arrebataba una tras otra. Cada una de ellas no podía asumir su tarea más que durante un corto periodo de tiempo, en tanto que en su cuerpo de niña nada revelaba todavía a la mujer. En cuanto sus sentidos se despertaban, sus senos crecían, era el fin, y el honorable clergyman se veía condenado a reemprender la caza…[7]

 

Y con ello, perfila la razón por la cual para Carroll fue tan importante la fotografía: porque era el medio para preservar en el tiempo la inocencia de sus niñas, para fijar su belleza fugaz. Así fue también, al seguir el curso sinuoso de su pasión, que contribuyó a fijar el mito. Las fotografías de disfraces muy pronto derivaron al desnudo. En 1867, su diario registra la primera alusión a una fotografía de desnudo: “La señora L. trajo a Beatrice y tomé una foto de las dos; tomé otras, en seguida, de Beatriz sola, sans habillement…”, es decir, sin ropa. Varios son los eufemismos que Carroll utiliza cuando logra que sus pequeñas modelos posen en camisón o sin prenda alguna: “vestidas de nada”, “vestido de noche”, “una modelo indiferente en cuanto a su vestido”. Por supuesto, están acompañadas de sus madres que, en principio, de acuerdo con la visión de pureza victoriana respecto a la infancia, no veían nada malo en el cuerpo desnudo de los niños. En una nota de 1879, apenas un año antes de que abandone abruptamente la fotografía, escribe sobre una madre que le había confiado a sus pequeñas para una sesión fotográfica:

 

Había prevenido a la señora que las dos niñas estaban, en mi opinión, tan nerviosas que no les pediría siquiera que aparecieran con los “pies descalzos”. Pero quedé agradablemente sorprendido al constatar que estaban dispuestas a desvestirse como uno quisiera; y que parecieron fascinadas de correr completamente desnudas. He tenido mucha suerte de encontrar una modelo como X: un rostro muy bonito y un hermoso cuerpo…[8]

 

Un camino sin retorno

 

Según Brassaï, durante julio de ese año, 1879, se registró el mayor número de niñas fotografiadas por Carroll, “bien acostadas sobre el diván, bien sobre una manta, con un atuendo ‘reducido a nada’”.[9] Es en este paroxismo, donde Jean Gattégno sitúa también el origen de la crisis. Así se refiere a la sesión fotográfica con ese par de niñas al principio nerviosas, pero muy pronto dispuestas a desvestirse y correr desnudas frente a la mirada del fotógrafo:

 

¿Hay algo de sorprendente en que esta sesión se realice precisamente un año antes del abandono brutal de la fotografía? Independientemente de las convenciones de la época respecto a las fotos de niños —las familias victorianas adoptaban, al parecer, los desnudos infantiles—, era inevitable que ciertas madres de familia acabaran inquietándose ante la propensión de Carroll por desvestir a sus hijas… Algunas madres de familia, por lo demás, debieron inquietarse aún más porque Carroll conservaba con él los negativos de estas fotos de artista, lo que podría dar lugar a cierto escándalo.[10]

 

El camino no tenía retorno. De los placeres de la fotografía, situados en un principio en lograr una maestría técnica, se pasó a la contemplación de la belleza a través de las largas sesiones que imponía la fotografía de ese entonces y, de manera culminante, al atesoramiento de los negativos y las impresiones que posibilitaban volver a situarse frente al Misterio cada vez que se lo contemplaba. Ni más ni menos que el tránsito que va de los placeres del voyeur, al fetichismo más febril. La inversión afectiva de Carroll en ese terreno debía conducirlo obligatoriamente a una forma de paroxismo, que tarde o temprano resultaría inaceptable para los otros y para él mismo.

Fetichismo, más que voyerismo, a pesar del gusto por los cuadros vivientes y las escenas melancólicas (“El rapto”, “La pequeña mendiga”, etc.). En una época en que la pose era necesariamente larga, el tiempo de espera se convertía en efecto en un tiempo de goce para quien amaba a su modelo… y este gozo se centraba en la fotografía misma una vez que la modelo había desaparecido.[11]

 

Así pues, con Carroll asistimos no tanto a la entronización de la nínfula como un personaje literario, sino al nacimiento de la hermana menor del mito a través de su registro fotográfico con las diferentes niñas que atesoró para la posteridad: un centenar de imágenes de niñas deliciosas, ensoñadoras, misteriosas, y apenas cuatro imágenes de desnudos perturbadores, coloreados a mano, que se han conservado, no obstante la resolución final del autor de quemar los negativos.

Las cuatro fotografías de desnudos que sobreviven fueron conservadas por las familias de las pequeñas modelos y adquiridas posteriormente por la Rosenbach Foundation en los años cincuenta. Después constituirían el núcleo del libro editado por M. N. Cohen, Lewis Carroll, Photographer of Children: Four Nude Studies.[12] Un libro hermoso y perturbador como lo es vislumbrar de manera frontal el deseo y las maneras misteriosas en que obra en nosotros.

 

[1] Octavio Paz, El arco y la lira, México, Fondo de Cultura Económica, 1982, pp.128 -129.

[2] J. Gattégno, Lewis Carroll, FCE, 1991, p. 43.

[3] H. Cixous, intr. a la edición bilingüe de Alicia a través del espejo, Aubier-Flammarion, 1971, p. 17.

[4] Brassaï, “Lewis Carroll fotógrafo o el otro lado del espejo”, pról. a Lewis Carroll, Niñas, Barcelona, Lumen, 1974, p. 20.

[5] J. L. Borges, pról. a Lewis Carroll, Los libros de Alicia, Buenos Aires, Corregidor, 1976, t. I. Las cursivas son mías.

[6] L. Carroll, Niñas, p. 74.

[7] Brassaï, op. cit., p. 26.

[8] Según J. Cattégno, esta nota fue suprimida del diario de Carroll, pero reproducida por H. Gersheim en su Lewis Carroll Photographer, Dover Publications, Nueva York, 1969, p. 79.

[9] Brassaï, op. cit., p. 25.

[10] J. Gattégno, op. cit., pp. 140-141.

[11] J. Gattégno, op. cit., p. 141.

[12] Publicado por The Rosenbach Foundation and Clarkson N. Potter, Inc., de Nueva York, en 1978.

 

*FOTO: Lewis Carroll tomó a la niña Alice Liddell como modelo para el personaje principal de sus novelas Aventuras de Alicia en el país de las Maravillas y A través del espejo. En la imagen, las hermanas Edith, Ida y Alice Liddell posan para la cámara de Carroll en una fotografía de 1858./Especial

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