Portador de la palabra de un pueblo

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POR SANTIAGO RUY SÁNCHEZ

 

En 2013, Miguel León-Portilla (Ciudad de México, 1926) sumó a su larga lista de reconocimientos el de Living Legend (Leyenda Viviente) que otorga la Biblioteca del Congreso de los Estados Unidos. El título lo describe con fidelidad. Su labor de estudio, reflexión y difusión de las lenguas indígenas ha subvertido fronteras disciplinarias –filosofía, historia, filología, lingüística, antropología, literatura–, y es una inusitada expresión de lo mejor del pensamiento humanista novohispano, con el mismo talante de Andrés del Olmo o Bernandino de Sahagún.

 

En más de medio siglo de trabajo, los libros de León-Portilla han pasado de ser una irreverencia –según sus propias palabras– a una lectura obligada tanto para los niveles básicos de escolaridad como para los programas especializados de posgrado.

 

A pesar de su trayectoria avasalladora –Profesor Emérito de la UNAM, miembro de la academia Mexicana de la Lengua y del Colegio Nacional, Medalla Belisario Domínguez, diecisiete nombramientos Honoris Causa… – y una agenda apretada, don Miguel despacha con la puerta abierta desde su cubículo del Instituto de Investigaciones Históricas de la Universidad Nacional, su segundo hogar. Se reconoce humilde heredero de un linaje al que, a su manera, ha sabido rendir tributo: a modo de pequeño altar, el muro detrás de su escritorio ostenta dos retratos: el de Fray Bernardino de Sahagún y el del padre Ángel María Garibay.

 

“Todo fue gracias a esos dos caballeros. Uno, Sahagún, que en el siglo XVI trasvasó de los glifos y de la oralidad a la escritura alfabética. Inventó un método de captación de una cultura: de su religión, educación, guerra y tiempos de paz… El otro, Garibay, que en las décadas de los 40 y 50 del siglo pasado redescubrió ese caudal gigantesco. Son mis ídolos. Yo me beneficié de lo que hicieron todo eso, porque el que hace algo uno no es un hongo aislado, sino que viene recibiendo de otros; yo retomo. Sin todo lo anterior estaría quizá vendiendo chicles.”

 

Con generosidad y sin escatimar en anécdotas, unos meses antes de llegar a los 90 años, Miguel León-Portilla compartió con Correo del Libro los pormenores de esa pasión de leer y escribir que “por fortuna o por desgracia” es el oficio al que ha dedicado su ingenio y esmero. El doctor León-Portilla teje el retrato de sí mismo: el de un historiador que guía el reencuentro con nuestro pasado indígena, cuyo privilegio ha sido “ser el portador de la palabra de un pueblo, no porque estuviera mudo, sino porque estaba soterrado.”

 

El libro como industria de creación

 

En 1926, cuando yo nací, la ciudad de México era tranquila, tenía 700 mil habitantes. Mis padres me dejaban ir en tranvía al centro para comprar tomos sueltos de Julio Verne o de Emilio Salgari, que me fascinaron muchísimo. Me pasaba horas y horas leyéndolos… ¿Qué es la lectura para mí? Es acercarse a unos signos con tinta que evocan una serie de conceptos. Un gran escritor es aquel que, con su elocución de palabras y argumentos, logra que el lector recree algo en su imaginario que corresponde de algún modo con lo que él quería expresar.

 

Las obras clásicas se recrean permanentemente. Siendo muy joven, leí el teatro griego: Esquilo, Sófocles, Aristófanes. Me imaginaba todo y cuando luego de muchos años puede ver esas mismas obras en el teatro, pensé: ¡yo soy mejor director! Luego, hacia los doce, años, fundé un periodiquito para mis primos y hermanos. Vivíamos en la calle de Joaquín García Icazbalceta de la colonia San Rafael y yo contaba lo que ahí sucedía. Por esas calles venían de repente los toros que iban al rastro y la gente corría cuando venían los toros. Entonces el periódico decía: “el otro día los toros que iban al rastro apachurraron a un pollo los toros que iban al rastro” y más tonterías. Pero así nació en mí la pasión maravillosa de leer y escribir. Añado: nunca usted puede leer dos veces el mismo libro, parafraseando a Heráclito. ¿Por qué? Porque de aquí a dos meses estará en otra tesitura de ánimo e imaginará otra cosa.

 

La lectura es creación. Eso contrasta, por desgracia, con lo que ocurre con muchos niños y jóvenes que nada más ven imágenes en la televisión o en las tabletas esas. En cambio nosotros, mi generación, éramos creadores. La lectura es el medio de transmisión del saber y el que promueve el sentimiento. En los países desarrollados los ciudadanos leen muchos libros al año. Países como los nuestros leen escasamente uno. Si México quiere cambiar tiene que leer. Por desgracia se lee muy poco.

 

En seis meses cumplo 90 años; padezco dificultad para leer porque tengo el problema de la mácula que se degenera. Me cuesta trabajo y me canso. Por desgracia o por felicidad, mi oficio es leer y escribir. Así que usted verá. Pregúntele a mi secretaria si trabajo o no. Creo que quienes tenemos el privilegio de ver libros siempre, en todas partes –mi esposa ya no sabe qué hacer con tanto libro– tenemos la vida más maravillosa. No trabajo –le decía a un rector de la Universidad Nacional– hago lo que se me antoja, tengo secretaria que me ayuda, tengo asistente y encima me pagan. Sufro, pero mi consuelo es éste. No me rindo.

 

La traición en el alfabeto de la oralidad

 

Pensamos que en la cultura mesoamericana todo era anónimo y no es verdad. Hay un vaso maya, precioso, que está en la universidad de Princeton, con un sacerdote que muestra un códice a tres alumnos. Abajo tiene una inscripción: “es verdad que el maíz nos da sustento, pero también lo que está en este libro”; y luego dice: “Nakuk Pech” (una pintura de Nakuk Pech).

 

¿Cómo se trasvasa eso a la escritura alfabética? Además de los jeroglíficos había oralidad. Para quienes no vivimos en ese contexto desconfiamos de la oralidad. Usted quizá apenas se sepa el padre nuestro, el avemaría, una estrofa del himno nacional y punto. Poco sabemos de memoria. Pero en una sociedad donde la oralidad es una institución, en las escuelas se aprendían de memoria los cantares o los cantos divinos, o sea, el contenido de los libros.

 

Al llegar, los frailes buscaron los códices –había más en ese entonces– pero también a los ancianos y a quienes habían ido a los calmécac –casas de estudio–, a los telpochcalli –casas de jóvenes–, para que les recitaran lo que se enseñaba sobre historia, consejos de los ancianos, cantos… Sahagún y sus estudiantes escribían y comparaban con los códices. Era una combinación de glifos, códices y oralidad.

 

Le puedo enseñar muestras de cómo se adaptó el alfabeto latino para representar los fonemas de varias lenguas. En el maya inventaron una “c” para el sonido “ts”, una “c” al revés: “ʔ”. En otros casos como el otomí tuvieron que usar puntos diacríticos. En el caso del náhuatl sobraban letras para representar los fonemas, así que algunos empezaron a anotar vocales largas y vocales cortas. Para el año de 1532 –lo sabemos a ciencia cierta– había como quinientos estudiantes que podían escribir en náhuatl con el alfabeto. Recogieron muchísimos testimonios, por fortuna. ¿Yo qué he hecho? Estudiar los manuscritos y hacer transliteración o paleografía. Luego, teniendo el texto original, traducirlo.

 

Hay un problema terrible en la traducción de cualquier lengua: traduttore, traditore. Rubén Bonifaz Nuño me hacía burla y decía que yo era un gran poeta pero que no me atrevía a escribir poesía. Que tomaba de pretexto la poesía náhuatl, pero que en realidad yo la creaba. Le decía: “querido Rubencito, ¡favor que me haces!” Una traducción literal es terrible, pero apartarse de ella, también. En mi caso y en el de mis alumnos, les digo que uno tiene que estar empapado en el conocimiento –hasta donde podemos– de la cultura indígena.

 

La resonancia en el eco de los vencidos

 

Empecé a interesarme por las culturas indígenas cuando de niño el doctor Manuel Gamio, que estaba casado con una hermana de mi padre, nos llevaba a las ruinas de Teotihuacán, Cuicuilco, Tula. Cuando acompañaba a mi madre al mercado de San Cosme me preguntaba cómo esos indios, que se veían tan pobres, podían haber hecho esas cosas tan maravillosas. Un día fui a ver al padre Garibay y le dije que quería estudiar la literatura y el pensamiento náhuatl. Me regaló La llave del náhuatl y me dijo: “Venga en quince días y prepare las cuatro primeras lecciones. Si no las prepara bien, mejor no venga, porque yo no pierdo el tiempo ni con flojos, ni con tontos”. Regresé y pasé el examen. Desde entonces vi al padre Garibay una o dos veces por semana. Estoy hablando de la prehistoria para usted, desde 1952 hasta que se murió en 1967.

 

Lucho lo más que puedo para evitar que desaparezca el náhuatl, que sigue siendo la lengua indígena con mayor número de hablantes en México: cerca de dos millones; le sigue el maya yucateco con más de un millón; el zapoteco y el mixteco con medio millón cada uno; luego bajamos al mazateco con 350 mil; el purépecha quizá con 150 mil. Hasta unos que son de 30 o 40 mil hablantes, como el kiliwa en Baja California. El español no peligra, lo hablamos cerca de 500 millones con variantes dialectales.

 

En el mexicano promedio todavía queda el trauma de la conquista, que se refrendó durante la Colonia, pues los españoles trataban mal a los indígenas en las haciendas y eso perduró hasta la época de Porfirio Díaz. Pienso que a eso se debió la resonancia inmensa de La visión de los vencidos: oír la voz de quienes estuvieron ahí: “Nosotros lo vimos, nosotros lo sentimos, con esta triste suerte nos vimos afligidos y fue nuestra herencia una red hecha de agujeros.”

 

Con la conquista hubo muchísima destrucción. Comprendo la mentalidad de quienes los quemaron los códices: ellos no eran antropólogos, venían a implantar el cristianismo. Trágico. Diego Durán –fraile dominico– dice: “con un celo muy mal entendido nos dejaron tan sin luz, porque quemaron creyendo que era idolatría lo que era historia, lo que era literatura”. Todavía en el México del siglo XIX, con la mentalidad positivista, el mismo Justo Sierra decía que había que acabar con los dialectos para que México fuera un país de una sola lengua.

 

Flor y canto en la estética del mundo

 

Cuando hice mi Filosofía náhuatl, los filósofos de aquí creyeron que estaba loco: ¡Lo que nos faltaba! –dijeron– A este muchachito lo engatusó su maestro el curita ése… ¡ahora resulta que dice que los indios son filósofos! Hoy, aquellos que se burlaban hasta me invitan a los congresos de filosofía. Yo digo que el símbolo y las metáforas indígenas revelan la posibilidad de una visión estética del mundo, una a la que de por sí yo estoy convertido, completamente convertido.

 

¿Qué quiere decir Tezcatlipoca [en náhuatl, nombre del señor del cielo y de la tierra]? “El espejo que echa humo”. Veamos cosas más sutiles: eso que se llama difrasismos, es decir, dos metáforas que se juntan para que salte la chispa de la comprensión. Por ejemplo: Xochicuicatl, “flor y canto”, que significa poesía, arte, belleza, alegría. O evocaciones como “ahuehete” que significa “protección, frescor”. A mis alumnos les hago una reflexión de la diferencia que significa esa palabra para un maderero de Wisconsin que piensa en cuántos metros cúbicos de madera hay, cómo los va a vender, cuánto cuestan; y para un indígena, que piensa que a su sombra se siente fresco, protegido, que es como una madre o un padre…¡Qué diferencia! Todas las metáforas de las aves, de los colores: el pájaro azul, el coyoltotol, el pájaro que es cascabel… todas son metáforas, por eso es muy difícil traducir de la lengua náhuatl.

 

Cada lengua es una perspectiva. Cuando estuvo aquí Javier Pérez de Cuéllar –ex-secretario General de Naciones Unidas–, un alumno mío le dijo: “Señor Cuéllar, yo tengo dos cosas que usted no tiene: dos lenguas maternas: español y mazateco. Las dos las mamé y eso me da una visión del mundo muy distinta”.

 

A diferencia del maya, que tiene la virtud de que todos sus hablantes están en Yucatán, Campeche, Quintana Roo, un poco en Tabasco; o los lacandones en Chiapas, que están juntos todos, el náhuatl tiene muchas variantes. Desde los mexicaneros de Durango hasta los pipiles de Cuzcatlán en la República de El Salvador. Todos están dispersos. Hablantes nativos del náhuatl hay en dieciséis estados. Ahora por las migraciones, hay en todos.

 

Yo me atreví a colocar con temeridad mi poesía junto a la de los nahuas. Tengo un poema escrito en náhuatl que se llama “Cuando muere una lengua”. Ha tenido mucha suerte pues se ha traducido a muchas lenguas: al hebreo, al yiddish… Incluso recibí una carta de una región de Rusia para que también se tradujera a un dialecto prusiano. También está en inglés: “When a language dies”. En náhuatl, se llama “Ihcuac thalhtolli ye miqui”.

 

Ve en esta liga el video de la entrevista http://bit.ly/1JF5CrC

 

Cuando muere una lengua

 

IHCUAC THALHTOLLI YE MIQUI     (CUANDO MUERE UNA LENGUA)

                                                                                                                       

En homenaje a Carlos Montemayor

 

Ihcuac tlahtolli ye miqui                                      (Cuando muere una lengua

mochi in teoyotl,                                                    las cosas divinas,

cicitlaltin, tonatiuh ihuan metztli;                     estrellas, sol y luna;

mochi in tlacayotl,                                                las cosas humanas,

neyolnonotzaliztli ihuan huelicamatiliztli,     pensar y sentir,

ayocmo neci                                                           no se reflejan ya

inon tezcapan.                                                         en ese espejo.)

 

Ihcuac tlahtolli ye miqui,                                 (Cuando muere una lengua

mochi tlamantli in cemanahuac,                    todo lo que hay en el mundo,

teoatl, atoyatl,                                                     mares y ríos,

yolcame, cuauhtin ihuan xihuitl                     animales y plantas,

ayocmo nemililoh, ayocmo tenehualoh,       ni se piensan, ni pronuncian

tlachializtica ihuan caquiliztica                      con atisbos y sonidos

ayocmo nemih.                                                  que no existen ya.)

 

Inhuac tlahtolli ye miqui,                               (Cuando muere una lengua

cemihcac motzacuah                          entonces se cierra

nohuian altepepan                                          a todos los pueblos del mundo

in tlanexillotl, in quixohuayan.                      una ventana, una puerta,

In ye tlamahuizolo                                         un asomarse

occetica                                                          de modo distinto

in mochi mani ihuan yoli in tlalticpac.           a cuanto es ser y vida en la tierra.)

 

Ihcuac tlahtolli ye miqui,                               (Cuando muere una lengua,

itlazohticatlahtol,                                           sus palabras de amor,

imehualizeltemiliztli ihuan tetlazotlaliztli,     entonación de dolor y querencia,

ahzo huehueh cuicatl,                         tal vez viejos cantos,

ahnozo tlahtolli, tlatlauhtiliztli,                      relatos, discursos, plegarias,

amaca, in yuh ocatcah,                                  nadie, cual fueron,

hueliz occepa quintenquixtiz.            alcanzará a repetir.)

 

Ihcuac tlahtolli ye miqui,                               (Cuando muere una lengua

occequintin ye omiqueh                                 ya muchas han muerto

ihuan miec huel miquizqueh.             y muchas pueden morir.

Tezcatl maniz puztecqui,                               Espejos para siempre quebrados,

netzatzililiztli icehuallo                                  sombra de voces

cemihcac necahualoh:                        para siempre acalladas:

totlacayo motolinia.                                       la humanidad se empobrece.)

 

 

 

*FOTO: Miguel León-Portilla es heredero del legado del padre Ángel María Garibay en el estudio de la historia y la filosofía náhuatl./Crédito Correo del Libro/Rodrigo Villa Avendaño.

 

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