Liora Spilk y la unicidad creadora
Este documental sigue los pasos de Pedro Friedeberg; un testimonio a la obra del octogenario artista, a sus actitudes en la vida cotidiana y su rotundo rechazo a ser considerado como el último surrealista mexicano
POR JORGE AYALA BLANCO
En Pedro (México, 2022), profusa docuficción debutante de la editora capitalina judía secular de la carrera unamita de Ciencias de la Comunicación egresada y también fotógrafa-sonidista principal de su film a los 31 años Liora Spilk Bialostozky (responsable del austero montaje de Martínez de Lorena Padilla, 2023), con guion suyo y de Ricardo Poery, la joven realizadora autoidentificada por una flechita Liora se esfuerza por retener ante la baldía cámara estática a su abuela Elena Szclar encabronada porque la nieta la reprendió por emprender arreglos florales sobre la mesa cuando estaba siendo entrevistada (“Si quieres, escríbeme el pinche diálogo”) pero poco después regresa calmada y platica de cuando apenas primeriza en la venta de arte conoció a la complicada pintora Leonora Carrington, se hicieron amigas y cierta noche en que a ésta se le antojó una cena judía llegó a su casa acompañada de los colegas Alan Glass y ese inclasificable artista plástico multidisciplinario Pedro Friedeberg cuyos cuadros eran ya los favoritos caseros de la niña Liora, al grado de recurrir a ese hoy octogenario amigo de la abuela para hacer su semblanza al pedirle en la Universidad que videograbara un cortometraje sobre un personaje de su admiración, y cuyas tempranas declaraciones desenfadadas a cámara son tan reveladoras y valiosas hoy como una década atrás (“El chinchismo no era un movimiento pictórico, era una vacilada, su primera exposición era sobre la chinche, además lo fundé con mi amigo Javier Girón”/ “El arte es mi vida, yo y mi arte son una única cosa”), esos ocho años en que la persistente obsesiva Liora no ha dejado de filmar al huraño y radical artista ya octogenario, acompañándolo en sus exposiciones y en sus viajes dentro y fuera del país, volviéndose su sombra en acontecimientos sociales acosado por TV-reporteros de toda índole, y al descender muy bien ataviado a la parisina estación Bellas Artes del Metro capitalino, diseminando y prodigando portentosas piezas artísticas únicas de Friedeberg y sus abismales repeticiones-variaciones de figuras animales o geométricas al infinito y la autoirrisión, bebiendo sus opiniones iconoclastas o disparatadas (“Ni rock ni star, Picasso fue el último rockstar, y era bastante antipático”) y registrándolo como el excéntrico que es en su casa-taller y en coloquios grupales o íntimos con los amigos que han sobrevivido a una vasta nómina verbal de fallecidos célebres “que le dejaron una huella indeleble” (Pita Amor, Bridget Tichenor, Edward James, Souza, Goeritz), esas amistades famosas a las que recurre Pedro a media cinta cuando abiertamente le solicita a Liora que les ceda la palabra porque ya está harto de que siempre le hagan las mismas preguntas (“Sería más viable realizar provechosamente esta obra pidiendo la opinión de otras personas y tan tan”), rumbo a una superabundante deriva de interacciones azarosas en ocasiones deliciosamente cómicas, una imparable proliferación de obras de Pedro, divagaciones compulsivas, y un viaje a Veracruz para visitar a la gran amiga delicada de salud Ida Rodríguez Prampolini La Chacha y hacer culminar los avatares de este retrato de un irrepetible artista distinto y refractario en el centro y en la periferia de una unicidad creadora.
La unicidad creadora destaca ante todo las recalcitrantes opiniones y las disonantes actitudes de Pedro en la vida cotidiana, su repudio visceral al color verde (al colorear con rojo un laberíntico dibujo recién elaborado), su rechazo a ser considerado pontificalmente por André Breton como el “último participante en el movimiento surrealista mexicano” al lado de Frida Kahlo (“No soy el primero ni el último de nada”), sus orígenes consignados (nació en Florencia en 1936, llegó a México a los tres años, estudió arquitectura, se casó tres veces, tiene dos hijos y dos nietos), su rechazo a las explicaciones e interpretaciones facilonas de su arte (“Mis viajes no tienen relación con él”), sus dulces irrupciones con sombrero de copa, sus especulaciones visuales a partir de símbolos alquimistas o las veintidós letras del alfabeto hebreo dentro de un panteísta descreimiento sacro absoluto (“La única religión que profeso es un poco el animismo, hay un dios de los cigarros, otro de los ceniceros, todo es valioso y sagrado”), su bestiario caprichoso con mascotas o leones u obsedentes cocodrilitos esquematizados y equinos rampantes y asnos travestidos y ansiados unicornios, su gusto delirante por las reminiscencias del grabado en la descendencia del holandés Escher (laberintos, huellas de bordado trutrú enloquecido, circularidades concéntricas, trastocamientos de simbologías religiosas antiguas, nervaduras y brazos proliferantes), su postrer odio a la inmensa pieza escultórica Silla-mano que lo hizo famoso demasiado famoso, y su altivez enarbolando un colosal corpus de obras hechas de superficies fragmentarias moduladas por la repetición eternamente deudoras de la infaltable idea del infinito multiplicado hasta el acabose y sin la cual no existirían (a fin de cuentas Pedro sería un desbordado cazador y plasmador de infinitos que convidan a ser metafísicamente hurgados hasta el vértigo), todo ello mientras el artista se desenvuelve airoso en las situaciones más diversas e irónicas.
Y la unicidad creadora finalmente se sumerge con la subjetiva de un auto serpeante dentro de la niebla del camino del regreso de Veracruz, aun palpitando los puntos suspensivos de un deber cumplido pero nunca concluyente ni satisfecho, aunque siempre más allá del corte biográfico y la compartida monografía antiacadémica al interior de la inextinguible pulsión docuficcional propositivamente inacabada, optando por una película deliberadamente inacabada y sin conclusiones, una cinta hecha para que Pedro no se muera, un conjuro vivencial del poseído, una docuficción conscientemente inconclusa que convierte el afectuoso testimonio vital en una doble forma de retener y detener el tiempo.
FOTO: Pedro, de la realizadora Liora Spilk, fue nominado a los Ariel por “Mejor ópera prima”. Crédito de imagen: Cortesía Calouma Films
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