Madurez y vulgaridad
POR IVÁN MARTÍNEZ
Me parece que entre quienes escribimos sobre alguna disciplina artística, sobre todo de música, y más aún si se trata de aquellos géneros que no están ligados a la poesía o la dramaturgia, lo más complicado en nuestra tarea es el acercamiento a una explicación, que resulte más o menos clara, de dos conceptos: el de la voz propia de un creador y el de aquello que convierte en clásico a una pieza.
El primero de ellos es sin duda el más complejo; el público de la crítica musical no me dejará mentir al recordar uno de los párrafos más confusos jamás publicados en el New York Times, inexplicablemente escrito por Anthony Tommasini, del que logró zafarse con un “simplemente lo sabes, el compositor tiene o no voz propia”; o aquella conferencia de José Antonio Alcaraz en el Palacio de Bellas Artes, en la que tras sorpresivos titubeos, soltó a regañadientes sobre algún compositor: “… tenía ¡ese no-sé-qué que no tenía Beethoven!”.
Sobre lo segundo se ha dicho más. No tiene que ver con lo “revolucionaria” u “original” que resultase la obra en su momento de creación, sino con esa sensación de novedad y asombro que puede producir diez, cien, doscientos años después, sea en un nuevo escucha o en quien conozca la pieza con lupa. El mensaje es vigente, todavía nos dice algo. Y qué difícil encontrar nuevos clásicos en el desarrollo caótico de la música en la segunda mitad del siglo XX que, parafraseando a Leonard Bernstein, pudieran seguir nombrando lo innombrable. Comunicando lo indescriptible.
Lo mismo pasa con los intérpretes. Uno de los poquísimos efectos negativos de la globalización musical ha sido la falta de personalidades propias en la paleta de intérpretes del mainstream actual, producidos a granel y vendidos como artículos industriales en los que, más allá de lo visual, es difícil encontrar pasión y respeto por la profesión y, sobre todo, voz propia.
Por ello, no parecía haber fin de semana más atractivo en la cartelera musical de la ciudad de México que el pasado: en la Sala Nezahualcóyotl se podía escuchar el estreno en el país del Concierto para piano de Samuel Barber (sábado 7 y domingo 8), y en el Palacio de Bellas Artes el recital de la violinista Sarah Chang, que culminaría con la Segunda Sonata para violín y piano de Sergei Prokofiev (domingo 8).
Una palabra puede definir el programa de la Orquesta Filarmónica de la UNAM que protagonizó el pianista Abdiel Vázquez y la dirección huésped de Carlos Miguel Prieto: madurez.
Distinguible desde los Tres episodios dancísticos del “On the Town” de Bernstein que se ofrecieron como obertura, Prieto supo homogeneizar el sonido de esta orquesta, ensalzar sus muchas veces opacos metales y encaminar al conjunto con cohesión y confianza para dar soporte a la difícil partitura de Barber: sin la rigidez con que suele escucharse en México ese repertorio, pero con la solidez necesaria para lograr un acompañamiento suficientemente robusto.
El de Barber es, en toda la palabra, un clásico que cincuenta años después sigue hablando por sí solo: un monumento sonoro, de riqueza igual pianística que orquestal, escrito en la más clásica tradición formal (dos movimientos rápidos y uno intermedio lento) con una de las plumas más originales del siglo XX americano que, en manos de este pianista, hizo sentir la impresión no de un estreno nacional, sino de uno absoluto: como ocurre en la comunión de una obra de este calado con la de un intérprete como Abdiel Vázquez, pianista ahora mucho más refinado y con un entendimiento que se refleja más maduro en el acercamiento y selección del repertorio que toca.
No dudo al decir que ha llegado el momento de ambos y que, sin contar la anécdota de la programación fallida de este mismo Concierto décadas atrás, si el Barber no se había escuchado en México fue sólo porque le faltaba un intérprete como él.
Nota aparte e indispensable para el registro: sobresaliente trabajo el de la flautista Alethia Lozano, el oboísta Rafael Monge y el clarinetista Manuel Hernández, reflejo del liderazgo que se requiere en una sección orquestal sin protagonismo, pero con personalidad suficiente para hacer lucir las líneas solistas dentro del ensamble.
Lo de la voz propia tiene su lado B: se refleja cuando el virtuosismo juvenil encausado pedagógicamente “madura” por la vía de decisiones personales que colocan la voz propia por encima de la música. Muchas veces, inconscientemente, sin el mínimo respeto a la partitura. El resultado: la vulgaridad. La muestra: el recital de Sarah Chang en Bellas Artes.
De indudable talento y otrora impecable virtuosismo, Chang ha puesto la música tan al servicio de su voz y no al revés que, como sucede con otros intérpretes, algunos incluso de mucho menores capacidades como el pianista Lang Lang o la flautista Elena Durán, vuelcan clásicos del lenguaje instrumental como Nicolo Paganini o Tomaso Vitali o referentes de un estilo como Bernstein y Prokofiev ya no en interpretaciones sujetas a debate; pienso en las Suites para violonchelo de Bach interpretadas por Mischa Maisky, controvertibles pero incuestionables; sino en caricaturas irreconocibles, hiladas entre sí sólo por la fidelidad a un “estilo” arrebatado, característico de una violinista que ha olvidado la capacidad de matizar sus colores, minimizando su paleta a blancos insípidos o negros violentos, y de controlar su tosco vibrato, movido entre los extremos de lo imperceptible o el exceso.
Qué injusta la música, cuyo milagro requiere más que la comunión de un par de voces originales, la del autor y la del intérprete.
*Fotografía: Abdiel Vázquez, pianista./ CORTESÍA DIRECCIÓN GENERAL DE MÚSICA DE LA UNAM
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