Maite Alberdi y la prevalencia afectiva

Oct 22 • Miradas, Pantallas, principales • 3772 Views • No hay comentarios en Maite Alberdi y la prevalencia afectiva

La memoria infinita es un documental sobre un matrimonio de más de 25 años que ahora lucha contra el Alzheimer; a través del cariño y el humor, la pareja elude la incertidumbre

 

POR JORGE AYALA BLANCO

En La memoria infinita (Chile, 2023), estrujante sexto documental largo de la talentosa chilena santiaguina obsesivamente volcada hacia temas sobre la vejez y el irremisible desamparo de 40 años Maite Alberdi (Los niños 16, El Agente Topo 20; corto Yo no soy de aquí 16), el septuagenario exTVperiodista combativo hoy con Alzheimer avanzado Augusto Góngora (1952-2023) es cariñosamente despertado por su esposa actriz de teatro y exministra de cultura 15 años más joven y perfectamente lúcida Paulina Urrutia en una confortable morada campestre donde ella lo cuida con devoción tras un cuarto de siglo como pareja establecida, le revela de entrada quién es ella (“Soy la Pauli”) y la tarea que ese día, como muchos anteriores y los que le sucederán, van a vivir juntos (“Estoy aquí para ayudarte a recordar que eres Augusto Góngora”), el santo varón se admira al recapturar su nombre, entusiasmándose y entristeciendo a un tiempo, en un sereno y severo proceso de reconocimiento identitario que se irá descubriendo análogo y exacto al que ha de recorrer a sus anchas pero con gran brevedad descriptiva y resurreccional o expeditiva evocadora-invocadora la propia película a través de seleccionadísimas tomas de archivo de un acervo que parece inabarcable y una delicada contemplación de los buenos y pésimos momentos de esa inhabitual pareja cuyo poderoso nexo amoroso se abre majestuosamente paso en virtud de una mirada tan exquisita cuan implacable y merced una intimista fotografía de Pablo Valdés en abundantes ocasiones videograbada por los propios ancianos en la intimidad, para ser valoradas con sutileza por la sabia edición elíptica de Clementina Siraqyan y puesta en relieve por la suave música de Miguel Miranda y José Miguel Tobar que por momentos se apoya en una amalgama de piezas de Silvio Rodríguez/Liszt/Rossini/Britten, según convenga a los latidos y pulsionales microemotivas de esta continua puesta en relieve de una prevalencia afectiva.

 

La prevalencia afectiva arma el memorable rompecabezas memorialista de Augusto a partir de secuencias que van y vienen a lo largo de justo medio siglo, sus valerosos teleanálisis callejeros de juventud con la vox populi obrera protestataria en plena dictadura pinochetista, su conmovida asistencia a los estrenos escénicos de la Pauli (representando egregiamente La iguana de Alessandra de Griffero Sánchez y Proyecto Villa de Contreras López y Gajés González), su estrecha relación con el genial cineasta Raúl Ruiz (“No quería morirse”/ “Voy a dar la batalla hasta el final”), su inveterado gusto por bailar reventándose un mambo de Pérez Prado, su boda tardía sólo para complacer a los amigos, su patético rapto irracional aferrándose a sus adorados libros, y su metamorfosis en inerme objeto de una denodada devoción conyugal hasta el absurdo del autosacrificio diario.

La prevalencia afectiva reúne así en un solo apremio gozoso con 100 salidas los máximos replanteamientos humanísticos de los precedentes filmes de Arlberdi, pues ahí se encuentran inteligentemente el lamento cotidiano de la anciana de asilo que cree haber llegado apenas del País Vasco que abandonó hace siete décadas (Yo no soy de aquí), los reclamos del grupo de discapacitados cuarentones con Síndrome de Down exigiendo dejar de ser considerados como sobreprotegidos o desamparados infantes perpetuos en Los niños, y last but not least la socioantropológica observación participante en un asilo para ancianos elevada a indagación quasi policial en El Agente Topo vuelto aquí una delicada suerte de El Agente Alzheimer averiguando a saco sobre su propia existencia apenas de ese modo redentora de sí misma.

 

La prevalencia afectiva se afirma como un insólito y entrañable ensayo sobre la memoria en trance, la memoria paradójica que Góngora invocaba en sus arengas al micrófono cuando activista fogoso (“Es muy importante reconstituir la memoria, es siempre un intento de verse a sí mismo”) y que ensartaba cual palabra-fetiche clave cuando fue colaborador libresco de ese trabajo colectivo Chile: la memoria prohibida aquí evocado en su remota pero inolvidable presentación pública tras seis años de trabajo para reconstruir el trágico decenio dictatorial 1973-83 (“No sólo para remover la llaga y despertar el dolor adormecido, sino para recobrar nuestra identidad y reconocer la verdad”) viene a ser la misma memoria que ahora flaquea hasta convertirse a la vez en un lastre y una tabla de salvación, la memoria acezante que interpelaba el Góngora discursivo para intentar redefinirla y glosarla hasta sus últimas consecuencias ha devenido en la cruel memoria acuciante a la que providencialmente se aferra este prematuro anciano Góngora azuzado por su fiel esposa Pauli, esa memoria cuyo infinito sobre esta tierra hubiese sido generosamente planteado como impronta, huella, reservorio y disposición de los lazos y las vivencias pretéritas, esa desesperada y exasperante memoria que “no consiste en la regresión del presente al pasado, sino, por el contrario, en el progreso del pasado en el presente, un estado virtual que conducimos poco a poco hasta el término en que se materializa en una apercepción actual, hasta ese plano extremo de nuestra conciencia en que se diseña nuestro cuerpo” (Bergson en Materia y memoria).

 

Y la prevalencia afectiva concede un postrer suspiro y un póstumo estremecimiento a este documental tierno y amoroso, a este opúsculo filosófico vívido y atmosférico, al milagro de este atestado político vibrante y emotivo, cuando en un final análogo al del insensato amor soñado a distancia entre dos de Peter Ibbetson (Hathaway 35) o en la sublime asfixia con almohada de Amour (Haneke 12) vuelta del revés, el buen Augusto se hace conducir con los ojos cerrados por los de la Pauli bien abiertos (“Yo estoy viejo”/ “Yo también estoy vieja, tú también eres lindo”), hasta el resguardo de unos boscosos matorrales románticos (“Quiero estar contigo toda la vida”/ “Yo también, Góngora”).

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