Un vicioso del balón
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Esta semblanza recuerda a Diego Armando Maradona por su “viveza criolla”, un rasgo con el que fue congruente dentro y fuera de la cancha, y que lo llevó a enfrentarse a los traficantes del balón y a enlistarse en clubes de arraigo popular, como el Nápoles y el Boca Juniors
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POR JAVIER GARCÍA-GALIANO
Escritor. Autor de La silla de Karpov (Ficticia, 2012)
No era un atleta, no pretendía ser un atleta, no necesitaba ser un atleta. No entrenaba. No era un oficioso que quería convertirse en nuevo rico; Diego Armando Maradona era un jugador natural que nunca dejó de experimentar fascinación y placer por el juego, que despertaba también en su equipo, en los aficionados no sólo de su equipo, en sus contrincantes, en el árbitro, en los traficantes del balón. Como ciertos jugadores, sobre todo los grandes jugadores, se sobreponía a las afrentas, a las adversidades, a los golpes arteros, a las lesiones infringidas. Sufría dolorosas curas médicas para poder seguir jugando…
Y sin embargo, a veces atentó contra el juego, acaso bajo la creencia y la costumbre de lo que llaman “viveza criolla”, hacía trampa, acaso porque ignoraba que, como sentenció Juan José Arreola, “quien hace trampa se sale del juego”, pero hay quien cree que la trampa es parte del juego…
Maradona era de la estirpe de George Best, de Cassius Clay que, se sabe, se rebautizó como Muhammad Ali al convertirse al Islam, o, en México, de Luis Fuentes, el Pirata y Rubén Púas Olivares, cuyas proezas en el campo de juego o en el cuadrilátero propiciaron que se convirtieran en personajes peculiares, inverosímiles, provocadores que prodigaban frases a veces memorables, que vivían naturalmente en el exceso, lo cual derivaba en que sus jugadas, sus evoluciones imaginativas y con frecuencia asombrosas adquirieran una épica singular, que no dejaban de deparar anécdotas e historias que devenían en algo semejante a una mitología.
Maradona tenía algo de pícaro popular que incesantemente buscaba el placer de la inventiva maliciosa, del humor amistosamente incisivo, de la aventura consuetudinaria, pero trataba de ser bueno. Nunca perdió la ingenuidad. Le gustaba jugar. Se solazaba en el derroche y el exceso e intentaba ayudar a los que creía que podía. En el campo de juego sabía que era decisivo y colaboraba para que sus compañeros jugaran mejor, quizá por eso creía que podía ayudar a todos los que quería. Es sabido que en Navidad visitaba Villa Fiorito, lo que en México, en un tiempo, se llamaba “una ciudad perdida”, donde nació, con un camión cargado de regalos, algunos ingentes, entre los cuales acaso el más preciado era un balón.
Una de las frases citadas reiteradamente de Albert Camus sostiene que todo lo que sabía de moral, lo sabía por el futbol. Maradona mantenía la ética elemental del potrero, del honor, de la lealtad, del coraje. No firmó con River cuando era el equipo que presumía de “millonario” por que en La Bombonera de La Boca lo aclamaron cuando de “pibe”, en el medio tiempo, salió a dominar el balón. Despreció contratos pecuniarios para jugar con clubes que jugaban en “desventaja” por no tener el dinero con el que ciertas empresas contratan a jugadores espectaculares como era él. Por eso jugó en el Napoli y no en la Juventus, por eso no se avino con el Barcelona, por eso se enfrentó con ingenuo desparpajo a la “moral” de los caciques del futbol, de cuyas prácticas las fiscalías de los Estados Unidos de América y Suiza han indagado una mínima muestra.
Esos moralistas que convergen en la Organización que se cifra en FIFA, lo condenan aún después de muerto porque decidió vivir festivamente, como jugaba, porque vivió fiel a sí mismo, porque era feliz y como un niño al que le gusta jugar permanentemente los señaló como traficantes del balón. Lo consideraron imprudente y peligroso, que no se había portado bien en esa Merienda de Negros en la que todos se sonríen con hipocresía y hablan de fair play.
Sospecho que sus anhelos de hacer el bien, de ayudar a quienes adivinaba que necesitaban ayuda, a los “descamisados”, como los llamó Eva Perón, lo indujeron a dejarse seducir por demagogos que aluden a causas nobles para convertirse en tiranos crueles que suelen heredar desesperanza y una miseria también moral, y los cuales pretendieron utilizarlo ruinmente.
Diego Armando Maradona fue siempre fiel al potrero, a lo que en México llamamos “el llano”, a sus leyes tácitas: la amistad, la lealtad, la solidaridad, la viveza criolla, la celebración conjunta y sobre todo el juego; el vicio que puede producir un balón, el gusto inexorable de seguir jugando aunque sea con una pelota de trapo, aunque sea en el lodo con porterías imaginarias, aunque ya hubiera anochecido…
Era un hombre simple, que puede representar un ejemplo de las complejidades que pueden converger en un hombre sencillo. Sospecho que quería ser bueno, pero ignoraba que, como creía Eliseo Diego, “las vicisitudes del bien debieran apasionarnos mucho más que las del mal, pues el mal qué peligro corre, mientras que el bien ha de bordear el abismo”. Quería ser un desconocido que pudiera ir con su nieto a ver al Boca Juniors en La Bombonera, donde en un partido de homenaje con sus amigos, muchos de los cuales habían sido de los mejores jugadores del mundo, que terminó convirtiéndose en un acto de contrición que, como siempre, Maradona volvió lúdico, dijo, para aceptar los errores que le imputaban por ser festivo, que “cualquiera se puede equivocar; se equivocó Dios”. Fue cuando dijo la frase: “pero la pelota no se mancha”. Fue cuando confesó: “Yo traté de ser feliz y hacerlos felices a ustedes y creo que lo logré; demasiado para un jugador de futbol”.
FOTO: El futbolista argentino en la cancha del Estadio Azteca tras ganar la copa del Mundial México 86./ Archivo EL UNIVERSAL