Mestizaje: un mito; adelanto de un ensayo

Jul 22 • destacamos, principales, Reflexiones • 1672 Views • No hay comentarios en Mestizaje: un mito; adelanto de un ensayo

 

Presentamos un adelanto del Elogio de la impureza, editado por Siglo XXI, un ensayo que aborda el devenir de la mezcla de razas en América

 

POR MAURICIO TENORIO-TRILLO
El mito de la raza aún reina no sólo porque el racismo lo creyó, sino también porque, hasta ahora, toda forma de antirracismo da por bueno el mito ese, el de la raza. En Estados Unidos el siglo XXI comenzó con el renacimiento de un añejo racismo y con las obsesiones raciales de un antirracismo incapaz de dar al mito por muerto. Para superar el white supremacism habría también que dejar de creer en categorías como “African-American”, “mixed races” y “Latinx”. La infamia de la raza es tan gorda e histórica que es tabú negar la raza sin reafirmar su existencia. ¿Y si el tabú fuera creer en razas, en cualquiera? ¿Y si, for a change, asumiéramos cual principio la orgía perpetua en que ha vivido la humanidad? ¿Qué es antirracismo sin mestizaje? ¿Apartheid o justicia identitaria? Aceptar la orgía perpetua no eliminaría las injusticias derivadas de la raza, pero… si así como hoy es pecado desmarcarse de las marcas raciales, mañana fuera pecado marcar racialmente a alguien, otro gallo nos cantaría a la larga. O quizá no, pero sería intentar otra solución. La otra opción, el antirracismo racial, ya dio de sí. Eso creo.

 

Existen unos cuantos conceptos que han sido oprobios, luego piropos, luego insultos, luego orgullo, luego crimen… conceptos que cambian tanto como mandan, nombradía que nos controla más de lo que nosotros a ella. Mestizaje, métissage, miscegenation son de este jaez; sus pasados cuentan una historia en común y, también, las particularidades que dotan de originalidad a cada una de las historias entre Estados Unidos, Canadá y México. Son conceptos que aluden a algo tan fácil de despreciar como de amar, pero imposible de negar: la promiscuidad —humana, social, cultural— en la historia. Acaso es momento de concluir que el mestizaje ha sido una idea vacía y perversa, pero no es que haya muchas mejores para enfrentar el batiburrillo de siglos de discutir y vivir la injusticia de la raza.

 

Por décadas he estudiado raza, nación, Estado y sociedad en México, Brasil, España, Estados Unidos. Como profesor de una universidad estadounidense a menudo, de buenas y malas maneras, se me ha pedido que acate mi ontología que es, por seguro, cultural, pero a poco que uno repara resulta ser racial. Porque en los mundillos académicos estadounidenses no me ha faltado antropólogo, socióloga o “historiadx@r” que me espete el “you, mestizo intellectual”, “you Mexican, so full of mestizo shit”. Y es que no asumir la ruindad intrínseca a mi “ontología mestiza” —se me ha explicado con cariño— es hablar mestizo sin darse cuenta, es negar el perenne racismo en México y Estados Unidos, es sostener un “color-blindness” que me hace cómplice inconsciente del systemic racism. Y quizá sí, al menos bajo la premisa que rige en la academia estadounidense: el ser racial determina la conciencia y no la conciencia al ser racial.

 

Solución: debo, primero, aceptar y, luego, arrepentirme de ser “mestizo”, porque el mestizaje ha sido la ideología racista que me ha llevado a negarme indígena o negro (ya entrados en gastos, también judío o blanco). Sin embargo, ni yo ni nadie va a negar el racismo de ayer y hoy en Guatemala, México, Brasil, España, Francia, Canadá o Estados Unidos. En realidad, el dilema no radica en aceptar la existencia de la infamia (raza, racismo), sino en hablar o no un lenguaje; es decir, lo que se pide de alguien prieto que escribe en odd English es que hable racismo à l’américaine. No hacerlo es correr el riesgo de ser acusado de racista despelucado o, peor, de mestizo involuntario.

 

Muchas mestizofilias han encarnado racismo. Es sólo que la historia me ha enseñado que todo es mestizo y que el antimestizaje ha encarnado aún más racismo. En mis caminatas por las calles del sur de Chicago, durante los meses de encierro por el covid-19, a raíz de las protestas por el infame asesinato de George Floyd, vi gente despanzurrando cajeros y saqueando farmacias. Cualquier día habrá otro abuso policiaco, otro joven negro asesinado por otro joven negro o por la policía, y negros contra mexicanos y… En tanto, en los campus universitarios vamos viviendo tiempos en que cualquiera puede ser acusado de racista por pronunciar una palabra que no sabía proscrita, por “mal usar” un pronombre, por no considerar como genocidio al mestizaje. Tanta buena conciencia antirracista deviene en, primero, nada; y, segundo, en una especie de campo magnético invencible, racismo/antirracismo, que lo absorbe todo sin reparar en detalles de historia, circunstancias, clase. Teniendo tan poco impacto lo que los y las académicas e intelectuales decimos, y habiendo tan alta probabilidad de errarle en la inconsecuente moralina que vivimos, escojo el elogio de la impureza, y que me caiga lo que me caiga.

 

 

***

Mestizaje y miscegenation apersonan dos maneras históricas de darle sentido a la promiscuidad; esto es, de encontrarle alguna coherencia y orden al revoltijo que es la historia. No ha sido y no es posible recetar o prohibir la promiscuidad; ni en el pasado ni en el presente ni en el futuro. Tampoco es racional negarla, rescatando un mítico estado de pureza de illo tempore. Hoy ya no es viable pensar, como otrora hacían los mestizofílicos de todo el continente, que el fin del racismo llegará cuando todos se acaben de mezclar, como si no hubiera ya suficiente mezcla. Ni mestizaje ni miscegenation nos han librado del racismo, aunque en México, Canadá o Estados Unidos, al menos desde el siglo XVII, haya habido defensores de las mezclas más o menos influyentes, dependiendo del lugar y el contexto. En toda Norteamérica los promestizaje esperaban la creación de sociedades homogéneas, no partidas por raza, y en todas partes, inclusive en México, el mestizaje era concebido como estación intermedia en el camino a la homogeneidad ciudadana (que no a la igualdad económica).

 

Sin embargo, en Nueva Inglaterra y Estados Unidos —a diferencia de Nueva España, Nueva Francia, México y Canadá—, las posiciones promezcla partían —y aún parten— no de aceptar el hecho de la duradera promiscuidad histórica, sino de lanzarla hacia el futuro, a veces cual solución, a veces cual destino inevitable, como si pasado y presente no hubieran sido ya promiscuos, como si el futuro no fuera a serlo. Es extraño lo que vamos viviendo: a partir de la década de 1990 se han dado fenómenos raros, muy hijos de las maneras específicas de dotar de sentido a la promiscuidad, no sólo entre México, Estados Unidos y Canadá, sino entre, por ejemplo, la historia de Luisiana (que es nativa, africana, española, francesa, inglesa y estadounidense) y Massachusetts, o entre Chiapas y Nuevo León, o entre Manitoba y Toronto. Así, en el Estados Unidos post 1990, la lucha por el reconocimiento censal y oficial de gente multirracial —cosa cada vez más común a raíz de la popularidad de los perfiles de ADN, asequibles a todo mundo— ocurre al mismo tiempo que las peticiones de los indígenas del estado de Washington —exigir cierto porcentaje de genes indígenas a los mestizos nacidos de indígenas e inmigrantes mexicanos, para poder acceder a los “fueros” que la ley estadounidense garantiza a las reservas indígenas—. En general, el reciente multirracialismo estadounidense no ha reconocido el sinsentido de tanta obsesión en la raza fija y constante, sino que pide otra categoría fija: lo multirracial. ¿Quién no lo es? Es como si más autoconciencia racial fuera el único camino para acabar con el poder de la raza.

 

Es decir, Estados Unidos ha pasado de la militante antimezcla a la aceptación de la mezcla pero para seguir fijando, por razas, la incontrolable y promiscua realidad social. En México, la vieja ideología mestizofílica novohispana, del Porfiriato y de los regímenes posrevolucionarios perdió sentido ante el desmantelamiento del ralo Estado de bienestar a partir de la década de 1980, y comenzaron a surgir categorías inéditas en la larga historia de la “América del Septentrión”: afromexicano, mestizo reindigenizado… es decir, del promestizaje nacionalista se pasó a los nacionalismos antimestizos. Y en Canadá el debilitamiento del independentismo quebequense disminuyó los sueños integradores del multiculturalismo, pero el multikulti dejó no menos sino más raza, más grupos luchando por categorías raciales dentro de un amplio Estado de bienestar. Debe entenderse que pro o antimestizaje no elimina el hecho: ya pasó, es. Reconocerlo, creo, no acaba con el racismo de ayer y hoy, pero sí puede colocar en otra dimensión nuestra actual obsesión con la raza.

 

Claro, en el siglo XXI idealizar el mestizaje a la mexicana como solución al serísimo problema de raza en Estados Unidos sería tan inútil como empeñarse en solucionar el racismo mexicano con la fórmula estadounidense; es decir, desarmando la rancia mestizofilia mexicana, creando un mercado político y cultural de categorías fijas (afromexicanos, reindigenizados mestizos, indígenas globales, white or black Latinx), como si el pragmatismo de siglos —que daba por hecha la mezcla— hubiera sido un error conceptual o, peor, un genocidio. Hablar hoy de “el fracaso del mestizo”, como afirma Pedro Ángel Palou, puede ser, con su dosis de Bourdieu, Bhabha y Butler, una sexy “teoría cultural”, crítica del supuesto —inexistente— leviatán mexicano posrevolucionario, como si mestizo y mestizaje hubieran sido eso, unos hijos del PRI. ¿De qué fracaso se trata si, Palou dixit, “el mestizaje, sin embargo, no ha fallado como realidad empírica, comprobable, sino como proyecto de las élites para garantizar la reproducción de su condición hegemónica”. Es decir, se asume que las masas no se han reconocido mestizas, sino que fueron obligadas a ser mestizas. ¿Qué más podían ser? Por su parte, quizá el multiculturalismo canadiense ha dado de sí, pero nos heredó el mito de la “diversidad” que, al menos en Canadá, incluye lo mismo los reconocimientos y “fueros” de grupos indígenas que el bilingüismo nacional, todo protegido por un fuerte Estado de bienestar. En cambio, en Estados Unidos la diversidad es extraña: es monolingüe y se ha desnudado de Estado de bienestar mientras la desigualdad crece a niveles mexicanos. Pero “diversidad” es casi una religión: se cree en la diversidad cultural, racial y étnica, aunque en Norteamérica seamos más homogéneos que nunca.

 

Eso sí, en México la ideología del mestizaje está agotada, y ahora la “diversidad” quiere ser la forma de “anticatrinura” que con relativa facilidad desvanece lo esencial: la ostentosa y creciente desigualdad a nivel global —la reproducción de la pobreza a jaez de diversidad, la migración del mundo pobre al rico, la segregación en clases que absorbe mucho de las viejas segregaciones—. Creo que toca afirmar la promiscuidad, no sólo porque fue y es un hecho, sino porque puede convertirse en una moraleja, si se quiere horripilante, pero moraleja al fin, innegable y útil. Mestizaje fue imposición, violación, sí; también fue mucho más, sexual y culturalmente. Reconocer su maldad no elimina el hecho de una perenne y total promiscuidad. Aceptarlo puede ser moraleja: resignarse ante todo lo de infame que implica la promiscuidad en la historia, a cambio de aprovechar sus inmoralidades como principio social y político, para ayudarnos a salir de los bucles infinitos en que nos ha metido la idea de la raza durante dos siglos. Si miscegenated, es decir, batiburrillo, fuera el “ser y estar”, el to be estadounidense —el verbo esencial para hablar de identificaciones políticas y sociales—, ¿cómo serían las oraciones construidas con pronombres como ellos, nosotros o con sustantivos como raza, etnia, nación o identidad?

 

El nacionalismo estadounidense es, como el de cualquier nación moderna, historia, raza, lengua, ideales “universales”, naturaleza, instituciones, mores. Pero es todo eso a lo bestia: es el imperio del momento. Es imperio y es nación, desde el principio, y es orgullo y culpa de ser imperialmente nacionales (por la esclavitud, por la infamia ante esclavos e indígenas) y nacionalmente imperiales (por querer hacer al mundo como Estados Unidos). La posguerra civil logró la unidad, se mató a los que había que matar para hacer nación e imperio. Nada diferente a México o Argentina. Pero, de entre los nacionalismos modernos, el estadounidense es quizá el único que no rompió con Dios —nunca ha sido ni ateo ni jacobino, como en México, España o Francia—. Más bien hizo del protestantismo su Grecia y todos en lucha, pero todos siervos de Dios. No creo que sea un caso de pueblo elegido; es un caso de Dios elegido y está en todas partes, en las ciencias sociales, en las protestas, en la filosofía, en la política. La raza es vital, pero es un soliloquio de mitos, de cerrar y abrir puertas, de negación eterna del mestizaje, de esclavos libres, de negros eternamente negros, de ser mestizos pero afirmar blancura o prietud o negritud.

 

 

 

FOTO: Mauricio Tenorio-Trillo es un destacado historiador premiado con el Alexander von Humboldt por su trayectoria. Crédito de imagen: Cortesía Siglo XXI

« »