Un siglo de impunidad

Jul 22 • destacamos, principales, Reflexiones • 1311 Views • No hay comentarios en Un siglo de impunidad

 

El asesinato de Francisco Villa está cubierto de incógnitas y conspiraciones, una de ellas gira en torno a los autores intelectuales de su emboscada, aquel fatídico 20 de julio de 1923, en Parral, Chihuahua

 

POR SILVIA ISABEL GÁMEZ
La consigna era “matar o morir”. Poco después de las ocho de la mañana del 20 de julio de 1923, nueve tiradores abrieron fuego contra el automóvil negro que conducía Francisco Villa por la avenida Juárez de la población de Parral, Chihuahua, rumbo a su hacienda de Canutillo. La mayoría eran campesinos, “gente de armas” que habían combatido al villismo y querían cobrarle sus deudas de sangre al general.

 

El grupo salió al paso del vehículo desde dos cuartos localizados en los números 7 y 9 de la calle Gabino Barreda, con los que topaba la avenida; sabían que el revolucionario estaba al volante porque uno de los conjurados, situado en una plaza cercana, hizo la señal convenida: se enjugó el rostro con un pañuelo rojo. En tres minutos dispararon 150 cartuchos de rifles y revólveres, se supo después, procedentes del Ejército. Villa murió sin que tuviera tiempo de sacar su pistola Smith & Wesson calibre 44.40; una bala expansiva le destrozó el corazón, pero sufrió más de diez impactos, lo mismo que su secretario Miguel Trillo, quien se atoró al intentar huir y su cuerpo quedó colgando de la portezuela del auto. Una imagen que dio la vuelta al mundo.

 

Villa había sufrido antes cinco atentados. El miedo a ser asesinado, escribe su biógrafo Friedrich Katz, no dejó de perseguirlo. Tras firmar los convenios de paz en 1920, siempre salía acompañado de una escolta de 50 de sus dorados. El exceso de confianza en sí mismo, y tal vez en el gobierno, considera, le llevó a la muerte. El día del crimen iban siete hombres en el auto, un Dodge Brothers Touring 1922; sobrevivieron el jefe de la escolta, Ramón Contreras, y el capitán Rafael Medrano.

 

El general nunca pensó que lo atacarían en la ciudad. “Esperaba que lo asesinaran, en automóvil o a caballo, pero en campo abierto”, cuenta el historiador chihuahuense Reidezel Mendoza Soriano, autor de La emboscada. Asesinato de Francisco Villa (edición de autor, 2022). Subraya la dificultad de disparar a un auto en movimiento: “Jesús Salas Barraza —uno de los tiradores— lo explica: ‘Hay que neutralizar al chofer, porque si no lo matamos primero pueden resultar heridos, se nos escapan, y ahí ya no la contamos’”.

 

Villa sabía que estaba en peligro, pero en esos días ya no actuaba como un guerrero, sino como un hombre de paz, asegura Jesús Vargas Valdés, autor de Villa bandolero (Martínez Roca, 2018). Después de una década de luchar contra tres hombres que consideraba dictadores —Porfirio Díaz, Victoriano Huerta y Venustiano Carranza—, “decide vivir fuera de la guerra”, señala el historiador parralense, dedicado a construir una sociedad agrícola, industrial, en Canutillo, convertido en un líder social.

 

A un siglo del crimen, existe consenso entre los estudiosos sobre los agravios que compartían los ejecutores, su afán de venganza, no así sobre los autores intelectuales. ¿Quién mató a Pancho Villa? Para unos, el complot no pasó del nivel local, con la aprobación tácita del gobierno federal, mientras otros aseguran que se orquestó desde el centro del poder, con la participación del presidente Álvaro Obregón, el secretario de Gobernación Plutarco Elías Calles, y el general Joaquín Amaro.

 

No se han hallado documentos que aclaren el nivel de intervención del gobierno. Una posible línea de investigación, dice Mendoza, serían los informes que elaboró el general Paulino Navarro, jefe del Servicio Confidencial que investigaba el asesinato, pero esos documentos, que deberían estar en el Archivo General de la Nación, permanecen extraviados.

 

Una duda que apunta Paco Ignacio Taibo II en su biografía Pancho Villa (Planeta, 2006) es si el día de la emboscada hubo un segundo grupo de tiradores: “(Francisco Gil) Piñón, el ahijado de Villa, así lo afirmaba, y decía que los agujeros en la capota del coche lo probaban”. Una fuente asegura que eran tiradores enviados por Calles, otra que eran militares de la guarnición de Parral. Según Vargas, una comparación de las imágenes de la época con las del Dodge que se exhibe en el Museo Histórico de la Revolución de Parral permite advertir que los impactos de bala no coinciden. “Se podría analizar con tecnología cómo eran los agujeros originales”, señala.

 

Taibo II menciona otros impactos con trayectoria de arriba hacia abajo en el lado derecho, que indicarían disparos desde una posición elevada. Para Vargas, no hay duda de que fue enviado un grupo de soldados desde la Ciudad de México, o Durango o Zacatecas, cuyos gobernadores, dice, también formaban parte del complot para ultimar al revolucionario.

 

Conjura en Parral

 

El complot se fraguó en mayo de 1923. Mendoza incluye una lista de más de una decena de vecinos de Parral que aportaron dinero, armas y alimentos a los tiradores. El “autor intelectual” del crimen, sostiene, es Jesús Herrera Cano, jefe de la Administración del Timbre en Torreón, el hijo mayor de José de la Luz y hermano de Luis, Maclovio, José Concepción, Melchor y Zeferino, muertos en combate con los villistas o asesinados por el general.

 

“La misma familia me lo ha confirmado, sus descendientes, que su cargo le permitía vivir holgadamente y organizar el complot”, agrega el autor de Crímenes de Francisco Villa.

 

Herrera buscó a Melitón Lozoya, que se encargó de reclutar a los tiradores, mientras que su socio Gabriel Chávez fue el enlace con el grupo de complotistas, explica Mendoza. “Eran comerciantes, pequeños empresarios, dueños de tiendas que tenían agravios personales con Villa. No eran millonarios, esos se habían ido de Parral desde la Revolución”.

 

Lozoya había vendido los bienes de Canutillo por encargo de sus anteriores propietarios, la familia Jurado; a fines de abril, Villa le dio un mes de plazo para devolverlos; “si no, te quiebro”. “Al sentir amenazada su vida, y ante la imposibilidad de regresar lo vendido, fue una pieza clave en el complot”, apunta Guadalupe Villa Guerrero, nieta del general y de una de sus esposas, Guadalupe Coss Domínguez.

 

La historiadora menciona también a Ricardo Michel, un antiguo compañero de armas a quien el general acusaba de haber robado cortezas de encino colorado en el monte de Canutillo para su suegro, Felipe Santiesteban, dueño de una tenería. Ambos formaron parte de la conspiración.

 

Otros se unieron por venganza. Mendoza nombra a Jesús María Merino, quien aportó dinero a la conjura porque su padre, Santos Merino Solís, fue quemado vivo en 1916 por órdenes de Villa en Bachíniva. En una carta que envió a Obregón, Merino se refería a 14 conspiradores.

 

Villa Guerrero plantea que hubo alguien más en el complot cuya identidad se desconoce. La persona que desde Canutillo informaba sobre los movimientos del general.

 

Al referirse a los conjurados, Taibo se pregunta en su libro si uno de los móviles pudo ser el “miedo a Villa y a su creciente poder en la economía de la región”. Para Vargas, fueron quizá decenas los parralenses que participaron en el crimen porque “les afectaba la inestabilidad y la incertidumbre que provocaba Villa aun pacificado”.

 

La sombra de Obregón

 

El expediente judicial sobre el asesinato desapareció hace décadas, consigna Mendoza. El día del crimen, la guarnición de infantería de Parral había salido a la población de Maturana a practicar el desfile militar del 16 de septiembre. “De haberse enterado de esa circunstancia, tal vez (Villa) habría sospechado algo”, escribe Katz en Pancho Villa (Era, 1998). No tenía sentido, apunta, ensayar en un lugar de calles estrechas y empinadas.

 

Mendoza lo explica por el hecho de que la Secretaría de Guerra y Marina había convocado a un concurso nacional en agosto, y la tropa ganadora iba a marchar en la Ciudad de México durante el festejo de la Independencia. Eran soldados de a pie que debían ser capaces de marchar en cualquier tipo de terreno. “Esa es la explicación que yo encontré en los periódicos, los documentos, y ese día no fue el único en que salió la guarnición; durante todo el mes había ido a diferentes lugares a prepararse para el concurso”.

 

No existen documentos que prueben que el asesinato de Villa fue un crimen de Estado, dice Vargas, pero hay indicios sobre la participación que pudo tener Obregón. Recuerda que, en diciembre de 1915, Villa intentó emigrar a La Habana, donde lo esperaba su esposa Luz Corral. El gobernador de Chihuahua, Fidel Ávila, pidió que se facilitara su salida, pero Obregón se opuso, tal como cinco años después intentaría impedir que el presidente provisional Adolfo de la Huerta firmara los convenios de paz con el revolucionario.

 

“Sostengo, con base en lo que he investigado, que, de 1920 a 1923, Obregón estuvo esperando el momento de ejecutar a Villa y tuvo todo el cuidado, toda la inteligencia, para ocultar cualquier información que los mostrara, a él y a Calles, como los organizadores del complot”.

 

Mendoza incluye en su libro un testimonio de Piñón, quien en una entrevista de 1976 con el historiador Rubén Osorio aseguró que De la Huerta le había contado que Herrera y Chávez se entrevistaron con Obregón en la Ciudad de México para ofrecerle asesinar a Villa si les daba “garantías”; como el Presidente no quería acceder a lo que consideraba una muerte a traición, Calles y Amaro lo presionaron para que aceptara. Finalmente, les advirtió que “lo hicieran bien, con todo cuidado y sin inmiscuir a su gobierno”.

 

Los observadores extranjeros no consideraban responsable a Obregón, apunta Katz, sino a Calles. La comisión de diputados que investigó el crimen en Parral comprobó que nadie había perseguido a los tiradores, quienes se habían retirado sin prisa, entre risas, del lugar. “En dicho informe se sospechaba del gobierno, ya que nada se había hecho contra las autoridades locales que dependían, evidentemente, de las federales”, escribe Martha B. Loyo en Las redes militares en el asesinato de Pancho Villa.

 

Calles sirvió como un muro de contención para que la responsabilidad del asesinato no llegara al Presidente, afirma Vargas. Lo protegió. A Félix Lara, el comandante de la guarnición en Parral, se le atribuye el testimonio, consignado por Katz, de haber recibido instrucciones de Calles para eliminar a Villa porque era “un peligro para todo el país”.

 

El 2 de julio de 1923, dos semanas antes del asesinato, el diputado duranguense Jesús Salas Barraza envía a su amigo, el general Amaro, con quien tenía negocios de armas, una carta anónima informándole sobre sus planes de asesinar a Villa y le solicita ayuda económica para sus hijos en caso de sucumbir en la “acción”. Al no recibir respuesta, le envía una segunda misiva el día 7, ya con su nombre, confirmando su determinación. Una copia sin firma ni dirección de esta última carta fue hallada en el archivo de Calles, lo que prueba que Amaro le consultó el asunto y ninguno de los dos se opuso al complot, escribe Katz en El asesinato de Pancho Villa.

 

Tras el asesinato, Obregón y Calles intercambian cartas en las que confían en que, con la aprehensión del culpable, terminen las “murmuraciones” de sus opositores. Para Villa Guerrero, es “puro teatro”.

 

Salas Barraza, el confeso

 

De los nueve tiradores y más de una decena de conspiradores, Salas Barraza fue el único procesado por el crimen. En una carta del 5 de agosto se asume como “el predestinado para dar muerte a la alimaña ponzoñosa” de Villa, y manifiesta su deseo de “salvar el buen nombre del gobierno”. Del documento de la confesión, escribe Loyo, existen varias copias, y duda que el diputado sea el autor.

 

Un juez de Parral lo condena el 12 de agosto a 20 años de prisión por el delito de homicidio. Es encarcelado en la penitenciaría de Chihuahua y cuatro meses después, gracias a la intervención de Amaro, es liberado, consigna Mendoza. El 4 de abril de 1924, el gobernador del estado, Ignacio C. Enríquez, le concede el indulto, un día antes de renunciar al cargo.

 

“Aunque no tengo cómo probarlo, creo que lo liberan antes debido a la rebelión delahuertista de diciembre de 1923 —un levantamiento armado de seis meses que enfrentó a De la Huerta con el gobierno de Obregón y su ya designado sucesor, Calles—, porque organiza las defensas sociales de Durango y hace que se rinda (el general) Petronilo Hernández. Yo creo que Salas Barraza se gana, entre comillas, el indulto”.

 

Aunque Obregón dio instrucciones a Lara para que investigara el crimen, nadie más fue detenido. “Lo inaudito”, considera Vargas, “es que se hablaba de hasta diez pistoleros y nadie alza la voz para preguntar por qué se está sentenciando solo a Salas Barraza como el responsable. Los demás quedan en la oscuridad, absueltos. Era una medida absurda, pero así se hizo, y oficialmente ya no hubo nada que investigar”.

 

Salas Barraza era diputado por el distrito de El Oro en Durango y, tras el crimen de Villa, fue nombrado por Amaro agente de la Policía Confidencial. De 1924 a 1928 fue nuevamente diputado, en 1937 asumió el cargo de jefe de policía en Ciudad Juárez, pero debido a las presiones de los villistas fue rápidamente destituido, registra Mendoza. Murió en 1951 en la Ciudad de México.

 

“Por haber sido el más expuesto recibió algunas ventajas que son mínimas”, afirma el historiador. “De haber sido un complot organizado por el gobierno yo creo que hubiera tenido mejores empleos, y siempre le persiguió el estigma [de haber matado a Villa] y el temor de que algún exdorado de la División del Norte atentara contra su vida”.

 

La entrevista de Hernández Llergo

 

En junio de 1922, Regino Hernández Llergo entrevistó a Villa en Canutillo para el periódico EL UNIVERSAL. Sus declaraciones en apoyo de Adolfo de la Huerta como sucesor de Obregón: “Fito es muy buena persona, muy inteligente y no se vería mal en la presidencia de la República”, y sus planes para ser candidato a la gubernatura de Durango, han sido consideradas como uno de los motivos de su asesinato, pues ya se vislumbraba la sucesión presidencial y se temía que Villa pudiera levantarse en armas para apoyar a su candidato. Con el general vivo, escribe Taibo, la confrontación entre De la Huerta y Calles podría haber tenido otro resultado.

 

“No creo que Obregón se decidiera a matarlo por eso”, dice Vargas. “Lo que hace Hernández Llergo es crear en el imaginario colectivo la idea de que Villa es un peligro, cuando ya no lo era”.

 

El historiador y Villa Guerrero aluden a las afirmaciones de Piñón, quien estaba presente en la hacienda, acerca de que Villa no hizo las declaraciones tal como se escribieron. Citado por Mendoza en su libro, dijo también que el periodista “no mató” a Villa con su entrevista “como se ha vanagloriado, simplemente deformó su personalidad y ridiculizó su imagen”. Vargas duda que el revolucionario afirmara poder movilizar “40 mil hombres en 40 minutos” cuando, en sus últimos años de lucha, el mayor número que llegó a reunir fueron 5 mil.

 

“Villa ya no era el guerrillero de antes”, dice Mendoza. “En algunas cartas escriben que ya estaba aburguesado, entregado a sus negocios. Villa se rinde con 759 hombres, ya no tenía seguidores. Sus generales habían muerto o desertado. Quienes sobrevivían ya no eran hombres de grandes hazañas. Dudo que se hubiera levantado en armas a favor de De la Huerta, pero si lo hubiera hecho habría acabado frente a un pelotón de fusilamiento”.

 

Pancho Villa, en entrevista con el periodista de EL UNIVERSAL, Regino Hernández Llergo, en 1922. Crédito de imagen: Archivo

 

Los tiradores

 

Hasta 1935 no se conoció la identidad de los tiradores: Román y José Guerra Enríquez, José Ruperto Vara Gamboa, José Barraza Corrujedo, Juan López Sáenz Pardo, Melitón Lozoya, Librado Martínez, José Sáenz Pardo Chavira, y el mencionado Salas Barraza, un buen tirador que pudo ser el autor del disparo que mató a Villa. El pago que recibieron fue entre 300 y 500 pesos.

 

El mayor, Lozoya, tenía 36 años en el momento del crimen; el más joven, Vara, de 22 años, sería asesinado en 1934 en una reyerta. Con excepción de Salas Barraza, de Román Guerra, caído durante la emboscada, y de Barraza Corrujedo, que era militar en activo, el resto, seis de los ejecutores, fueron dados de alta en el Ejército federal el 1 de abril de 1924, con los grados de subteniente, teniente o capitán segundo de infantería.

 

La iniciativa fue del general Juan Gualberto Amaya, jefe de Operaciones Militares en Puebla y “enemigo jurado de Villa”. “Prácticamente los obliga para protegerlos”, cuenta Mendoza. Se les dio un grado para integrarlos a la tropa, explica, pero nunca se les reconoció oficialmente; en los siguientes años desertaron o fueron dados de baja. En su libro, el historiador cuenta el destino que tuvieron: Lozoya se levantó varias veces en armas entre 1929 y 1943, hasta que falleció en la Ciudad de México en 1954, mientras que Martínez trabajó durante décadas como velador en Parral, hasta su muerte en 1971.

 

José Sáenz Pardo Chavira fue el más longevo. Encarcelado como uno de los responsables del robo al Banco Comercial de Parral en 1938, vivió un tiempo en Estados Unidos y falleció a los 91 años, en 1991, en la ciudad de Chihuahua.

 

Villa fue sepultado el sábado 21 de junio a las cinco de la tarde en el panteón de Dolores de Parral. Miles siguieron el carruaje que llevaba el ataúd, tirado por caballos negros. En 1976 sus restos fueron trasladados al Monumento a la Revolución.

 

A un siglo de su muerte, Villa continúa siendo un personaje “inabarcable”, cuyo estudio polariza a los historiadores, afirma Villa Guerrero. “Hay muchas cosas que difícilmente podremos dilucidar a 100 años del asesinato del general, pero lo cierto es que en medio de la impunidad terminó su vida”.

 

 

FOTO: Francisco Villa en la batalla de Ojinaga, en 1914.Imagen tomada por el estadounidense John Davidson Wheelan. Crédito de imagen: Cortesía del Inehrm

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