Setebos y otros enigmas de la traducción

Jul 22 • destacamos, Lecturas, Miradas, principales • 1523 Views • No hay comentarios en Setebos y otros enigmas de la traducción

 

Clásicos y comerciales

 

POR CHRISTOPHER DOMÍNGUEZ MICHAEL
Para hablar de Palabras sin dueño. Variaciones sobre la traducción literaria (UNAM, 2019), de Adalber Salas Hernández, prefirí hacerlo desde la incomodidad que me produjo —en un libro pleno en sapiencia literaria— el ensayo del traductor y poeta venezolano sobre Arthur Rimbaud. Confiesa que él y el poeta de Una temporada en el infierno no se entendieron. “No nos entendimos” porque “tal vez las preguntas que formulaba al abrir un libro no eran las mismas que aquel jovencísimo Arthur se planteaba al empezar a escribir”, dice Salas Hernández. “O quizá lo leí con una soberbia similar a la suya”. Rimbaud es el Joven ante el Altísimo y autoriza la jactancia en sus lectores, sobre todo cuando fueron adolescentes. Pero me alegra descubrir, gracias a Palabras sin dueño, que a Rimbaud es imposible no tutearlo, ni siquiera en la lectura más experta: la del traductor y Salas Hernández lo ha sido, con reconocida probidad, de Mário de Andrade, Antonin Artaud, Hart Crane, Marguerite Duras, Pascal Quignard y Charles Wright, entre otros. Es un traductor quien, al ejercer el ensayo literario, se complace en tutear a los autores (lo hace con mucha elegancia al tratar al brasileño Mário… de Andrade), como resultado de un efecto de extrema intimidad.

 

El fatal (porque no puede evitarse) celo protagónico de Salas Hernández me incomoda por lo que tiene de valiente, de verosímil en Inmadurez (en el sentido de Wiltold Gombrowicz), de manera juvenil de imponerse en el mundo. Afirma en Palabras sin dueño que tradujo a Rimbaud para “trazar el contorno” de su avidez, la del poeta de las Ardenas y la suya propia. “Era el hambre de Rimbaud lo que nos hacía contemporáneos”. Traduciéndolo, “ha adquirido para mí un significado contundente: mi propia voz es también la voz del otro. Escribo, no con ella, sino en ella. El yo que traduce es siempre ajeno”.

 

Si acepto la jactancia de Salas Hernández es porque a Palabras sin dueño, como bitácora de traductor y colección de ensayos críticos, la respalda el talento. Descreo, empero, de algunas opiniones suyas, como su lectura, al parecer “descolonial” de Rimbaud, donde lo vemos tratando de destruir “la eternidad concebida desde una cultura ocupada en mantener aspiraciones imperiales”. Poco en lo que sabemos de su vida autoriza ese aserto y su contrición de vendedor de armas y traficante dizque de esclavos, autoriza otra lectura. Su aventura en la Comuna de París de 1871 fue confusa y acaso habría disfrutado, como cruel esteta, de aquella destrucción, como Théophile Gautier. Es menos probable el Rimbaud radical de Kristin Ross (The Emergence of Social Space: Rimbaud and the Paris Commune, 1988) que el Rimbaud católico de Paul Claudel, me parece.

 

Confieso, a su vez, que a Artaud (es mi problema) no le creo y prefiero pensar, con Octavio Paz, que era un listo que se hacía el loco y por ello es pertinente el recuerdo de Salas Hernández de haberlo traducido (a Artaud) con el mejor “acompañamiento sonoro”: los martillos y taladros de su anfitrión remodelando la cocina. Anoto que la poética de la traducción, casi siempre plausible, en Salas Hernández concluye con un elogio de la crianza (muy de su generación) que seguramente a Stéphane Mallarmé lo habría dejado frío, aunque no a Charles Péguy, quien consideraba que los padres de familia son los verdaderos héroes del mundo moderno.

 

Políglota, Salas Hernández no tolera sentirse, como Paul Valéry cuando visitó Praga en 1926, “perdido en el extranjero en la lengua ignorada”, en la cual “todos se entienden y son humanos entre ellos. Y tú no, y tú no…” Que Salas Hernández sea parte de la diáspora venezolana tiene así, parte de su sentido. Nada como las lenguas para borrar el desarraigo, para ser dueño y señor ante todo libro, aunque él prefiera mirar al traductor como alguien quien “de tanto escuchar con los ojos a los muertos —para decirlo con Quevedo—, se afantasma”.

 

El traductor, entendemos al leer Palabras sin dueño, “es un espectro singular que pide ser leído a contrapelo: no como una aparición terca, sino como una desaparición interminable”. El traductor, digo yo, como héroe. Un héroe, desde luego, llamado a ser vicario en su condición de sombra en la caverna que no le disgusta a Salas Hernández. Así, su libro está lleno —insisto— de sapiencia: el deseo de experimentar traduciendo El castillo de Otranto al napolitano del siglo XVI en que se supone fue escrito lo hallado por Horace Walpole en una vieja biblioteca y las Cartas persas, del barón de Montesquieu, al farsi de los tiempos de la Ilustración. Cree el autor de Palabras sin dueño, con Aristóteles, que la mano inanimada no es mano. Por eso traduce.

 

Quizá en ningún punto es más expresivo el ensayismo de Salas Hernández como cuando anota a William Shakespeare, el hombre de las nuevas palabras. En Medida por medida (1603/1604) menciona a un prenzie, un supuesto monstruo marino del cual no se ha vuelto a oír hablar y que las autoridades lexicográficas de Oxford dan por error del vate. ¿Y qué decir de Setebos, otro monstruo, esta vez de La tempestad, de 1611? ¿Viene de las relaciones de viaje de Antonio Pigafetta o de las que narran los periplos del pirata Drake? Prenzie podría ser un adjetivo, Setebos es un nombre propio, y Salas Hernández concluye que los innegociables nombres propios encarnan la esencia de lo intraducible porque sólo generan homólogos y “Prenzie es un vocablo monstruoso en la medida en que es singular. No sólo único en su especie, sino en el sentido de que no tiene sentido”.

 

Setebos, sea la clase de aterradora creatura de la mar profunda que haya sido, ha corrido con fortuna. Robert Browning, en su poema a Caliban, se dirige a Setebos y Aimé Césaire lo torna protagónico en su relectura de La tempestad; una de las veintisiete lunas de Urano, finalmente, “lleva por nombre Setebos —un cuerpo celeste bautizado con el nombre de una deidad sin fieles, sin culto, sin templos, sin dogmas”. “La traducción”, concluye Salas Hernández, uno de los nombres que hay que recordar entre lo nuevo, lo bueno y lo noble en las letras hispanoamericanas, “es imposible, pero de todos modos debes realizarla”.

 

A diferencia de otros traductores, empero, Salas Hernández (Caracas, 1987) no convierte esa familiaridad en abuso de confianza, amigo de los encuentros casuales que se convierten en amistades electivas. Entiende que, “traduciendo a Virgilio, Valéry era un poeta en su mesa de trabajo, nada más y nada menos, igual que el viejo” autor de la Eneida. Pero hasta donde sé, no se promueve a título de coautor y asume la delicada humildad del traductor, la predicada (no sólo allí, sino con el ejemplo) en Poética y profética (1985) por Tomás Segovia: “Al más penetrante —es Adalber Salas Hernández quien cita en Palabras sin dueño— y minucioso conocedor de una página escrita en una lengua dada le faltaría todavía algo: haberla visto desde otra lengua”.

 

 

FOTO: Pintura de John William Waterhouse que ilustra a Miranda, de La Tempestad, obra de William Shakespeare. Crédito de imagen: Galería de reproducción de pinturas al óleo, John William Waterhouse 

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