La guerra interior de Michael Ondaatje

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El autor enigmático de El paciente inglés estuvo de visita en México con motivo de la presentación de su nuevo libro Luz de guerra

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POR LUIS JORGE BOONE

 

Era posible ver a escritores, músicos, activistas, caminando por las calles y los paseos públicos del centro de Querétaro. De camino al teatro de la ciudad, al jardín Guerrero, o a alguno otro de los foros en los que están programados; sus charlas del Hay Festival están por iniciar. Una de las presencias más entrañables la ofrece Michael Ondaatje, un hombre de setenta y cinco años cuyos profundos ojos azules miran de frente y sin prisas. De cabellera apenas un poco más larga de lo usual, su total blancura se alborota con el viento; parece una aureola de pensamientos que custodian al escritor. De trato amable y tono cordial, va de un lugar a otro para prestar algo de su tiempo a lectores y periodistas. Una camisa de manga larga y un suéter lo cubren tanto del sol que baja con fuerza como de las ráfagas de viento. Él radica en Ontario, Canadá, por lo que sentirse cómodo en este clima debe ser una tarea compleja.

 

Ondaatje nació en Colombo, Sri Lanka. Descendiente de holandeses, a temprana edad dejó Asia para residir en Inglaterra y después en Canadá. Hoy radica en Toronto y se considera, con justa razón, un autor mestizo. Ha publicado más de diez poemarios, entre los que destacan Las obras completas de Billy The Kid y Escrito a mano; así como siete novelas: En la piel de un león y El viaje de Mina, entre otras.

 

Su obra más conocida es El paciente inglés, Premio Booker en 1992, que en 2018 obtuvo el Premio Booker de Oro, a la mejor novela en los cincuenta años de historia del galardón. En 1996, el éxito extraliterario lo alcanzó cuando la adaptación cinematográfica obtuvo cuatro premios Óscar.

 

Es común que un éxito de esta naturaleza, en un medio como el cine, mucho más masivo que la literatura, termine por opacar la obra de un autor tan profundo y vital como Ondaatje. Sin embargo, al asomarnos detrás del oropel de las salas oscuras y las alfombras rojas, vemos cómo detrás de un filme tan famoso como el de Anthony Minghella, está la mirada atenta de un escritor que rastrea durante años los materiales de sus novelas: la precisa y detenida recreación de las emociones de sus personajes, el abordaje de una inexplorada un conflicto social (guerras, rebeliones, choques culturales), la construcción de vidas que se cimentan en la soledad y, aun así, terminan por descubrir una veta de empatía y acercamiento con la otredad.

 

La trama de su séptima novela, Luz de guerra (Alfaguara, 2019), aborda el pasado y sus consecuencias. Cada página construye con delicadeza una intriga que se extiende durante décadas. ¿Qué pasa en la cabeza de Michael Ondaatje? Afirma que al terminar su última novela quedó un poco vacío, y no se siente atraído por ningún proyecto. Está en calma. Debe ser así. Si uno se detiene a pensarlo, resulta claro que después del trabajo intelectual y emocional necesario para escribir un libro como éste, uno puede retirarse a vivir un poco de la nostalgia, sin arrojarse al futuro de una nueva escritura. La calma y la bonhomía signan su presencia, y puedo imaginar que el clima exterior que lleva consigo es una clara proyección del interior.

 

Luz de guerra cuenta la historia de Nathaniel, quien junto con su hermana Rachel es dejado en manos de desconocidos por sus padres, quienes se marchan al extranjero para residir durante un año en Singapur, aunque su ausencia se prolongará más que eso. Los hijos deben quedarse y atender sus estudios. Un hombre al que condecoran con cierta admiración no exenta de temor, y con el sobrenombre de “el Polilla”, se queda a su cargo. No tardará mucho en que la casa y sus vidas se vayan poblando de presencias extrañas pero seductoras: el Dardo, una bala perdida metido a delincuente menor; Olive Lawrence, una rusa discutidora que es geógrafa y algunas cosas más; Agnes, la muchacha que descubrirá con Nathaniel la emoción y el placer de una vida sin supervisión y al borde de lo legal. La historia empieza en 1945, sucede en la Londres del Blitz, nombre con el que se conoce a los bombardeos nazis sobre ciudades aliadas, en esa vida que era “caprichosa y confusa justo después de la guerra”.

 

Luz de guerra es una novela que se transforma. Para entenderla, propongo la imagen de un reloj de arena: los extremos contienen la mayor parte de la trama (las andanzas de los jóvenes abandonados, y las consecuencias de este periodo en su adultez), mientras que al centro se encuentra la parte más estrecha de la narración, en la que el protagonista parece sentirse más asfixiado, atrapado en su propia vida. Cuando ese tubo se ensancha y el espacio novelístico se abre de nuevo (a otros episodios, a descubrimientos y revelaciones), la historia cambia radicalmente. Se trata de dos espacios de posibilidad y existencia unidos por un túnel repentino que recorre, a ciegas, el protagonista y narrador, Nathaniel; como la arena del reloj, al intentar escapar del pasado, arriba a un ámbito distinto, al futuro que es su espejo. Transformaciones y la experiencia del paso del tiempo, el sutil tormento y la esperanza de cambio que siempre trae éste consigo. Esto es Luz de guerra, una historia pausada, bella y arrebatadora.

 

Las batallas se acaban, pero la guerra no termina. En algún momento de la novela se dice que el pasado no se va. ¿Nathaniel, el personaje principal, persigue al pasado o es en cambio el pasado el que lo persigue a él?

Al principio no sabía bien cuál sería el conflicto principal de la novela, pero hacia la mitad del libro decidí hacia dónde quería que se dirigiera el personaje; tenía que ver con decidir entre la relación con la madre o la relación con Agnes, es decir, entre el pasado y el futuro. Su preocupación esencial es su madre, está tan preocupado por ella que está ciego al presente, y ese es su principal conflicto, perseguir el pasado y no poder ver nada más.

 

¿Cómo funciona esa luz de guerra, esas pequeñas, modestas señales luminosas que existían en la ciudad y que permitían recorrerla de noche?

Las primeras veces que intenté escribir esta historia no tenía esa palabra, no tenía ese título, pero después, leyendo algunos archivos sobre lo que pasaba en Londres con estas luces que se encendían durante las noches, justo en el arco de los puentes sobre el Támesis para guiar a las embarcaciones. Me pareció un detalle maravilloso. Había muchos ejemplos de estas luces a ras de tierra que no debían ser vistas desde el aire.

 

¿Cómo encontraste el título?

No lo encontré, sino que junté las palabras para hacer una nueva. No lo había visto antes en ningún lado. Lo inventé. Ni siquiera lo pensé para el título, sino como un asunto de la novela, cuando el personaje recuerda la forma en que se iluminaba la ciudad durante la guerra, esas luces en el río.

 

Esa luz de guerra que es casi la oscuridad. Pero las ciudades y las personas necesitan esas pequeñas luces, quizá pequeñas luces de esperanza, para mirarse, para continuar con sus vidas.

Sí. Necesitaban luces que no se vieran desde el cielo cuando llegaban los bombarderos, luces que no iluminaran demasiado. Debía ser terrible.

 

Si esta historia no siempre tuvo ese nombre, ¿cómo pensabas en ella? ¿La llamabas de alguna manera en tu cabeza?

Pensaba que podía llamarse Los Santos (The Saints), porque esa es el área donde sucede la novela. Otra opción era algo sobre la paz, algo como Las consecuencias de la paz.

 

¿Era el título de trabajo?

Sí. Aunque con mi novela Divisadero me pasó algo curioso. En San Francisco hay una calle con este nombre. Lo adopté como título de trabajo, pensaba cambiarlo después, pero nunca lo hice. Al final, el libro no podía llamarse de otra manera.

 

Pensamos que los padres son seres sin pasado. Pero luego descubrimos que no es así. ¿Cómo surge en Nathaniel la necesidad de saber lo que no debería saber?

Al principio no le preocupaba, era sólo un niño y, como a cualquier niño, no le importaba en lo absoluto. Es a través de los demás que empieza a conocerla, a vislumbrar quién es en realidad. Son el Dardo, Olive, Agnes y el Polilla quienes con su presencia lo llevan a saber quién es su madre, y preocuparse en investigar, en averiguar qué fue lo que hizo durante la guerra.

 

Al intentar preguntarle a Ondaatje acerca de Dardo, personaje que termina siendo una especie de padre para Nathaniel luego de iniciarlo en el tráfico clandestino de mercancías, nos perdimos durante un instante en la traducción. En inglés es The Darter, el nombre de un pez o de un ave (o incluso el que se la da a quien maneja dardos, quizá el dardero). Al contarle que la traducción de su novela se había hecho en España, me preguntó si existían diferencias entre el español peninsular y el que usamos en México. Le conté que en ocasiones esa guerra revive y otras sólo lo dejamos pasar; nos entendemos, pero a uno y otro lado del océano nos quejamos del slang de la orilla contraria.

 

Entonces me preguntó cuál español es mejor. Mi respuesta fue tan nacionalista y obvia que lo hizo reír. “Eso mismo sucede en Canadá, los franceses odian el francés de Quebec”, dijo. “Cuando tradujeron uno de mis primeros libros, lo hizo un traductor quebequense, y en Francia las reseñas fueron terribles. Luego lo retradujeron allá y las reseñas fueron grandiosas, y era el mismo libro. Es interesante que eso suceda en pleno siglo XXI.” La pregunta sobre el Dardo pasó a último término.

 

¿Una novela es también un mapa? ¿Un mapa que nos guía, pero también que nos lleva a recuperar o poseer algo importante?

Definitivamente. Creo que no es algo en lo que piensas mientras escribes, pero sí cuando editas. Yo amo los mapas, y estas secuencias en las que se describe el río y los canales las escribí como si yo mismo los estuviera navegando en ese momento. Quería que en el libro entero hubiera esta claridad que tienen los mapas. Es decir, es imposible mencionar todas las cosas que están ahí, pero traté de que la forma me permitiera recuperar el lugar.

 

En la charla del día anterior, Ondaatje habló del trabajo que hizo con sus primeros libros. “Escribía fragmentos y luego los ordenaba, buscando un efecto preciso”, afirmó. Esta descripción calza con Las obras completas de Billy The Kid, un libro que recurre al poema, la narración y la fotografía para describir las glorias y miserias de los grandes personajes y los habitantes anónimos del salvaje oeste norteamericano. Le mencioné que esa búsqueda de un efecto me parecía propia de un poeta.

 

“Sí, puede ser así. Tomemos como ejemplo el gazal (una forma tradicional de la poesía árabe, en la que se repiten palabras o frases para formar rimas), que está estructurado en estrofas de dos versos, y su forma obedece a cuál es la mejor manera de continuar. Creo que mis primeros cuatro o cinco libros, algunos eran de poemas, estaban escritos con la idea de destacar el momento más intenso. Las escenas no estaban escritas en orden cronológico, pero los ordené pensando no en el orden correcto sino en el orden preciso. Pienso que, si pones juntas tal escena con esta otra, está bien, pero si las colocas en el orden correcto creará un efecto totalmente distinto. A partir de El paciente inglés eso cambió, la escritura se volvió cronológica, porque la emoción se volvía cada vez más oscura y más y más profunda.”

 

¿Consideras que la poesía sigue siendo parte de tu trabajo?

Me pasó que, al escribir este libro, una noche sentí que tenía que tomar un descanso, y durante dos meses sólo escribí poesía. Y tuve que volver a aprender cómo escribir poemas. Tuve que regresar y ver qué es lo que quedaba ahí. Eso pasó hace como dos años.

 

¿Qué fue lo que te llevó a la poesía de nuevo?

La intimidad. Al escribir esta novela trataba de convertirme en estos personajes, Nathaniel o su hermana, y en algún momento eso se empezó a sentir como un ejercicio teatral. Esto que voy a decir es metafórico. Resulta molesto cuando un personaje no recibe la suficiente luz y te acercas a él y ves que sus labios se mueven, pero no está hablando. Es grandioso cuando funciona, es parte importante de la novela. Pero la intimidad que te da esa otra escritura, no sólo es lo poético, sino la precisión que da la poesía.

 

La relación de Nathaniel con su madre parece no tratarse de una relación de amor, sino que se basa en otra cosa. Él no cree que ella necesariamente quisiera su amor. ¿Qué los unía?

Pienso que en el fondo sí se trataba de amor; es decir, cuando jugaban y cuando tiempo atrás todo iba bien, era diferente, y entonces la pierde. Ella es una persona muy discreta, nunca habla de las cosas que hizo durante la guerra. Me parece que lo que sucede es que ella está tratando de darle una educación, y por esto surgen en el reencuentro las partidas de ajedrez, que ambos juegan, y mediante las que ella quiere enseñarle cosas. Pero él todavía está enojado con ella, aunque después la perdona, a diferencia de la hermana.

 

La novela trata de la guerra y sus consecuencias, para los ciudadanos comunes. La metáfora de esta historia sigue siendo pertinente y actual. ¿El día de hoy vivimos tiempos de paz o vivimos tiempos de guerra?

Lo que me resulta interesante es que cuando la guerra termina, no se acaba realmente, la paz llega, pero muchos asesinatos suceden durante ese tiempo de tranquilidad, y sobre eso escribí. Me llama la atención que los tratados de paz resultan mortíferos. Algunas de las acciones más atroces suceden durante los tratados de paz, porque un tratado de paz indica que durante unos cinco años más habrá otra guerra, una distinta, y entonces se vuelve un asunto que parece no tener fin.

 

FOTO: El escritor canadiense Michael Ondaatje participó en la edición más reciente del Hay Festival en Querétaro/ Archivo: P.Keightley / Lebrecht

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