Peter Brook, la rebelión del canon

Oct 21 • destacamos, Escenarios, Miradas, principales • 4459 Views • No hay comentarios en Peter Brook, la rebelión del canon

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Más de seis décadas de trabajo escénico respaldan la obra del director inglés, ícono de una época de revoluciones escénicas que dieron rostro al teatro contemporáneo, y que hoy es reconocido con el Premio Princesa de Asturias de las Artes 2019.
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POR HUGO ALFREDO HINOJOSA

 

En la enseñanza de las artes no hay secretos. Es una máxima que ronda los pasillos, las tablas y las hojas en blanco que se rehúsan a contar historias sin la mano del escritor. La tarea de crear y esculpir una pieza artística a partir de la nada es compleja, sin fórmulas, que algunas generaciones decimonónicas de maestros y eruditos se atreven a negar vendiendo, cual sofistas, poéticas vacuas. Es común escuchar a diversos creadores escénicos modernos, dramaturgos-directores-actores, hablar de sistemas, arquitecturas e ingenierías creativas, “nuevos lenguajes”, de símbolos inocuos aunque “arriesgados en el discurso”, que al trasladarlos a la escena caen en la banalidad artística, incapaces de transformar sus discursos en acción concreta. Las artes escénicas están plagadas de falsos profetas que dan cátedras y enseñan la acrítica, propia de nuestra cultura, a las nuevas generaciones.

 

Entre los primeros libros que hay que leer para adentrarse en el mundo del teatro está El espacio vacío de Peter Brook (Londres, 1925), aunque ha sido malentendido en su lógica. Mencionarlo es un clisé imperdonable para un renegado vanguardista del siglo XXI; no obstante, la obviedad propicia el olvido de lecturas que, con el paso del tiempo, tendremos que retomar para fortalecer la formación teórica en el estudio de las artes escénicas e inclusive cinematográficas, pues los principios del drama son válidos para ambas arenas creativas. Los otros autores de cabecera [sumamente necesarios] son Aristóteles, Esquilo, Sófocles, Lope de Vega, Cervantes, Molière, Diderot, Shakespeare, Marlowe y Goethe, Dostoievski y Tolstói, aunque la lista es interminable. Las estructuras y lecciones de inventiva ya están en las obras de éstos, lo único que debemos hacer para interpretarlas es releer y pasar a la práctica más tarde.

 

Peter Brook, a la par del director polaco Jerzy Grotowski, merece un lugar privilegiado entre los pensadores de la escena contemporánea mundial de la segunda mitad del siglo XX, época convulsa entre movimientos sociales de derechos humanos, estudiantiles, la aletargada posguerra y las batallas de ese presente en Vietnam, además de la complejidad geopolítica europea y estadounidense. Brook fue un crítico férreo de los conflictos bélicos, de las masacres; basta con revisar su documental Benefit of the Doubt, de 1967; un activista que, desde las artes, escudriñó los discursos nacionalistas tanto de Inglaterra como de Estados Unidos, potencias hermanadas por la economía y la dialéctica de la conquista, ambas inventoras de batallas en el extranjero.

 

Olvidemos por ahora las puestas en escena representativas de Brook, pues sería falaz mencionarlas sin haber presenciado su trabajo escénico sino hasta 50 años después de su cumbre creativa. En su obra cinematográfica, libros y visión política podemos ahondar en el presente (y merece la pena intentarlo) para razonar la historia tradicional y posdramática del teatro que conocemos hoy día, ya exhausto y solipsista por el exceso discursivo.

 

El director inglés pertenece a una generación de creadores que propusieron rutas de conocimiento para representar, en el sentido aristotélico (y no), los arquetipos de la miseria humana volcados en la lengua de guerra. Esta miseria no era propia únicamente de la potencia norteamericana como perpetradora de masacres, sino también de todo occidente y sus ideologías edificadas sobre valles de caídos y la sangre de soldados desechados entre selvas, bosques y tundras, el desierto vendría más tarde a ser noticia. La guerra es un concepto innegable y materia prima para las artes de ese momento histórico, para esa generación idealista que murió pronto y nos heredó sus reductos dialécticos: así como nosotros legaremos a nuestros hijos la debacle climática y tecnológica, excelentes retóricas para el principio del siglo XXII.

 

Que se le conceda a Peter Brook el Premio Princesa de Asturias de las Artes 2019 no es una sorpresa, el reconocimiento llega tarde pues lo merece, sobre todo, por su rigor analítico-sensible, por sus reflexiones que han colmado miles de páginas de libros que analizan su obra, ya alejada de la envejecida teoría del drama moderno aún discutible, aunque formó parte del principio de esa ruptura estética e ideológica sin nombrarla que inaugurara Jean-François Lyotard desde la filosofía.

 

 

Más allá de occidente
Entre los años 60 y 70, Peter Brook descubrió en Asia, África y Oriente Medio, rituales del teatro balinés, de la danza Kathakali en la India, de la ópera de Pekín y de las tradiciones japonesas del Noh, las influencias estéticas que renovaron el semblante del teatro occidental, de su ejercicio como director que lo llevó a abandonar Inglaterra por la postura arcaica gremial en contra de tradiciones ajenas a su cultura en la escena londinense. El director encontró en la pluralidad de tradiciones la fórmula eficaz para eliminar el clasicismo de Shakespeare y Chejov, entre otros, y brindó nuevos significados al teatro europeo a través de la experimentación, mezclando los ejercicios orientales en la ejecución de los actores, además de contrastar los espacios con símbolos propios de esas culturas, que brindaron mayor dimensión al arte vivo y efímero que es el teatro. Es en esta pluralidad de significados que comprendemos el ejercicio creativo y de ruptura del director.

 

No obstante, la estrategia conciliadora de Brook ante su tradición y los lenguajes extranjeros generó críticas devastadoras sobre todo con su montaje del Mahabharata en 1985. Esta fábula poética del sánscrito de la historia hindú, no fue bien recibida por la crítica conservadora de la India, que lo acusó de ser un inglés más que se apropiaba de elementos culturales que no le pertenecían, y remarcaron la actitud imperialista de Brook, crítica suspendida ya que los espectadores y comentaristas tanto ingleses como hindúes replicaron que, en efecto, la puesta no era leal a la tradición, pero el ejercicio era esencial para dar un nuevo rostro a la historia sagrada.

 

Shakespeare, el maestro
Harold Bloom declaró que William Shakespeare inventó la naturaleza humana con cada personaje trazado y puesto en las tablas del Teatro Globo londinense; una declaración existencial y ontológica por parte de Bloom que no repara en el ejercicio escénico, sino que se enfoca en la interpretación literaria estática: el autor de Macbeth como Deus ex Machina en la realidad. Brook, por su parte, define al Bardo como un genio que no inventa al ser humano sino que retoma las impresiones cotidianas, las estampas de vida de los mercados y las calles de su tiempo para conjugar situaciones que derivaran en drama, y en la representación aristotélica del juego, no psicologista.

 

El director inglés no intenta hacer de Shakespeare un profeta, menos un inventor, sino que lo entiende como un ser mundano y pecaminoso, un tahúr de experiencias al servicio del público en el corral. Desde su trinchera, tanto Bloom como Brook coinciden en la apertura de significados en la obra del dramaturgo; esa es en todo caso la mejor lectura, pero al concentrarse en su ensayística dialógica, en la valía literaria y psicológica, el crítico literario tal vez olvida lo que propone “equivocarse en la interpretación”. Jan Kott, mejor aliado de Brook, con su libro Shakespeare nuestro contemporáneo, lee al Bardo desde las situaciones del presente que encuentran equivalencias en sus obras clásicas, enfocando su atención en la hermenéutica de la representación y no en la psicología. Kott entiende a Shakespeare desde su noción de la escena, por su valía literaria y política.

 

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Para Brook, Shakespeare fue el genio místico y profano que no había que explicar de más y que le brindó al director las herramientas necesarias para adentrarse en la exploración de su conocimiento histórico, estético y cultural sumando las tradiciones orientales, en ese tiempo de irrupciones ideológicas y revisiones decimonónicas. El director incluyó en su trabajo con Shakespeare actores multirraciales y diseñadores de diferentes latitudes que eliminaban los formulismos de los procesos de montajes tan justos y respetuosos de la tradición inglesa como lo fuera la ópera de Pekín hasta mediados de los años 70. La supra experimentación de Brook a partir del autor isabelino y sus impresiones de la vida cotidiana, de los humores, aromas, dichos, riñas y flirteos entre corrales, revolucionó la escena europea y educó a generaciones futuras de creadores escénicos; cada nueva puesta en escena era una provocación a la well-made play, socorrida aún después de un siglo por el teatro mundial y, por supuesto, válida. Shakespeare es la balsa sobre la que navega la ideología del teatro occidental, aunque no concentra la totalidad representada de lo humano, no se debe caer en esa trampa.

 

El espacio ideal
Hablar de Peter Brook es recordar el espacio vacío, conceptos que todos conocemos y entendemos medianamente, pero repetimos hasta el cansancio. Luego de revisar dicha publicación, podríamos hacer una paráfrasis moderada: parte del ideal para tu puesta en escena y elimina lo superfluo. No hay más. Lo imprescindible son los actores y tal vez una silla, lo demás es ornamento, un texto qué decir; sin embargo, un gran espectáculo no contradice este reducto del teatro de Brook, quien ama los grandes montajes. Cuando escribió El espacio vacío no le hablaba al creador que iniciaba apenas su camino, sino que invitaba a la reflexión a otros directores ramplones de su generación… quizá del West End Theatre. A los ojos del director, como todo buen artista, cualquier tarea sirve, menos no trabajar por tus sueños.

 

Hoy Peter Brook entra al escenario que le brinda su permanencia en la historia universal; si este reconocimiento por las artes se le hubiera concedido a finales de los años 60, tal vez habría despertado el mismo furor anti establishment que Peter Handke con su premio Nobel, pero esa generación ha comenzado a olvidar, obligada por el fin de la existencia misma. Un dato curioso del maestro: se le reconoce ahora por ser un artista revolucionario y aún así confiesa que, en realidad, su deseo más profundo siempre fue hacer cine. Narrar a través de la cámara y no sobre las tablas de un escenario. De no ser porque era tan complicado y costoso hacer cine, confiesa Brook, se habría dedicado de lleno a esa tarea. La anécdota vale la pena porque aún los grandes maestros piensan en aquello que el tiempo no les permitirá cristalizar jamás.

 

FOTO: Peter Brook, director de teatro y cine, en febrero de 2018 en una sesión de fotos en el Bouffes du Nord theatre en París / AFP

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