Milicias indígenas: de la conquista a la defensa
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Los pueblos indígenas aliados que participaron en la conquista de Tenochtitlán y otras regiones de México, después se emplearon como fuerzas de seguridad y orden en poblaciones que enfrentaban a los nativos que se resistían a ser sometidos
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POR RAQUEL E. GÜERECA DURÁN
En esta coyuntura que representan las conmemoraciones por los 500 años de la caída de Tenochtitlán, mucho se ha escrito y dicho sobre la presencia predominante de guerreros indígenas en las fuerzas armadas que lograron el sometimiento de la capital mexica. En diversos foros ha sido posible escuchar a historiadores y arqueólogos hacer énfasis en el papel protagónico que desempeñaron los aliados indígenas, llegados desde Tlaxcala, por supuesto, pero también de Otumba, Tulancingo, Tziuhcohuac, Cuauhnahuac, Chalco, Huejotzingo, según narró el historiador texcocano Fernando de Alva Ixtlilxóchitl.
Mucho de esta discusión hunde sus raíces en un texto que ha resultado fundamental para transformar nuestra visión de la participación indígena en las conquistas: se trata del libro Indian conquistadors, editado en 2007 por Laura Matthew y Michel Oudijk. Y es que, si bien es cierto que ya otros historiadores habían señalado de forma general la importancia de las fuerzas militares indígenas en la expansión hispana en América, en Indian conquistadors una docena de autores documenta de forma sistemática la presencia de guerreros indígenas en las diferentes campañas de conquista, no sólo la de Tenochtitlán, sino en las muchas que siguieron a lo largo del siglo XVI: la de Nuño de Guzmán hacia el Occidente, que culminaría con la creación del Reino de la Nueva Galicia; la de Jorge y Pedro de Alvarado hacia el sur, pasando por Oaxaca y Chiapas hasta llegar a Centroamérica, en los actuales Guatemala y El Salvador; las de los Montejo, padre e hijo, que lograría el sometimiento de una parte de la península de Yucatán, y en las varias campañas que buscaron someter la Sierra Norte de Oaxaca.
En sus diferentes escritos, los españoles se refirieron a ellos como “indios amigos”, pero los propios indígenas prefirieron llamarse aliados o, en otros casos, indios conquistadores, apelativo que, para ellos, reflejaba mejor la complejidad y variedad desempeñada durante las conquistas. No obstante, es importante señalar que los nativos que participaron en las empresas de conquista lo hicieron en distinta condición: algunos señoríos efectivamente estuvieron en condiciones de establecer una alianza o acuerdo de cooperación con los españoles; otros, en cambio, se unieron a la hueste en condición de naborías o indios de servicio, es decir que su participación no era del todo voluntaria. Finalmente, hubo también casos en los que los indios iban a las campañas militares en calidad de esclavos, como ocurrió con numerosos tarascos en la campaña de Nuño de Guzmán.
Sin embargo, los indios sobrevivientes y su descendencia elaborarían, al paso de los años, discursos en los cuales se reivindicaban como indios conquistadores que habían servido fielmente a la Corona en estos procesos cruciales. Y aunque algunos de estos guerreros indígenas regresaron a sus lugares de origen una vez finalizada la empresa, otros muchos —especialmente aquellos macehuales, que carecían de bienes o condición de nobleza y poco tenían que perder en su pueblo natal— permanecieron en los territorios conquistados, estableciendo barrios en las inmediaciones de las ciudades y villas recién fundados. En estos sitios continuaron dando servicio militar a una minoría de españoles que llegaba a establecerse en el medio de numerosos poblados indígenas.
Si bien es cierto que muchos indígenas se habrían sumado a las campañas compelidos por los españoles o por sus propios señores nativos, lo cierto es que, para el periodo final de la época prehispánica, se trataba de hombres ampliamente familiarizados con la actividad guerrera. Numerosos estudios, principalmente desde la arqueología, han dado cuenta de la importancia de la práctica de la guerra para las diversas sociedades mesoamericanas, que ha llevado a hablar de la existencia de un “clima guerrero” a lo largo y ancho de Mesoamérica, no sólo en el Posclásico sino en los distintos momentos de su desarrollo histórico. Así, de acuerdo con Ross Hassig, la existencia de ciudades situadas en lugares de difícil acceso, así como la presencia de elementos defensivos tales como murallas y fosos, las frecuentes representaciones de batallas, guerreros y otros temas bélicos en la pintura mural, en los códices, en los grabados pétreos, así como la gran cantidad y variedad de armamento tanto ofensivo como defensivo, dan cuenta de la importancia de la guerra para las sociedades mesoamericanas. La guerra, nos dice Marco Cervera, era no sólo una actividad de carácter ritual —aspecto ampliamente estudiado— sino que tuvo también un aspecto político e ideológico que, en el caso mexica, por ejemplo, se convirtió en el motor fundamental de la expansión, llegando a desarrollar una ideología militarista que era inculcada en los varones, para quienes la guerra se convertía en “el principio y fin de su vida”.
En ese contexto, no es extraño que numerosos indígenas hayan visto en las guerras de conquista desatadas por la presencia española, una oportunidad de obtener bienes mediante el saqueo y el reparto del botín; un medio para lograr ascenso social a través de sus hazañas guerreras; o una vía para establecer un vínculo con los españoles, nuevo actor político dominante en el escenario mesoamericano.
A pesar del protagonismo de los guerreros indígenas y de la importancia de las labores que desempeñaron en la región central del virreinato y en las inmediaciones de los principales centros de población española, a partir de la segunda mitad del siglo XVI la tendencia claramente fue desarmar a la población indígena, incluidos los antiguos aliados. Con ello se ponían en práctica las diversas disposiciones de la Corona relativas a evitar que los indígenas tuvieran acceso a las armas españolas, especialmente las de fuego. En realidad, se buscaba proteger a la población española, en franca desventaja numérica, frente a un posible alzamiento indígena. Particularmente después de la cruenta Guerra del Mixtón de 1541, que puso en riesgo la presencia española en la región occidental del virreinato, las autoridades buscaron tener un control mucho más estricto sobre las armas.
Sin embargo, a pesar de ello, hubo diversas regiones de la Nueva España cuya defensa y seguridad dependió, en buena medida, de fuerzas armadas integradas en su totalidad por indígenas. En ellas, no sólo fue imposible desarmar a la población indígena, sino que se crearon organizaciones militares incipientes a las que se les hizo cargo de defensa de la tierra. Progresivamente recibirían el nombre de “milicias”, término que hacía referencia, en la época, a “gente de armas” que no se dedicaba de manera profesional y exclusiva al arte de la guerra y, por tanto, no siempre contaba con un entrenamiento militar formal. En el caso de las milicias de indios, el conocimiento sobre la guerra se obtenía mediante la práctica más o menos regular.
Uno de los primeros espacios en los que vemos surgir milicias indígenas fue justamente en los barrios formados por indios que habían participado en una campaña de conquista. En muchos casos, vemos que se conmutó el pago de tributo por auxilio militar a las villas españolas de nueva creación, como ocurrió con los indios nahuas de Analco, barrio establecido a las afueras de San Ildefonso Villa Alta, pequeño poblado español habitado por una treintena de familias rodeadas por cientos de pueblos de zapotecos y mixes en la Sierra Norte de Oaxaca.
Este modus operandi pronto se replicó en otras regiones del virreinato, en donde el número de población española era insuficiente para hacerse cargo de la guarda y defensa de la tierra. Así, en diversos poblados del Bajío vemos surgir milicias de otomíes en el contexto de la Guerra chichimeca: hacia 1550, algunos principales otomíes procedentes de Tula, Xilotepec y Querétaro fueron nombrados “capitanes de chichimecas” con el encargo de reclutar hombres para perseguir y capturar a los belicosos guamares y guachichiles y garantizar la paz en la región. Para ello, tenían permiso de portar armas ofensivas y defensivas. Más tarde, pueblos como San Miguel el Grande y San Felipe, creados con la intención de asegurar el tránsito por el camino de la plata entre Zacatecas y la Ciudad de México, contaron también con un cuerpo miliciano formado por indígenas.
Hacia fines del siglo XVI, en tres de los cinco pueblos coloniales fundados por tlaxcaltecas para pacificar el septentrión surgieron también milicias indígenas: me refiero a Colotlán, San Andrés del Teúl —pronto mudado a Chalchihuites— y San Estaban de la Nueva Tlaxcala, junto a Saltillo. Colotlán, en el actual norte de Jalisco, se convirtió en la punta de lanza para avanzar hacia el oeste, en dirección a la Sierra Madre Occidental. En la centuria siguiente y hasta el siglo XVIII, se fundaron en esta región cerca de 30 pueblos de misión entre huicholes y tepecanos. Todos ellos contaron eventualmente con su propia milicia indígena, que compartía con los tlaxcaltecas la exención del pago de tributo a cambio de servicio militar.
A lo largo del siglo XVII, la creación de pueblos de misión con su respectivo cuerpo miliciano acompañó la expansión hacia el norte. En las misiones de Sinaloa y Sonora los propios jesuitas promovieron la creación de milicias yaquis, mayos, ópatas, pimas y eudeves, que constituyeron la fuerza más importante para incorporar nuevos territorios a la monarquía hispana. También en las costas del Pacífico —donde la población española fue, por lo general, poca y pobre— encontramos la presencia de milicias indígenas, desde Colima hasta Sinaloa, pasando por Michoacán, Jalisco y Nayarit. En las regiones mencionadas hasta ahora, las milicias indígenas comenzaron a desaparecer —por iniciativa de los virreyes— hacia la segunda mitad del siglo XVIII, y de forma más acelerada en la última década del siglo. No obstante, algunas de ellas —mayormente en las costas de Nueva Galicia— sobrevivieron hasta la primera década del XIX.
En otras regiones del virreinato es posible documentar la existencia de milicias indígenas de vida mucho más corta: en las inmediaciones de la Sierra Gorda queretana, pueblos otomíes como San Francisco Tolimanejo, San Pedro Tolimán o San Antonio Bernal prestaron servicio militar hasta la década de 1730, lo mismo que la familia otomí conocida como “los Aguilares” de Valle del Maíz, en Villa de Valles, quienes hicieron lo propio durante un siglo, entre 1680 y 1780. Finalmente, en la costa veracruzana, existió también durante la primera mitad del siglo XVIII una “compañía miliciana de indios caciques” en San Andrés Tuxtla.
Tal como hicieron los guerreros indígenas en las campañas de conquista, estas milicias de indios novohispanos pronto incorporaron las armas españolas, además del caballo. Es curioso notar que, en las fuentes del siglo XVI, se refiere un repertorio más variado de armas empleadas por los indígenas: en los lienzos de Analco, Tlaxcala y Quauhquechollan, así como en las fuentes escritas, aparecen los arcos y flechas, el macuahuitl o macana con filos de obsidiana, el átlatl o lanzadardos, largas lanzas y chimalis o escudos que conviven con espadas, arma de metal que pronto adoptaron los indígenas. Pero, conforme avanzaron, el arco y la flecha se volvió el arma dominante, de ahí que, en muchas regiones, estos cuerpos fueron conocidos como milicias de indios flecheros. A partir de la segunda mitad del siglo XVII vemos que las milicias indígenas incorporan espadas y dagas y, para principios del XVIII, también hacen su aparición escuadrones de arcabuceros y de hombres montados a caballo. Inicialmente estuvieron formadas sólo por un capitán y sus soldados. Con el paso del tiempo, la organización se hizo más compleja, pues algunas milicias llegaron a tener capitán, alférez, sargento, trompetero y escribano de guerra.
Los servicios militares que desempeñaron las milicias indígenas fueron tan diversos como las regiones en las que se asentaron. Por supuesto, su principal tarea fue participar en las campañas militares para incorporar nuevos territorios, así como en las empresas para pacificar rebeliones y tumultos. Pero también se ocuparon de la vigilancia y defensa de los caminos; de dar escolta a los viajeros, fueran éstos comerciantes, misioneros o autoridades civiles; fungieron como correos, pregoneros, auxiliares en el cobro de tributos; realizaban patrullajes nocturnos, ejecutaban órdenes de aprehensión, escoltaban reos en sus traslados, cuidaban de la cárcel local y, en el caso de las milicias costeras, servían como vigías y guardacostas, recorriendo las playas con regularidad en busca de huellas de enemigos o avistamiento de naves extranjeras. En alguna ocasión, a las milicias de indios flecheros les tocó evitar el desembarco de piratas holandeses en las costas de Nueva Galicia.
Para 1792 se contaban en todo el territorio de la Nueva España 66 compañías de indios flecheros, con un total de 4 mil 679 efectivos, incluyendo oficiales. Se ubicaban mayormente en el occidente del virreinato, desde Michoacán hasta Sonora. La reforma del sistema defensivo de las posesiones españolas en América, puesta en marcha con altibajos desde la década de 1760, llevaría a la eventual extinción de estas milicias hacia la primera década del siglo XIX. No obstante, el estallido del movimiento insurgente dio la oportunidad para que resurgieran en alguna regiones que tenían una larga tradición de servicio militar.
FOTO: Representación de la derrota del líder guachichil don Mazadin frente al capitán general otomí don Pedro Martín de Toro, acaecida cerca de San Juan del Río/ Crédito: AGN “Mapas, planos e ilustraciones”
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