El Aleph y otros estrenos
/
Las condiciones de emergencia que vive el país llevaron a este festival cultural de la UNAM a una adaptación digital que favoreció la experimentación
/
POR IVÁN MARTÍNEZ
Durante los últimos días de mayo, tal y como estaba marcado en el calendario desde hace meses, se estuvo desarrollando la edición 2020 del festival anual que la Dirección de Difusión Cultural de la UNAM dedica a la ciencia y el arte, El Aleph. Obvias razones no detuvieron su desarrollo, pero sí, y a velocidad necesaria, lo obligaron a renovarse, reenfocarse y reprogramarse.
Sin conciertos, funciones en el teatro o instalaciones escénico-acústicas, durante más de una semana, en las plataformas digitales y televisivas de la Universidad, se habló y creó alrededor del coronavirus y nuestros contextos derivados de él, en una verdadera fiesta científico-artística digital que tuvo, en el ámbito musical, su punto más destacable en el estreno de Islas, de la compositora mexicana Diana Syrse.
Comisionada para la posibilidad actual, Islas es una pieza corta escrita para el coro universitario Staccato, y fue pensada para ser ejecutada en su estreno mundial así, en línea, en “cuadritos” de pantalla, como han venido sucediendo la mayoría de las interpretaciones con que nos encontramos ahora. La primera idea con que hay que definirla sería que se trata de una pieza “muy Diana”, muy en el lenguaje que ha venido desarrollando la compositora, muy idiomática (no olvidar que uno de los terrenos que mejor domina es el coral), y muy en el presente que le toca vivir, pero universal en su contenido literario y musical.
Y también en el terreno formal, pues no es sólo una pieza acústica, sino que para esta primera audición se preparó un material visual que puede, o no, acompañar la partitura; quiero decir, el video no será necesario en el futuro. La pieza, cuyo texto es también autoría de Syrse (junto a Martin Mutschel), tendrá larga vida por sí sola luego de que se pueda escuchar en vivo. Artísticamente fue un apapacho, como mucho de lo que, cuando tiene razón de ser, se está creando estos días.
Quiero recalcar su carácter esencial y universal, porque entre las nuevas creaciones que se hacen en cuarentena es importante diferenciar las obras que se hacen al paso y que al carecer de contenido (sean nuevas obras sin sustancia o interpretaciones vacuas de otras que pueden tenerlo), se centran en el accesorio -zoom, la edición, la pantalla- y no en la necesidad verdadera que tiene el artista por su oficio. O la que tiene el público para sentirse representado en él.
Lo intenté decir hace unas semanas a propósito de la primera ópera para zoom, All decisions will be made by consensus: lo que los artistas nos dicen, debe significar algo. Y lo repito porque el contenido y el valor de esa ópera como la de esta pieza coral, no radican en el adorno de la pantalla, sino en sus partituras, en la materia prima. Aunque sus premisas surjan de una aparente simpleza: un poema o una anécdota.
Ver actores adornar sus salas para decir un texto cualquiera y grabarse, no es hacer teatro: es repetir lo que ya hace el cine o la televisión, o lo que ya hacían las series web (un subgénero televisivo con sus propias convenciones), con menos presupuesto y rigor y sin apegarse a ninguna forma realmente. Inconscientemente, siento, caen en un tipo de fraude que como público me incomoda. Hay algunos intrépidos que incluso han sugerido estar inventando formas utilizando el “teatro” en su juego de palabras.
En cambio, en el mismo Aleph, pude ver un experimento fascinante que tiene su razón de ser precisamente en la verdad teatral que intenta alcanzar, en la imaginación escénica y emotiva que provoca el actor en el espectador. Me refiero a Verdecruz o los últimos lazaretos, un ejercicio de teatro documental, ideado y dirigido por Mario Espinosa con dramaturgia de Ingrid Bravo sobre experiencias recabadas por ambos de enfermos de lepra en Ecuador. Y del que Espinosa detalló suficiente en una nota de mi compañera Alida Piñón.
Ve Verdecruz o los últimos lazaretos
O puede ser otro ejercicio, hasta donde entiendo el primero de teatro musical creado durante la pandemia: How to survive the end of the world. Nuevamente, los artificios (que se haya hecho pensada por ahora para la pantalla con las provisiones posibles de hoy) sólo son accesorios en esta pieza con música de Brandon James Gwinn y libreto de EllaRose Chary. El hecho de esta creación no trata sólo de contar una historia cualquiera acompañada por una música cualquiera, sino una historia que puede o no ser actual, pero que dice cosas que pueden removernos algo, contada a través de una partitura que la acompaña narrativamente con cierta coherencia.
How to survive, sigue en poco menos de media hora a una joven que, en medio de la cuarentena, reproduce los mensajes en video que su hermano, fallecido meses atrás, le ha enviado por años. El viaje emocional es suficientemente hondo y sí, pertinente. La anécdota se ubica en la actualidad, pero sus temas, el dolor y la pérdida, la soledad, son universales. La música, que se ubica en las convenciones actuales del teatro musical que se hace en Estados Unidos, puede sonar mucho a sus influencias, pero es suficientemente original y, sobre todo, efectiva.
Ve How to survive the end of the world
A Lynn Harrel
Hace unas semanas murió el violonchelista estadounidense Lynn Harrel. Ninguna página puede llenarse con suficientes elogios que representen su estatura artística como el hecho mismo del tributo que, cobijado por Carnegie Hall, se llevó a cabo en su honor. Ha sido uno de los momentos más conmovedores de la cuarentena, quizá el que más gente haya reunido en una mañana de jueves (casi cuatro mil personas, en tiempo real) y un cartel que, por su improbable reunión, habla por sí mismo de la admiración de sus colegas: Maisky, Yo-Yo Ma, Capuçon, Sheku, Moser, Gerhardt, Weilerstein, Vogler, Müller-Schott.
FOTO: Aspecto de Islas, de Diana Syrse. /Especial
« El lago de los cisnes reloaded Frías de la Parra y la condición cumbiera »