Festivales musicales en tiempos de selfies

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Hoy los músicos ya no forman parte de un grupo selecto de creadores antes inalcanzables, sino que forman parte de un entramado de mercadotecnia festivalera donde la música es un producto secundario

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POR LEONARDO TARIFEÑO 

 

Aunque parezca que la principal huella que dejan muchos festivales de música es el barro en los tenis de los asistentes, lo cierto es que su marca más profunda hay que buscarla en el imaginario cultural de su tiempo. Movidos por una dinámica que consagra el hedonismo, la fugacidad y la efímera intensidad del turismo, forman parte de una identidad colectiva global que desde 1969 se ha propuesto hacer el amor en Woodstock, imaginar un mundo mejor en Live Aid, bailar hasta el amanecer en Creamfields, enloquecer en Rock in Rio, maravillarse en el Burning Man y vivir un viaje inolvidable hacia esos paraísos del placer llamados Coachella, Glastonbury o Lollapalooza. Durante mucho tiempo, los festivales han sido laboratorios de ilusiones sociales de los que los asistentes salían armados con una inigualable banda sonora, amistades o romances in progress y la excitante sensación de ejército clandestino y cool que se reconoce por el barro en los tenis. Lo que hoy tal vez convenga pensar es si, en una época en la que la programación de Coachella incluye a Beyoncé, Los Angeles Azules, Eminem y Jean-Michel Jarré, ese ejército advierte grietas en sus filas o se mantiene igual de unido. Y si esa unión, tal como ocurría en tiempos no tan lejanos, se fortalece o se activa cuando se encuentra en pos de algo.

 

 

El lanzamiento en 2015 de la primera colección de indumentaria H&M loves Coachella confirmó lo que ya estaba claro al menos desde 1999, cuando la firma sueca comenzó a patrocinar el célebre festival californiano: la sospecha de que, en los grandes encuentros musicales al aire libre, la tendencia hippie chic en la moda es tan relevante y decisiva como los nombres de los artistas que se desgañitan en el escenario. Poco después, la sucesión de pool parties de Guess, Lacoste y Revolve Clothing para los asistentes VIP (o aspirantes a serlo), así como la foto en la que Gigi Hadid mastica unas papas a la francesa bajo una carpa blanca (un post en Instagram que McDonald’s le pagó a la top model) demostraron que la presencia fashion en Coachella constituye uno de los rostros más llamativos del festival. “No hay que asombrarse: tanto en México como en el resto del mundo, hace tiempo que los festivales dejaron de ser estrictamente musicales –señala Homero Ontiveros, tecladista de Inspector y fundador de la revista digital La Zona Sucia–. Se han convertido en eventos sociales, y por eso promueven un tráfico de distintos públicos y de artistas muy diversos para esas audiencias”. Definitivamente, el festival que marca esa tendencia mundial es Coachella, un espacio de leyenda en el que alguna vez Beyoncé se atrevió a citar a Malcolm X entre canción y canción; Prince ensayó una mítica interpretación de “Creep” de Radiohead; Snoop Dogg rapeó junto al holograma de Tupac Shakur y los organizadores ofrecieron 10 mil dólares por los restos del cerdo inflable que durante la canción “Sheep” cayó sobre los asistentes al show de Roger Waters. Desde sus orígenes en 1999, cuando no asistieron más de 25 mil personas, a una actualidad en la que recibe unas 200 mil y factura más de 90 millones de dólares, Coachella representa el emblema de una festivalización de la música que refleja los cambios generacionales en los modos de consumir cultura. Unas formas que hoy combinan la moda, el desprejuicio musical y el afán de vivir algo que se pueda presumir en Twitter, Facebook o Instagram.

Asistentes a la edición 2018 del festival Hell & Heaven, en la Ciudad de México./ AP Photo/Oswaldo Ramirez

 

 

 

En esa línea, y así como la publicidad de los 90 cambió la manera de vender productos al ligarlos con una actitud de vida propia de una cierta clase social, hoy los festivales no desdeñan el concepto de “experiencia” para crear su imagen. “Los cambios en los festivales se dieron de manera progresiva y tienen que ver con el relevo generacional –explica Juan Carlos Hidalgo, periodista de la revista Marvin, que a su vez organiza el festival homónimo en la Ciudad de México–. El valor simbólico y cultural de la música ha ido a la baja, se ha trivializado. Tal vez esto coincida con el cumplimiento de un ciclo temporal del rock, que antaño implicaba militancia y convencimiento ideológico. Hoy el público joven no siente ese compromiso y su abanico de consumo es mucho más amplio. En esa línea, los organizadores se protegen mediante una gran amplitud de contenidos. De hecho, ahora más que algún artista en particular se privilegia ‘la experiencia del festival’, muy al estilo de los festivales de electrónica más hedonista, como el Tomorrowland o el Electric Daisy Carnival”.

 

Convertida en herramienta de marketing, “la experiencia del festival” puede incluir tanto la fantasía de cruzarse con Leonardo DiCaprio o la modelo Alessandra Ambrosio como la sensación de pertenecer a un colectivo que valora por igual el deseo, la libertad, la sociabilidad y el amor a las selfies. La música aún se mantiene en un primer lugar inestable, que varía en grados de pasión si el escenario es el del Vive Latino, el Ceremonia o el Hell & Heaven, pero el poder de convocatoria ha dejado de ser sólo musical. ¿Tal vez por eso hoy vemos carteles como los de Coachella 2020, donde Rage Against the Machine y Lana del Rey conviven con la Banda MS de Sergio Lizárraga? Para Pacho, exbaterista de Maldita Vecindad, fundador del festival Radical Mestizo y actual director del Museo Universitario del Chopo, los motivos que explican esa diversidad en la programación no tienen tanto que ver con la decadencia del atractivo de la música, sino con la variedad del gusto de las nuevas generaciones. “Por un lado, cada vez hay menos headliners masivos transgeneracionales –señala–. En México, después de Café Tacvba y Caifanes, tal vez sólo quede Zoé. Y a nivel internacional pasa lo mismo, por eso se buscan artistas para distintos públicos que in extenso puedan justificar un festival masivo. Por otro lado, estamos ante una distensión de los géneros canónicos, producto de la abundancia de información. Los dogmas se han relajado, hoy el gusto es más diverso y heterogéneo. Con el exceso de información actual, la mezcla es moneda corriente. Y hay que tener en cuenta que buena parte de ese público creció con la escucha de canciones de distintos artistas, no de discos de un solo grupo. Muchos de los que se quejan de que en un mismo festival se presenten Rage Against the Machine y Los Ángeles Azules vienen del rock y de una manera de construir su identidad a partir del rock que no es la actual. Son los de mi generación. Y es curioso, porque grupos como Los Ángeles Azules fueron los que posibilitaron el acceso a la modernidad a las clases populares, un movimiento más o menos paralelo al que realizó el rock en su momento. Habría que cuestionar esos prejuicios, porque la instrumentación de la posibilidad del baile masivo se refleja tanto en Los Angeles Azules como en el rock, sólo que en distintas épocas”. Hidalgo coincide en el diagnóstico; en su opinión, “México no es un país estrictamente rockero, y la pretensión de serlo resultó en una imposición muy fallida. Poseemos tal diversidad musical que, conscientemente o no, se filtra en nuestro gusto e influye. Que tras algunos tragos un rockero pida unas cumbias no tiene por qué estar mal. Eso lo entendemos ahora, pero durante años hubo cierta actitud talibán en el rock que llevó al desprecio de todo lo demás. Claro que, a la hora de entender lo que ocurre en los festivales, pasan muchas otras cosas. Por ejemplo, no debe soslayarse lo cerrado que es el mundo de contratación de artistas (booking) a nivel local y global: las empresas importantes son muy pocas y controlan casi todo. De hecho, para entender el éxito del reggaetonero J.Balvin habría que analizar el circuito global de festivales y la manera que tiene su misma agencia de incorporar a otros artistas suyos. En definitiva, los grandes consorcios no dejan de ser mercenarios que no buscan promover una cierta curaduría artística sino maximizar las ganancias”.

El cantante británico Morrissey durante su presentación en el festival Vive Latino 2018, en la Ciudad de México./ Archivo EL UNIVERSAL

 

 

En México, hoy el espectro festivalero es amplio y se acerca peligrosamente a la sobreoferta. Los hay bohemios o de impronta culta (Bahidorá, Ceremonia), marcados por la euforia electrónica (Electric Daisy Carnival), de corazón alternativo (NRMAL, Mutek), centrados en el reggaetón (Flow Fest), el rock (Hipnosis), el pop (Vaivén, Live Out) o el heavy metal (Hell & Heaven, México Metal Fest), de eclecticismo latino (Coordenada, Pulso GNP), decididamente comerciales (Vive Latino, Pa’l Norte, Corona Capital) e apasionadamente indies (Marvin, Radical Mestizo). En los distintos públicos asoma una brecha cultural que divide a los festivales más comerciales de los alternativos o independientes, si bien es cierto que, como apunta el periodista y crítico Enrique Blanc, autor de Café Tacvba. Bailando por nuestra cuenta, “la tendencia es cerrar esa brecha. Un ejemplo claro es Coachella, cuyos headliners provienen del mainstream pero gran parte del resto del cartel llega del mundo alternativo o independiente”. A futuro, el resultado podría apuntar a la experiencia vivida en los últimos años en España, tristemente llamada “la era de los festivales clon”, dado el escandaloso parecido en las propuestas de los festivales de verano. “Grupos que puedan ser headliners de un festival para 40 mil personas sólo hay 20 o 30, de los cuales 12 o 15 no giran cada año. Por lo tanto, quedan 15 por los que todos los festivales nos pelearemos” dijo el programador del Festival Internacional de Benicàssim (FIB), Joan Vich Montaner, a El Confidencial, ya en 2015. Para Hidalgo, el peligro de los “festivales clon” en México está latente. “Tal como pasó en España, el negocio de los festivales se asemeja a una burbuja que puede estallar en cualquier momento –reflexiona–. Los que podrían desaparecer son los menos protegidos por los grandes capitales y patrocinadores. Cada vez se elevan más los costos de producción, logística y publicidad, y ello afecta sobre todo a los independientes, porque los grandes contratos publicitarios van a lo seguro”.

 

 

El pasado de los festivales se vincula a ideales sociales y políticos que se reivindicaron en Woodstock y desaparecieron meses después, cuando un miembro de la pandilla Hell’s Angels apuñaló y mató a un joven en el festival de Altamont, en plena presentación de The Rolling Stones. El presente se cruza con las nuevas formas de consumo musical, la disociación entre el gusto musical y la creación de la identidad social, la circulación global de productos a través de plataformas digitales ajenas al soporte discográfico (del “Gangnam style” a “Despacito”) y un público que entiende el show al aire libre como una fiesta y no como un diálogo masivo entre un artista y su audiencia. ¿Y el futuro? Lo único seguro es que las dos principales experiencias musicales en vivo, la de los festivales y las de las salas o teatros, se diferenciarán cada vez más. En una, el peso cultural o artístico se disuelve en nombre de una experiencia social; en la otra, el ocio se moldea por el interés del público en una propuesta determinada, en un espacio pensado para desarrollar todas las posibilidades de producción y recepción musical. Que haya públicos para todos los festivales no significa que los haya para todas las músicas, pero si no hubiera tantos festivales esas mismas músicas tendrían aún más problemas para llegar a las salas o teatros, donde la experiencia bordea lo íntimo. El equilibrio es sutil y ya comienza a afectar a los grandes festivales. “Un ejemplo es el Vive Latino –dice Hidalgo–. Tristemente, se ha convertido en un fenómeno muy institucionalizado, predecible y comercial. Sus dimensiones lo hacen muy exigente en lo físico y poco arriesgado en lo artístico. Se han preocupado muy poco por desarrollar el talento que marque el relevo generacional y se les están haciendo viejas las gallinas de los huevos de oro. ¿Qué harán cuando se jubilen las leyendas y figuras consagradas?” La respuesta, si la hay, la tiene Ontiveros. “A su manera, todos los festivales son creíbles –señala–. Cuando decimos que todos traen lo mismo es porque no volteamos a los escenarios secundarios, donde siempre hay propuestas bien interesantes. Más allá de los escenarios principales, todos los festivales tienen para ofrecer. La cuestión es: ¿nosotros volteamos a ver esos espacios?”

 

 

FOTO: Aspecto del Festival Coachella, que se celebra cada año en Indio, California/ Cortesía Andrew Ruiz. Exposición “Escape Velocity”, por Tyler Hanson, en Coachella.

 

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