Naturaleza

Ago 26 • destacamos, Miradas, principales, Visiones • 1573 Views • No hay comentarios en Naturaleza

 

En San Ildefonso se presenta la muestra de Sergio Hernández, con piezas cargadas de elementos cósmicos reflejados en la Tierrra; destacan las texturas de su infancia en Oaxaca

 

POR ADRIANA MALVIDO
Que somos polvo de estrellas es una bella frase y una realidad científica. Cada año, nos aseguran quienes conocen de fenómenos cósmicos, caen a la Tierra 40 mil toneladas de polvo que desprenden las estrellas, y sus partículas proporcionan incesantemente la materia que da vida al planeta.

 

Hay quienes, como Sergio Hernández, desde la infancia percibieron esa conexión cósmica que hay desde las estrellas hasta el fondo del mar. Y el vínculo natural entre todos los seres vivos: los celestes, los de la Tierra, los subterráneos, los marinos, las aves, los peces, las plantas, los árboles, desde los más pequeños insectos hasta los mamíferos gigantes que habitan en las profundidades del océano. Pero hay una minoría que, además, como Sergio Hernández, enriquece su intuición con la cultura que sus ancestros le han legado y con una avidez insaciable por el arte y el conocimiento. La suya es una imaginación sin límites que nunca duerme y cuyos invitados de honor son la naturaleza, la magia, la experimentación, el juego, la poética de la creación.

 

Como Octavio Paz, quien afirmaba que la raíz del descubrimiento de la poesía en su vida sucedió cuando niño en el jardín de su casa (“espacio de revelación, símbolo de la unidad primordial, fundada en el pacto entre todos los seres vivos, en donde todo se comunica, todo es transparente, el hombre es parte de todo”), así Sergio Hernández se hace artista en el jardín de su pueblo, Santa María Xochixtlapico, Huajapan de León, Oaxaca, donde nació y vivió su infancia.

 

Dice el dibujante, pintor, grabador, ceramista y escultor que todo su gusto por la naturaleza tiene que ver con la vivencia, en su niñez, de los árboles, las plantas en aquel jardín rodeado de vegetación con cientos de especies endémicas de la mixteca, el río donde le gustaba pescar, la milpa, los dátiles, el platanar y los insectos y los pájaros. Habla de ese jardín salvaje y silvestre de los pueblos, que siente suyo desde pequeño subiéndose al mezquite o al huizache, para bajar una pitaya o agarrar un carrizo. Guarda en su memoria las sabineras y sus raíces, las que crecen misteriosas entre las piedras y los ríos.

 

El artista recuerda la casa de adobe donde vivía y el jardín interno que habitó. Y es que su madre cultivaba flores y plantas de olor. Había un arroyo que pasaba por dentro de la vivienda. Todo aquello era un microcosmos natural y visual, lleno de sonidos, olores, sabores, donde había arboles de aguacate, limoneros, un granado. Su padre, ebanista, trabajaba la madera y de ahí salían las bateas donde su mamá lavaba ropa. Mientras, la abuela, que fue curandera, pasaba las tardes en el nixtamal en una cocina de carrizo sin techo, donde cocía el maíz y les deba de comer alrededor del fogón. Después se iban a jugar al campo. Era una vida en la naturaleza.

 

El último Tule

 

Sergio Hernández veía a su padre trabajar la madera de agua, como la del famoso árbol milenario en Oaxaca. En su gran lienzo El último Tule nos mueve la memoria hacia Thule, aquella isla fantasmal, mítica, que en la Antigüedad escandinava se concebía como el filo del mundo, más allá de las fronteras del mundo conocido, a donde los barcos no podían llegar porque desparecían. El artista en su pintura hace una metáfora del momento en que vivimos al borde de un cambio natural sin retorno para la humanidad. Por otro lado, representa al óleo el ombligo de la luna, es decir, a la Ciudad de México. Cubierta de rojo y con un cráneo al centro que lleva un pedernal en la boca, la obra deviene reflexión acerca de una realidad apocalíptica inundada de sangre.

 

A la fascinación del artista por las plantas y los árboles se suma su pasión por los animales y los insectos. En su vocabulario visual pululan toda clase de especies, como las libélulas, o los murciélagos que aparecen en el Popol Vuh pero también sobrevuelan el planeta polinizando al mundo y llegan a su casa, en el Centro de Oaxaca, toman agua y se van sin hacer daño. Igual que esos colibríes que suelen elegir donde vive para poner sus nidos. Es decir, en la literatura y en su casa el proceso natural de la vida de los animales está presente hoy como ayer. También le encantan el oso hormiguero, el armadillo, el cocodrilo… O las mantis religiosas que se mimetizan y se transforman en árboles dentro de su cuadro Nuevo Mundo.

 

Las palmeras

 

En un texto de Teresa del Conde se cita la leyenda: “Los mixtecos son descendientes de los árboles”. A este pintor le gustan el sabino, la jacaranda, los flamboyanes, los pirules… y, sobre todo, la palmera, su favorita. Porque de todos los árboles y plantas que le inquietan o le causan curiosidad, esta es la más alta, la más bella, la que se mueve con el viento, como escribió el poeta Alberto Blanco.

 

Para Sergio Hernández, la palmera es una metáfora de la vida. Su curiosidad insaciable lo ha llevado a una pasión por libros antiguos, desde los códices prehispánicos y coloniales hasta manuscritos del medioevo y retablos del siglo XVI. Impactado con La crucifixión de Matthias Grünewald la interpretó en Matías, un lienzo donde la cruz es un árbol espinoso entre cuyas ramas aparecen los personajes del retablo de Isenheim. Dentro de los libros del Beato de Liébana una imagen miniatura lo cautivó, aquella de un personaje que escala una palmera para agarrar un dátil. La textura del tronco, a los ojos del artista, es una piel de serpiente. Él pinta esa escena, con el personaje como calaca y hace del cuadro una metáfora de la vida y de la muerte, del bien y del mal, temas que habitan toda su obra.

 

Un día encontró en el mercado de la Lagunilla los restos de una piel de serpiente, en otra ocasión la de un cocodrilo… y las usó como troncos de las palmeras en sus cuadros. Recogió plantas tiradas en la calle de la Ciudad de México, ramas de palmera, de romero, orquídeas halladas en la basura…y todo eso llegó a su taller donde, a manera de collage, las imprimió con blanco de plomo.

 

Quería pintar con el agua. Tenía en su taller los colores que le fascinan como el ocre, el sepia, el verde o el rojo de las cuevas de Altamira. Y pigmentos naturales como el lapislázuli, la malaquita, el cinabrio, el turquesa, el azul egipcio… le hacía falta una base. Así que tomó una lámina de plomo montada en un bastidor, la sumergió en una tina de agua con una emulsión de vinagre y apareció el blanco de plomo. Él quedó atrapado en la magia de la alquimia con todo y sus peligros. Porque la magia ocupa un lugar privilegiado en la vida y obra de este artista y le ha dado libertad para jugar en el mundo misterioso de brujos y curanderas. Ver como aparecen formas y colores de un espacio en blanco, dice, “es mágico”.

 

El blanco de plomo, procedimiento químico que viene de los tiempos de Platón, se reinventa en su taller. Ahí, los minerales y químicos cobran vida propia sobre el lienzo y crean libremente una paleta de colores sin brocha ni pincel. Y sobre eso él imprime. De la mano del pintor, participan en el proceso el dibujo, el óleo, las arenas, el esgrafiado.

 

Las ballenas

 

A Sergio Hernández el azul cobalto lo llevó al fondo del mar a un encuentro cercano con las ballenas. Cuenta que en su imaginario nadaban los enormes cachalotes de Moby Dick, Pinocho, Jonás … y también Leviatán… a veces como figuras míticas o como parte de sus sueños y pesadillas. Y se las llevó, reales o fantásticas, a sus lienzos, las dibujó, les puso blanco de plomo, les metió un azul aciano que es el más profundo, las empapó en esencia crementina, las introdujo a una pecera y luego las levantó, así se movieron las ballenas y los azules; al artista le pareció un juego mágico. Como todo en su vida.

 

Quizá el arte de Sergio Hernández pueda descifrar para nosotros el canto de las ballenas. Porque algo nos quieren decir. Y es urgente.

 

 

Nota: La fuente principal para la elaboración de este texto es un diálogo de la autora con Sergio Hernández centrado en las obras que se muestran en la sala “Naturaleza” de su actual exposición en San Ildefonso. La cita de Octavio Paz, sobre su jardín, se tomó del libro El poeta en su tierra, Diálogos con Octavio Paz, de Braulio Peralta (Grijalbo, 1996). La referencia de Teresa del Conde forma parte de su texto en el libro Sergio Hernández (Turner, Fomento Cultural Banamex, 2008).

 

 

FOTO: El azul cobalto llevó a Sergio Hernández a las profundidades del mar donde pasean las ballenas, que forman parte de su muestra “Naturaleza”.

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